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Hace 39 años que escribí en el “Heraldo” este artículo. Creo que por lo que ha pasado y está pasando en España, no andaba descaminado. Sí, como lo demuestra lo que está pasando en Cataluña, en el País Vasco… y hasta en Vallecas el pasado 7 de abril. Pasen y lean y lo comprobarán.

 

RESULTA curioso el observar cómo las tácticas revolucionarias se adecúan a los tiempos. El marxismo, la «nueva filosofía», llamada a transformar radicalmente el mundo a principios de siglo, pasó de los libros y folletos de los intelectuales a concretizarse en la realidad merced a la obra de profesionales bien entrenados para los menesteres revolucionarios que en nada se parecen a la figura romántica del revolucionario de tiempos pasados. La técnica lo domina todo en el siglo XX y no podía pasar menos con la revolución. Quien se planteó primero seriamente que una revolución no es cosa de exaltados ni utopistas, sino de cerebros fríos y científicos fue Lenin. Este hombre hizo de la actividad revolucionaria una ciencia que sus seguidores han ido desarrollando y perfeccionando hasta lo inverosímil. Lenin tomó el poder en Rusia gracias, no a la movilización de grandes masas, esto fue tan sólo el decorado, sino a un «miniejército» de profesionales de la revolución, y es que habría que escribir en serio sobre el modo en que los revolucionarios han contado con el apoyo de las masas en la realidad. 

 

El marxismo ha ido acomodando sus tácticas de penetración a las circunstancias y en el tiempo presente, reseca ya la teoría, se ha convertido finalmente en eso: en pura técnica de combate. No quedan lejos los tiempos en los que Dimitroff abogaba por cambiar la táctica de acción «directa» por la «indirecta». Su famosa teoría del «caballo de Troya» produjo el Frente Popular y la posterior transformación de los marxistas en «demócratas» acérrimos. Los últimos deudores de esta táctica han sido los «eurocomunistas» Carrillo, Marchais y Berlinguer. En ellos alcanza su máxima expresión una característica, de raíz leninista, fundamental en un revolucionario moderno: el disimulo; llevando así la contraria a los viejos revolucionarios que expresaban a voz en grito sus más íntimos deseos. Esta nueva compostura forma parte esencial de la técnica científica revolucionaria. 

 

El PCE entró en la vida española de los últimos años como Partido «demócrata» convirtiéndose en uno de los partidos mayoritarios y de repente cae en 1982 en una profunda «crisis». ¿En crisis? En absoluto. Quien haya perseguido de cerca la modulación de la técnica revolucionaria advierte al punto qué significa la publicidad de una crisis dentro de un Partido marxista. Por increíble que pueda parecer, la «crisis» constituye un elemento más de la lucha revolucionaria…  

 

SI se observa el transcurrir de la vida de la sociedad española desde el término de la guerra civil puede apreciarse que las técnicas revolucionarias actuales permiten operar en cualquier circunstancia, ya que si no se dan las condiciones «objetivas» favorables, se crean. Como el esquema de sociedad analizado por Marx no coincide con el de las sociedades occidentales actuales ni por asomo, la cuestión estriba entonces no en cambiar el análisis ni la teoría, sino en transformar la sociedad hasta que ésta presente condiciones revolucionarias. Esta inversión en el modo de proceder se debe a Lenin.  

 

Hasta 1975 -aledaños de la transición democrática- en España se había producido, bajo el mandato de Franco, un fuerte crecimiento de las capas medias con un desconocimiento casi total de filosofía política que no fuera el cúmulo de ideas del Movimiento Nacional, que tampoco ilusionaban en modo alguno a las mayorías y que casi nadie entendía. La Iglesia se hallaba a sus anchas, pues contaba con influencia y poder, especialmente en la educación de los jóvenes, y un grupo de tecnócratas iba afianzándose en la vida española sin otra vocación política, en su mayoría, que la marcada por la dirección del dinero. Los marxistas actuaban en la clandestinidad, en la Universidad y en las fábricas, y no se le daba a su actividad otro calificativo que el de «desórdenes», sin concederles mayor importancia. Se puede decir, sin temor a equivocarse, que desde el punto de vista político los vencedores de la guerra civil no habían sacado enseñanza alguna de la magistral lección que dio el marxismo en el 36 en cuanto a técnica revolucionaria se refiere. Tendrían que pasar cerca de 40 años para que el marxismo diera nuevamente muestras de su entrenamiento y de lo sofisticado de sus nuevas fórmulas. El marxismo sí había aprendido. 

 

Con la legalización de los partidos políticos pronto emergieron los partidos marxistas con su estructura revolucionaria a punto. La labor de estos partidos ya venía tejiéndose clandestinamente desde antes de la transición democrática, pero empezaron a operar a gran escala con la complacencia del Gobierno Suárez, que permitió la gestación de las premisas revolucionarias que hoy ya se hallan perfectamente asentadas en España. Lo primero fue la desarticulación del Estado caminando hacia el federalismo. No olvidemos que la República federal es, según Marx, la fórmula idónea para la transformación de la «sociedad burguesa» en la «sociedad socialista». Esta labor fue llevada a cabo en Rusia por Lenin y Stalin, para acabar recomponiendo sus pedazos en lo que es hoy la Unión Soviética; acción que está siendo realizada paralelamente en España de modo puntual a partir de 1978, a través del artículo 2° de la Constitución, en el que se da vía libre -solapadamente- a la creación del Estado federal concretizado en el «Estado de las Autonomías»

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SENTADA esta premisa se han ido poniendo otras. No puede haber revolución, decía Bakunin, sin una bancarrota económica general de la Nación; también Lenin sostenía la idea de que la miseria era una condición «sine qua non» para la consecución de la Revolución. Pero la España de 1975 no estaba precisamente en bancarrota, había, pues, que ponerla. El método para ello consiste en originar un proceso de proletarización de la sociedad haciendo desaparecer a las clases medias, las cuales, como señalaba el Manifiesto Comunista: «…se vuelven revolucionarias cuando tienen ante sí la perspectiva de su tránsito inminente al proletariado». Y hacia esta meta se encaminaron dos sectores durante la transición democrática: uno, la presión fiscal debida a Fernández Ordóñez; otro, los sindicatos. Conseguido el control de los sindicatos más importantes, pronto comenzaron las huelgas en la España democrática; en un principio, «económicas», es decir, huelgas en las que los sindicatos marxistas pedían aumentos salariales para los trabajadores. Pero, poco a poco, los sindicatos fueron abandonando esta fase de la lucha revolucionaria que Lenin denominaba «economismo» para transformar las huelgas «económicas» en huelgas «políticas», haciéndolas sistemáticas y obligatorias -mediante la actuación de los «piquetes»– convirtiendo así a los trabajadores en un mero instrumento al servicio de la Revolución y preparando el camino a la definitiva y aún no alcanzada etapa: la huelga general. Como resultado de varios años de huelgas «políticas», de los altísimos intereses impuestos a las empresas por los créditos bancarios concedidos y la política económica de los sucesivos Gobiernos de UCD, miles de empresas han quebrado en España arrojando casi dos millones de parados. Este paro, «fabricado» desde diversos lados y por diferentes métodos crea una situación social propicia al tránsito revolucionario. 

 

Otra premisa necesaria para la Revolución en España es la educación de la juventud. Con la Constitución se desplaza a la Iglesia de esta prebenda gozada durante el régimen de Franco, aunque durante el mismo, el marxismo ya había adelantado posiciones con la infiltración en el profesorado de EGB y BUP y el profesorado universitario, no obstante, el marxismo necesita además acabar totalmente con la enseñanza privada, pues la enseñanza a cargo del Estado constituye un elemento capital para el adoctrinamiento de las masas. Con este mismo motivo hay que lograr el control de los medios de comunicación. El control de la información tiene dos cometidos desde el punto de vista revolucionario: dar una interpretación materialista del mundo y «neutralizar» las conciencias. En vez de contar con un periódico propio, cual era la idea de Lenin, se ha mostrado con el tiempo más efectivo en la práctica infiltrarse en la Prensa liberal y democrática, copando puestos clave de sus estructuras, cual era la idea de Gramsci. En España se ha producido, además, un trasvase de poder de la UCD al marxismo con la cesión de aquella al PSOE y al PCE del control de la Televisión. 

 

EL desmoronamiento del Estado no se ha logrado sólo desde el Parlamento. El terrorismo ha constituido en todo momento un elemento de afianzamiento de las tesis independentistas atacando lo que Marx, Engels y Lenin consideraban los pilares del Estado: la Policía, el Ejército y la Administración. Los dos primeros son golpeados violentamente, con el tercero se opera más bien desde dentro, desde la legalidad. La participación legal en la vida pública es una máxima de Lenin: «La táctica correcta es la participación de los comunistas en las elecciones a los parlamentos burgueses y en los propios parlamentos»; actuación que va encaminada a favorecer las leyes y disposiciones que faciliten la creación de las condiciones revolucionarias adecuadas. Nuevamente Lenin sale al paso: «Mientras no podamos disolver el Parlamento burgués, debemos actuar contra él desde fuera y desde dentro». ¿Y qué han hecho el PCE y el PSOE en el Parlamento desde los inicios de la democracia en España hasta hoy? Pues poner los cimientos precisos para la transformación gradual de la sociedad burguesa en la sociedad socialista, desde el entorpecimiento a la salida de leyes antiterroristas y el apoyo a las leyes que disuelven la familia y el Estado hasta el seguimiento de una política internacional prosoviética más o menos camuflada. ¿Y todo eso cómo se ha conseguido? Mediante la política de «consenso», a través de pactos. En otras palabras, la revolución marxista en España se está consiguiendo en gran medida pactando. Mientras por una parte presionaba el marxismo a la sociedad y al Gobierno español con medidas violentas -terrorismo y huelgas políticas-, por otro lado pactaba otra faceta suya en el Parlamento y de espaldas a éste la transformación revolucionaria de España con la UCD. 

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Las bases del PCE no han entendido a Carrillo, a quien han acusado en multitud de ocasiones de «pactar con la derecha». Pero, ¿qué se han creído algunos señores que es una Revolución y cómo se lleva a cabo? ¿Cómo se hubiera podido desmoronar un Ejército, derruir un Estado, conquistar el aparato informativo, controlar el ritmo y dirección de la economía y desplazar a la Iglesia española en el control de la educación con simples algaradas callejeras, fraseología revolucionaria, violencia sin control y actitud románticas? Carrillo ha seguido fielmente a Lenin y Gramsci, y fue Lenin quien dijo que había que pactar para hacer la Revolución. Así, pues, los pactos, lejos de constituir una renuncia a los objetivos revolucionarios los aproxima, si se saben acordar. Esto no hace sino reflejar la lógica que subyace en la concepción revolucionaria moderna: para llegar a la meta más de prisa hay que saber «retroceder» cuando conviene (consecuencias de la marcha dialéctica de Lenin), lo que explica la actuación del PCE y del PSOE desde los pactos de la Moncloa hasta el apoyo a las tesis independentistas camufladas de simple autonomía -en última instancia contrarias a la idea marxista de una República soviética para la Península Ibérica, pero que le sirven de guía-, el apoyo verbal a la monarquía y la moderación que manifiesta Felipe González en lo tocante a las «nacionalizaciones» en la economía recuerda cuando Lenin explicaba a sus atónitos camaradas que si habían triunfado en Rusia era porque habían renunciado momentáneamente a su programa y habían puesto en práctica el de los eseristas. 

 

YA en pleno 1982 el marxismo tiene el tránsito al poder con un control casi absoluto de las riendas sociales y es, en este momento, cuando el PCE entra en crisis tras el «fracaso» de Andalucía. ¿Qué fracaso? Ninguno. No ha fracasado el PCE; ha triunfado el marxismo. Porque este movimiento forma una unidad sin fisuras que aparece en la vida pública fragmentado como técnica de combate. Gracias a dicha «fragmentación» puede golpear con violencia -terrorismo-; presentar una cara moderada -PSOE- y otra línea más dura -PCE- sin que ninguna de estas facetas tengan aparentemente nada que ver entre sí. Las diferencias entre el PCE y el PSOE sirven para marcar distancia entre el comunismo y el socialismo y ahora más por cuanto parece que el «marxismo oficial» representado por el PCE se halla en crisis, con lo que se da la sensación de que el marxismo se aleja de las urnas precisamente cuando se halla más cerca de un triunfo electoral que nunca. La «crisis» del PCE hace creer al electorado ingenuo que el comunismo en España no tiene nada que hacer. Este electorado desconoce que el socialismo marxista del PSOE es una fase de transición hacia la sociedad comunista, aún no implantada en el mundo. El marxismo avanza así un ala -PSOE- mientras hace «retroceder» a la otra -PCE­ y no da la imagen de constituir un único movimiento y aleja el fantasma de un Frente Popular. El triunfo del PSOE en Andalucía y la «crisis» del PCE producen este efecto disgregador de cara al electorado. 

 

He aquí, pues, el panorama. España se halla en plena efervescencia revolucionaria planeada de una manera científica y puesta en práctica con inusitada perfección, no con la movilización de grandes masas ni con el apoyo de multitud de afiliados y simpatizantes, sino merced al enclave y actuación perfectas de un minúsculo grupo de profesionales especializados. Todavía resuenan las palabras de Lenin: «La táctica es una ciencia que ha de ser estudiada», sin embargo, en España no lo hemos tenido en cuenta…, ¡y así nos va! 

 

Por la transcripción Julio MERINO

Heraldo Español nº 100, 14 al 20 de julio de 1982 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.