Getting your Trinity Audio player ready...
|
Que quede claro, no soy monárquico porque no puedo. Lo sería si la Corona de España la ciñese, por ejemplo, Alfonso VIII, aquel Rey de Castilla que capitaneó la carga de caballería suicida que nos dio la victoria en las Navas de Tolosa y que, antes de picar espuelas, le dijo al arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada: “Hoy es un buen día para morir”. Antes y después de Alfonso VIII, yo hubiera querido ser, si Dios me hubiese bendecido con su talento y su valor, el Garcilaso de muchos Reyes de la Monarquía Hispana. Aquel soldado poeta, el más bravo entre los bravos, que murió durante el temerario asalto a la fortaleza de Le Muy, cerca de Fréjus, en la campaña de la Provenza. Garcilaso de la Vega, el poeta soldado, fue el primero en coronar las almenas enemigas y el primero en morir. El César Carlos, preso de ira por la muerte de su admirado Garcilaso, mandó ahorcar a toda la guarnición enemiga una vez tomada la fortaleza por las tropas españolas. Eso eran Reyes… lo de hoy son trampantojos, ninots, mascarones de proa, histriones.
No soy monárquico porque no puedo. Lo hubiera sido, incluso, como lo fueron, hasta el cadalso de Villalar, los Comuneros de Castilla quienes jamás, nunca, se sublevaron e hicieron armas contra el Emperador, sino contra los flamencos de Carlos I que saqueban España y que trataban a los españoles como a esclavos, hasta que se encontraron con las espadas de Juan Bravo, Maldonado y Padilla y con la auténtica Reina de aquel 2 de mayo del siglo XVI, que fue María Pacheco. No soy monárquico porque no puedo. Me pasa lo que le sucedía a José Antonio Primo de Rivera, a quien, al terminar un mitin en San Sebastián, se le acercó una dama donostiarra rebozada de visones y joyas, con el ABC asomándole en el bolso y le dijo: “Me encantaba su padre, me encanta usted, me encanta lo que dice y lo que piensa, y me encanta su partido, pero no puedo soportar que no sean monárquicos”. A lo que José Antonio contestó, con la elegancia que le caracterizaba: “Mire, señora, si en el Trono de España estuviera sentada una mujer que se llamaba Isabel I de Castilla, la Falange sería el adalid de la Monarquía, pero…”
¿Queda claro? Eso espero, porque he de decir en la muerte de Isabel II de Inglaterra y, por supuesto, en las antípodas del vómito lacayuno de Díaz Ayuso, plañidera mayor de Buckingham Palace, que la Reina muerta jamás, nunca, traicionó ni vendió a su Patria, tal y como sí hizo Juan Carlos I poco antes de ser coronado. Imposible imaginar, sólo imaginar, a Isabel II, antes de su coronación, negociando con los generales Francisco Franco y Juan Domingo Perón la devolución a España y a Argentina de las colonias de Gibraltar y las Malvinas. Imposible. Juan Carlos I negoció el abandono y entrega del Sahara, poco antes de ser coronado. Y lo hizo sabiendo que no entregaba ni abandonaba una colonia, sino una provincia española. Una provincia más.
Desde que mi madre me quitó los pañales cumplí siempre el mandato de Blas de Lezo de mear mirando a Inglaterra. Desde que Juan Carlos I vendió y traicionó a España, orino siempre mirando a la Zarzuela. Ahora que el golfo del Golfo Pérsico está ya para brasero y sopas y que la verdad de sus felonías siembra de sal su memoria y espesa de tocino su cuerpo, solo merece como epitafio el viejo proverbio castellano: “El traidor la pena dilata, pero de ella no escapa”.
Autor
- Eduardo García Serrano es un periodista español de origen navarro, hijo del también periodista y escritor Rafael García Serrano. Fue director del programa Buenos días España en Radio Intereconomia, además de tertuliano habitual de El Gato al Agua en Intereconomia Televisión. Desde el 1 de Febrero del 2019 hasta el 20 de septiembre del 2023 fue Director de El Correo de España y de ÑTV España.
Últimas entradas
- Actualidad15/06/2024La cloaca máxima Sánchez. Por Eduardo García Serrano
- Actualidad08/03/2024¡Viva la sífilis del 8 de marzo! Por Eduardo García Serrano
- Actualidad27/12/2023Feliz 1939 en el Valhalla. Por Eduardo García Serrano
- Actualidad21/12/2023Miriam Nogueras, ese saco de pus. Por Eduardo García Serrano