16/05/2024 12:31
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Como no podía ser menos, también la sanidad ha sufrido un deterioro terrible en las últimas décadas. Bajo la bota del socialismo y de sus cómplices todo es corrupción y miseria, y donde ella pisa la tierra queda devastada. Muertes y más muertes, con contribuyentes desatendidos sanitariamente, porque los frentepopulistas sólo protegen a la inmigración ilegal y salvaje, y a los delincuentes y pervertidos, abandonando al ciudadano común, que es español de raigambre, además de devoto e incauto tributario.

Sí, muertes y violaciones son el pago con que los dirigentes retribuyen a los que llevan sosteniendo la nación con su esfuerzo durante generaciones; y, por el contrario, subsidios y palaciegas atenciones a los vagos, okupas y maleantes, todos ellos advenedizos, bien por arribismo o por intrusión. Porque bajo la sectaria bota socialcomunista sólo encontramos vicio, desolación, traición y muerte.

Como si viviéramos en el medievo, los españoles mueren hoy del mal de ijada y las pestes misteriosas despueblan campos y ciudades. Historias de niños, con apendicitis o peritonitis en este caso, desatendidos en las urgencias médicas de la región valenciana que acaban en luctuoso desenlace, sin que se oigan allí las protestas del gremio, tal vez porque los gobernantes son socialistas, o porque el sindicato está entretenido en manifestarse en Madrid, el último bastión que les queda para hacerse absolutamente omnipotentes.

Sí, innumerables muertes, ejecutadas por negligencias, por injusticias o por ley. Abortos, eutanasias, viriasis diabólicas… Y suicidios. Sí, suicidios, la tercera causa de mortalidad infantil, la segunda para los jóvenes y la última consecuencia -para todos: niños, jóvenes, adultos o ancianos- de convivir en una sociedad crispada, irritable y crónicamente desorientada y abatida. La muerte, así, como bandera del implacable veneno capitalsocialista y, entre sus variedades, el suicidio como colofón.

Porque, al parecer, cada día se suicidan en España once personas. Porque, al parecer, cuando uno acude a las urgencias hospitalarias aquejado de profunda depresión y con tendencias suicidas, se le suministra una pastilla y se le manda a casa. Porque, al parecer, España está en la cola de Europa respecto al cuidado de la salud mental de sus ciudadanos, pese a padecer la catástrofe de cuatro mil suicidios anuales. Porque, al parecer, por cada cien mil habitantes sólo hay seis psicólogos.

¿Por qué el suicidio, más allá de interesar a la sociología, nos conmueve tanto a nivel individual? Sin duda, porque nunca o casi nunca es un acto solipsista. Cualquiera que sea su desencadenante inmediato estará relacionado con la sociedad en la que el protagonista se integra, es decir, con las personas, costumbres, tendencias, normas e instituciones que rigen su vida o que la condicionan. De ahí que, ante el aumento de suicidios, estemos obligados a preguntarnos por la salud o enfermedad de nuestra sociedad. Y lo mismo podríamos interpelarnos sobre el aborto, esa muerte producida por asesinato legal.

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El suicidio es, pues, en la mayoría de los casos, la expresión de una incompatibilidad personal con la realidad circundante. Cuando la vida se vuelve insoportable, cuando no se logra reunir el valor necesario para afrontarla -por orgullo, por vergüenza, por hastío, por impotencia, por todo a la vez-, la muerte se convierte en alternativa. El suicida puede suscitar lástima; también respeto. Pero el hecho de suicidarse puede o no puede resultar dignificante para el protagonista y, de su mano, para la sociedad que contempla la omnipresencia de la muerte con apatía, con resignación.

Una sociedad insolidaria y desorientada, formada por seres desvinculados de su propia individualidad; tal vez porque en los malos tiempos de angustia y confusión resulta más fácil abrazarse al alcohol o a la droga o desatender las relaciones y responsabilidades morales y familiares, pues el verdadero compromiso es un duro ejercicio, un pacto constante con el mundo real que nos permite vivir con decoro, sin renunciar a los deberes ni a los sueños. Una sociedad acostumbrada a guardar las formas exteriores sin preocuparnos por educar los valores y las convicciones internas.

Ante un ser humano que se da muerte con desesperada firmeza, la mayoría no experimenta jamás otros sentimientos que la sorpresa y el respeto. Saber si el suicidio es un acto de valentía y de abnegación o no, es algo que sólo se les plantea a los que no se matan. Bienaventurada la muerte deseada que llega a los afligidos, podríamos decir en ciertos casos, pero ello no resuelve la pregunta esencial: ¿Por qué aumentan los suicidios y por qué se dan cada vez con más frecuencia entre los más jóvenes? ¿Qué parte de culpa corresponde a los que no supimos evitar dichas autoinmolaciones? Porque no debemos olvidar que un suicidio es siempre el resultado de un fracaso, personal y, o, colectivo.

Tanta fuerza tiene el dato de estas muertes que cualquier valoración se queda raquítica; pero es una imagen amarga y cruel de la sociedad capitalsocialista en la que nos vemos atrapados y que, con más o menos connivencia, por acción u omisión, estamos manteniendo y soportando. Si dejamos aparte las patologías de la mente, que siempre existieron, esos suicidios -como esos abortos- hunden sus raíces en algo morboso que los alimenta, y que, en gran parte y resumiendo, se debe al abandono del espíritu y de los valores tradicionales.

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Por eso, ante los efectos de esta pérdida vertiginosa de religiosidad y de principios, la conclusión es que hay que cambiar este modelo de vida adormilada y fácil que tanto parece entusiasmar y que en realidad no funciona. Nuestros días y nuestras noches transcurren en medio de un mundo ciego, en el que el engaño y el vicio acumulan ante los hombres montañas de rencor y de incomprensión. Actualmente se trata de llegar a todo sin la más mínima reflexión, sin la menor contrariedad. Todo cómodo y ventajoso y a la mayor velocidad posible: quizás por eso en España la edad de los suicidas se va haciendo cada vez más precoz. Hay mucho de hastío prematuro.

En estos momentos, mientras asistimos al cenit de la agenda globalista, es decir, de la desnaturalización, del activismo, de la propaganda, de la promiscuidad y de lo efímero, también redescubrimos la importancia de las fronteras morales y políticas, de los muros domésticos o familiares y de la privacidad personal. Incluso es posible que redescubramos la importancia de la individualidad, de la belleza, del silencio y de la reflexión. Y la necesidad de un pueblo y una patria unidos, con un objetivo común y ennoblecedor.

Exigir la regeneración de la vida pública es un deber cívico. Por desgracia, si antes se hacían las revoluciones contra las tiranías, ahora tenemos que hacerlas contra las democracias. Contra las democracias de ellos, su democracia, la falsa democracia, la democracia liberal, burguesa-electoral o capitalsocialista del nuevo orden.

Porque, mientras nos hacen pasar tragos de tormento, están logrando que la nuestra sea la primera civilización consciente de ignorar el significado del hombre. Un disparate inaceptable. Y, como vemos, suicida.

 

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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