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En más de una ocasión, me he preguntado si la historia, en su vertiente académica, sirve para algo a nivel de debate político en la esfera pública. En España, parece que no; entre otras cosas, porque, a diferencia de otros países europeos, como Italia, Alemania o Francia, no existe debate en el campo historiográfico. Los historiadores españoles ejercen, por lo general, de intelectuales orgánicos de los partidos de izquierda y de izquierda radical, como es el caso de la mafia organizada en torno a Paul Preston, Ángel Viñas and Cia: o, simplemente, callan. La mayoría, sobre todo los de izquierdas, sueñan con ser historiadores de corte. Como en la Francia de Luis XIV, ejercer el cargo de Historiógrafo, para mayor gloria de los gobernantes. En otros sectores historiográficos, algunas almas bellas hacen referencia a una tercera, cuarta e incluso quinta España, en la que cómodamente pretenden estar insertos, sin darse cuenta de que igualmente, cuando se aprueben ciertas leyes, ellos serán amordazados por los representantes de la España autodenominada “progresista”. El silencio puede ser producto del miedo, de la indiferencia o de la ignorancia. Sin embargo, que los gobiernos y los Estados pretendan legislar sobre una pretendida “verdad” histórica, no debería dejar indiferente a nadie, porque su objetivo es imponer una especie de despotismo con muy poca ilustración. Es el caso de doña Carmen Calvo Poyato, inefable vicepresidenta del gobierno, quien nos amenaza con una nueva Ley de Memoria Histórica, o, como ahora dicen, “Democrática”. Sus declaraciones a El País, no tienen, en ese sentido, desperdicio; y son el reflejo de toda una mentalidad. Esta nueva Ley, afirma la cateta egabrense, “va a prohibir todos los espacios donde se produce enaltecimiento de las dictaduras”. “No vamos a permitir que haya fundaciones públicas que enaltezcan regímenes totalitarios o figuras dictatoriales. Vamos a tomar muchas medidas. La sociedad española ya Está madura para mirarse a sí misma teniendo ordenado (¡) con dignidad y justicia el pasado”.

  Con estas y otras declaraciones, la señora Calvo Poyato se muestra como una clara representante de lo que el célebre teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer denominaba, en sus reflexiones sobre Resistencia y sumisión, la “necedad”. Según él, el necio es aquel que se caracteriza por negar los hechos que contradicen sus prejuicios. “Así, a diferencia del hombre malo, el necio se siente satisfecho de sí mismo, e incluso peligroso cuando, levemente irritado, pasa al ataque. Por ello, es necesaria mayor precaución frente al necio que frente al malo. No intentaremos jamás convencer al necio mediante razonamientos, tal procedimiento es absurdo y peligroso”. Efectivamente, resulta inútil intentar razonar no ya con Calvo Poyato, mera sirvienta de las directrices de la cúpula de su partido, sino con Pedro Sánchez o Pablo Iglesias Turrión. Ellos ya han decidido y obran en consecuencia, inmunes al debate y a la persuasión. Uno de los objetivos de la nueva Ley, muy celebrado en ciertos ámbitos políticos y mediáticos, es la declarar fuera de le legalidad a la Fundación Francisco Franco. Y, con ello, acabar con todos aquellos que defienden el legado del régimen nacido de la guerra civil, alegando su carácter dictatorial. Mientras tanto, los herederos del socialismo revolucionario, del comunismo, del republicanismo jacobino, del separatismo o de la ETA ocupan espacios políticos, sociales y de legitimidad cada vez más amplios. Y lo malo es que sus víctimas parecen haber asumido e interiorizado la culpa que se les atribuye. El caso de Rodolfo Martín Villa es, en ese sentido, digno de estudio.

  Sin embargo, estas medidas legislativas, lejos de reflejar la madurez política y social que Calvo Poyato les atribuyen, representan claramente todo lo contrario, es decir, no sólo un profundo maniqueísmo político, sino un grotesco infantilismo mental, moral e intelectual, amén de una profunda ignorancia histórica, alimentada por un inoperante campo historiográfico, incapaz de plantear auténticos debates sobre nuestro más reciente pasado. Y es que, al menos en nuestra opinión, una nación y una sociedad maduras han de mirarse en el espejo de la historia sin apriorismos fáciles y acríticos, sino mediante un serio y reglado debate político, intelectual y moral en la esfera pública. Y no a través de leyes sectarias y coercitivas, que, en el fondo, ahondan los problemas, no los resuelven. Como dice uno de mis maestros, el historiador italiano Renzo de Felice, en su libro Rojo y negro: “La democracia no es una varita mágica y mucho menos un comodín para la justicia. Es un método imperfecto, pero también el único perfectible. Al contrario que el totalitarismo, que no tolera antitotalitarios, la democracia debe tolerar antidemocráticos. También debe garantizar la libertad de pensamiento a sus enemigos y medirse con ellos en el terreno de lo racional”. Claro que lo malo es que en España hoy gobiernan los necios y los totalitarios, o, si se quiere, los necios totalitarios. Todavía no han llevado a la práctica todos sus proyectos, pero en ello están.

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  No es preciso negar las veleidades dictatoriales de las derechas, pero es preciso contextualizarlas en el tiempo histórico; y lo mismo hay que hacer con las izquierdas. Y es que si algo caracteriza a nuestra historia contemporánea es el déficit de legitimidad del sistema liberal, primero, y del demoliberal después. Todo lo que no sea debatir sobre este problema histórico, que no es privativo de España, sino de toda Europa, si excluimos a Gran Bretaña, resulta políticamente perturbador e intelectualmente indigente. La historia no es una perpetua lucha entre el bien y el mal; es un proceso a menudo trágico, al que el sufrimiento resulta inherente.

En el siglo XIX, frente a Narváez estuvo Espartero; y luego Prim, O´Donnell, Serrano o Blas Pierrand. Sin el apoyo militar, a veces autoritario y dictatorial, el régimen liberal no se consolidaba, fruto todo ello del subdesarrollo económico, la debilidad o ausencia del Estado, la incultura, etc, etc. Si el siglo XIX fue parvo en realizaciones, el trágico y largo siglo XX fue un nido de proyectos dictatoriales por parte de la izquierda. Y no nos referimos sólo al “cirujano de hierro” de Joaquín Costa, a la “dictadura tutelar” de Rafael Altamira, al “hombre histórico” de Macías Picavea o Lucas Mallada, todos ellos republicanos o miembros de la Libre de Enseñanza. Fueron igualmente los planteamientos del republicano y notorio anticlerical José Nakens, quien, a la altura de 1905, propugnaba en su folleto La dictadura republicana, que el estado de excepción permanente era “la única idea viable para traer y consolidar la república”. Se trataba de una dictadura “nacida de la conjunción del pueblo y del Ejército, a cuyo frente se pusiera un militar para garantizar la eficacia de la acción”. En el mismo sentido solía expresarse Alejandro Lerroux, según afirma José Álvarez Junco, llamando a los militares para que instaurasen la dictadura que diese paso a la república, frente a una decadente Monarquía.

A ello hay que añadir la presencia, persistencia y arraigo, en el mundo proletario, de un fenómeno como el anarquismo, que no propugnaba, desde luego, una dictadura, sino algo mucho peor, una utopía irrealizable, que rechazaba cualquier forma de Estado y de régimen político, ya fuese liberal, democrático, socialista o autoritario. Con semejante caterva era imposible el diálogo o el pacto político. Una fuerza social que resultaría decisiva, con la CNT y luego la FAI, en la crisis de la Restauración, la II República y la guerra civil. Un reflejo del profundo atraso social y político no sólo de la sociedad española, sino de nuestro movimiento obrero.

  El triunfo de la revolución bolchevique en Rusia dio nuevos alicientes dictatoriales a la izquierda obrera. Así, el PSOE, que nunca fue muy liberal ni partidario del sistema parlamentario, en su V Congreso, de diciembre de 1919, manifestó su entusiasmo por la revolución bolchevique, presentando a la dictadura del proletariado como “condición indispensable para el triunfo del socialismo”. Finalmente, no fue la tendencia dominante, pero sí todo un síntoma histórico.  El comunismo español nació de una escisión del PSOE. Por cierto, los socialistas no hicieron ascos a la colaboración con la Dictadura de Primo de Rivera, en particular Francisco Largo Caballero. En 1930, Andrés Nin publicaba Las dictaduras de nuestro tiempo, donde presentaba la dictadura del proletariado instaurada por los bolcheviques en Rusia como “el poder de la clase obrera” y “la destrucción del sistema capitalista y la edificación de una sociedad sin clases”. Como era su costumbre, durante la II República, el PSOE tuvo una visión absolutamente instrumental del régimen político. Cuando vio en peligro su poder, Largo Caballero –y basta con leer el contenido de sus Discursos a los trabajadores (1934)- abogó públicamente por la revolución y la dictadura del proletariado, que era “la expresión de la masa obrera, que quiere tener en sus manos los resortes del Estado”.  En la revista Leviatán, su intelectual orgánico Luis Araquistain interpretó el símbolo hobbesiano como un Estado totalitario socialista, garante de la “cesión a él por parte de los individuos de todos los derechos materiales”. En su opinión, no había otro socialismo “puro” que el de la URSS. La insurrección socialista de octubre de 1934 no se hizo en defensa de las instituciones republicanas, sino que resultó ser, como señaló el historiador marxista Tuñón de Lara, la primera revolución socialista de la historia de España. Algo que hoy se intenta ocultar por parte de algunos pseudohistoriadores como Ángel Viñas.

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Durante la guerra civil, los comunistas abogaron por la creación del Partido Único del Proletariado: comunistas y socialistas deberían unirse en un solo partido, del que, por supuesto, se excluía a los miembros del POUM, a los republicanos de izquierda y a los anarquistas. Como jefe de gobierno, Juan Negrín López era partidario del partido único, pero, a diferencia de Franco, fue incapaz de articularlo, por las contradicciones entre comunistas, socialistas y anarquistas. En el exilio, Santiago Carrillo, todavía a la altura de 1970, seguía propugnando la dictadura del proletariado, identificada con “la victoria del socialismo”. Más tarde, con su habitual oportunismo, por motivos tácticos, Carrillo se adhirió a la corriente eurocomunista, junto al PCI y el PCF, lo que, al menos en teoría, suponía el abandono de la dictadura del proletariado. Lo cual supuso una dura respuesta del joven filósofo Gabriel Albiac –entonces discípulo del ortodoxo Louis Althusser-, en un panfleto colectivo titulado El debate sobre la dictadura del proletariado en el PCF, en el que acusaba a Carrillo de abandonar el marxismo. En sus páginas daban igualmente su opinión los representantes del PCOE, PCE, LCR, PSOE, PCE (r.), ORT, etc. El PCE prefería hablar de “democracia antimonopolista y antilatifundista”. El PSOE abogaba por la “democracia socialista”. La LCR consideraba inherente al socialismo la “dictadura del proletariado”; y lo mismo afirmaban PCOE, ORT y PCE (r.).

  El último líder izquierdista que ha hecho referencia a la “dictadura del proletariado” ha sido Pablo Iglesias Turrión, en sus conversaciones con un cantante del grupo musical Los chicos del maíz. La dictadura del proletariado era “la máxima expresión de la democracia para los más, para destruir los privilegios por los menos”. “Pero funciona muy mal –concluía- porque la palabra dictadura es infame”. No olvidemos que este señor está hoy en el gobierno.

  Francisco Franco fue hijo de su tiempo. No estuvo al margen del espacio y la circunstancia que le tocó vivir. Su trayectoria vital resulta inevitable en ese contexto, que hoy se intenta tergiversar. Tuvo que decidir frente a las decisiones de otros, que ponían en cuestión los valores, las creencias y la misma existencia de extensos sectores de la sociedad española. Hay que comprender y contextualizar, no condenar, especialmente si los fiscales son, como es el caso, juez y parte. No olvidemos que esta Ley, si al final se aprueba, contará con el apoyo no sólo de los socialistas, sino de los comunistas, los separatistas y los herederos de ETA, es decir, a lo que se ve, genuinos representantes de la tradición liberal y democrática. El sólo planteamiento de ilegalizar la Fundación Francisco Franco es una aberración política, moral y jurídica. La libertad es indivisible. Y, no lo olvidemos, a esa ilegalización seguirán otras. Porque esto no acaba aquí; es un proceso. Espero que los genuinos liberales obren en consecuencia. Nos jugamos nuestra libertad política e intelectual.           

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REDACCIÓN