21/11/2024 10:07

A poca distancia de Arenas de San Pedro, al pie mismo de la colosal mole de Gredos, existe un monasterio. Un monasterio que hace más de cuatro siglos fundara san Pedro de Alcántara. Un monasterio de grises granitos que dan soporte a envejecidos ladrillos. Dos siglos después de su fundación, Carlos III lo reformó mandando a su arquitecto Ventura Rodríguez diseñar una capilla, de ricos mármoles neoclásicos en el interior de tan austero lugar.

Allí llegó, casi hace quinientos años, un fraile llamado Pedro y que después habría de ser santo. San Pedro de Alcántara que venido de la próxima Extremadura albergaba en su alma el deseo de la reforma de la Orden Franciscana a la cual pertenecía.

Dícese de aquel fraile que fue el mayor penitente que la humanidad ha sido capaz de engendrar. Ningún suplicio fue desconocido para sus carnes. Ningún tormento amedrentaba el espíritu de este fraile, cuando la meta estaba en domeñar las pasiones que el intuía hacían peligrar la santidad a la que aspiraba.

De entre todas las mortificaciones a las que se sometía, quizás la más frecuente, quizás la más doliente, consistía en ofrecer sus miembros desprotegidos al contacto aplomado de las agudas espinas que un zarzal cercano producía. Las penitencias eran tan seguidas, la santidad era tan grande, que el mismo Todopoderoso se compadeció.

Cuentan que una noche cuando en los horizontes la mañana pugnaba por nacer, el buen Pedro se dirigió a la zarza. Solo la fe del frailecillo palpitaba en el ambiente; el resto era silencio, soledad y frío. Únicamente los hundidos ojos del penitente, en contacto con la noche, daban a esta un suspiro de esperanza.

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Las escasas carnes rasgadas comenzaron a teñir de opacos granates, las hojas, las ramas y las espinas de aquél inerte zarzal.

En un punto todo cambió. El frío mudó en cálidas resonancias. El silencio en dulcísimas melodías por ningún instrumento entonadas. El zarzal milagrosamente desespinado en ramo de angélicos consuelos.

El tiempo, por boca de las gentes, dice que para perpetuar aquel instante, para que aquel momento no pasara inadvertido para los hombres en el futuro, allí quedó la zarza. La zarza desespinada. El zarzal desdentado.

Yo lo he visto.

Cuando salí del monasterio de San Pedro de Alcántara, me di de bruces con el bosque de centenarios árboles que lo rodea. Todo quedaba inmerso en una estruendosa sinfonía de trinos con la que los pajarillos, parecía, querían volverme a la realidad. Gredos, al fondo, con las mudas y silenciosas voces de sus gigantescos riscos, proclamaba la existencia del Creador.

Yo no sé por qué extraña circunstancia, cuando concluí mi visita al Monasterio de Alcántara, sentí que muy dentro de mí estaba Dios.

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Juan José García Jiménez
Juan José García Jiménez
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