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Desde el pasado día de Reyes en las carteleras españolas. Una sobresaltada, sensible, divertidísima, tierna e insinuante mezcolanza de vigorosos referentes – desde las entrañables películas draculeras de la Hammer o el Nosferatu de Murnau, La familia Addams o Roger Corman – , dejemos la palabra al gran Joann Sfar quien adapta al cine – junto con Sandrina Jardel – las vibrantes e hipnóticas aventuras y desventuras de Pequeño Vampir. «Mi universo visual se puede parecer a Fellini, Kurosawa o Buñuel, o más moderno, a Tim Burton o Guillermo del Toro».

La vida es riesgo y lucha

E innegables son todos esos guiños y homenajes y deferencias en este abracadabrante, seductor y, visualmente muy sólido film. Joann Sfar, tras Gainsbourg (Vida de un héroe), retorna, lozanas y rozagantes albricias, a colocarse tras la cámara para reavivar en la pantalla a un personaje que pergeñó hace cuatro lustros, y que él mismo considera su creación más personalísima: un aburridísimo crío que posee diez tacos desde hace tres siglos, que se le hacen eternos, y que, tras lograr huir del encantado castillo en el que (mal)vive enchironado, conocerá la amistad infantil pero, también, debiéndose enfrentar a espeluznante amenaza sobrenatural.

La historia atrapa desde el inicio. El tedio vence a nuestro prota. ¿Su deseado anhelo? Ir al cole para conocer a otros críos. Desgraciadamente, sus severos padres (esa colosal toxicidad de nombre híper-protección) no le dejan salir de la mansión, ya que para ellos, ¡el mundo exterior resulta extremadamente peligroso! Acompañado por su leal bulldog Fantomate, nuestro pequeño chupasangres se larga, sutilísimo ingenio mediante, en busca de nuevos colegas. La vida es, esencialmente, riesgo y lucha. Obvio. Pronto conocerá a un niño humano, Miguel. Rápidamente su amistad llamará la atención del inquietante y turbio Giboso, atávico archienemigo que ha estado hostigando a Pequeño Vampir y su familia durante siglos y más siglos.

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Friedrich Wilhelm Murnau, el más grande

Y siempre revoloteando la citada e imperecedera obra de Murnau (la de Herzog, Nosferatu fantasma de la noche, muy lejos, lejísimos). Recuerda nuestro director la clave de bóveda para comprender – y aprehender con precisión – su extraordinaria película. «Me fascina el Nosferatu de Murnau. Me gusta la idea de que los vampiros son una tragedia europea muy expresionista. En mi trabajo, sea cómic o cine, hay fusión entre el drama europeo y una divertida película americana. Los americanos no entienden nada de la dramaturgia europea, y eso es muy interesante porque nosotros hemos vivido desde hace más de 2.000 años, desde los griegos, con la idea de lo trágico. Es decir, que no podemos hacer nada, no podemos resolver cualquier cosa sin más. La idea dramática americana es al contrario: cada problema tiene su solución si tú encuentras al héroe. Es muy interesante jugar con estas dos concepciones de la narración. La historia, cuando viene de América, consiste en ayudar a resolver los problemas, mientras que en Europa nos gusta contemplar lo difícil que es vivir».

Perfectamente sintetizado por el director (por cierto, no olvidemos la sobresaliente adaptación cinematográfica de su celebérrima serie de cómics El gato del rabino). La tragedia -o tragicomedia o, nuestro hoy, tragipandemia – del propio existir. El pesado peso del destino. Y el inexcusable origen de cada uno de nosotros como inexorable fatum.

La vida, maravilloso y complejísimo laberinto

Poder o no poder salir de los dédalos vitales. Con voluntarismo  yanqui. O con fatalismo europeo. O machihembrando ambas y (aparentemente) disímiles antropologías. Y siempre con una sonrisa en la boca, con buen humor, porque vivir siempre merece la pena, a pesar de todo pesar. Asumiendo la «extrañeza» y fascinadoras alteridad y complejidad del mundo. O precisamente por eso. Transitando por el infierno de «glorias» ajenas. Buscando sin encontrarla, la alegría de vivir, con todas sus necesarias y  ubérrima fantasías, propias de príncipes. Y recordando la grandeza de la propia existencia, a pesar de su ínsita fragilidad.

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Y el genio de Ludwig Wittgeinstein, memento. Es dable rememorar que  antes de extraviar irreversiblemente la consciencia, el excelso filósofo judío vienés suplicó a la esposa del doctor Bevan reproducir sus últimas palabras. “Dígales a todos que he tenido una vida maravillosa«. A pesar de todos sus infiernos. Y tal (fingida) paradoja la capta con excelsa luminosidad la cinta recién comentada. En fin.                               

Autor

Luys Coleto
Luys Coleto
Nacido en Bilbao, vive en Madrid, tierra de todos los transterrados de España. Escaqueado de la existencia, el periodismo, amor de juventud, representa para él lo contrario a las hodiernas hordas de amanuenses poseídos por el miedo y la ideología. Amante, también, de disquisiciones teológicas y filosóficas diversas, pluma y la espada le sirven para mitigar, entre otros menesteres, dentro de lo que cabe, la gramsciana y apabullante hegemonía cultural de los socialismos liberticidas, de derechas y de izquierdas.