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Esta semana golpearon a España. La amenaza contra la Constitución española de Pedro Sánchez con sus negociaciones de amnistía para perpetuarse en el poder, ha movilizado a millares de españoles que defienden la unidad de la nación.
Muchos pensarán que estando al otro lado del océano, este tipo de situaciones no deberían importarme, habiendo tanto de qué ocuparnos en Hispanoamérica, pero sucede que nuestra mentalidad localista nos impide muchas veces detectar los patrones que se repiten en los gobiernos de toda la Hispanidad. Las amenazas flagrantes contra nuestras constituciones son una constante que bien merecen ser analizadas en profundidad.
Hablamos de Constituciones políticas, pero en estos tiempos de oscurantismo dialéctico, es necesario precisar que entendemos lo mismo sobre ciertos conceptos. Si no coincidimos en la definición y en el fin de una Constitución, difícilmente podremos coincidir en las razones para defenderla.
Se que esto puede resultar poco amigable, pero la comprensión de estos asuntos nos compete a todos, y muy especialmente a mis compatriotas que dentro de un par de meses deberán decidir si quieren o no una nueva constitución: Norberto Bobbio en su Teoría General de la Política señala sobre los asuntos constitucionales que “la máxima concentración del poder se produce cuando los que detentan el monopolio del poder coactivo, en que verdaderamente consiste el poder político, detentan también el monopolio del poder económico y del poder ideológico”.
También explica que: “el proceso que dio lugar al Estado liberal y democrático bien puede llamarse un proceso de ‘constitucionalización’ del derecho de resistencia y a la revolución. La constitucionalización de los remedios contra el abuso del poder se produjo a través de dos instituciones típicas: la separación de poderes y la subordinación de todos los poderes estatales al derecho”. Es decir, las constituciones surgen como mecanismo para limitar el poder y no para otra cosa.
Desde ahí vale preguntarse ¿por qué las izquierdas hispanas se han obsesionado con atentar contra aquello que pone límites al Estado, que constituye el poder humano más grande con capacidad de amenazar los derechos fundamentales de todos los individuos?
Si en la Hispanidad hoy en día la mayor parte de los gobiernos son de izquierdas, en tanto tienen el control del Estado, que es según Weber el que ostenta el monopolio de la fuerza legítima, ¿será que estamos frente a un nuevo despertar de las aspiraciones totalitarias de las izquierdas de Occidente, las mismas que grabaron a sangre y fuego la historia del siglo XX?
El cruce de visiones de distintos autores nos permite entender la realidad con recursos mayores. Así, sabemos que Hannah Arendt en “Los Orígenes del Totalitarismo” nos advirtió que las condiciones para que emerja dicho fenómeno se relacionan con la proliferación de personas nihilistas, dogmáticas y superficiales. Convengamos que si pusiésemos a Arendt a conversar hoy día con Byung-Chul Han, ambos estarían preparándose para la guerra. La sociedad actual ha sucumbido al vicio de la indiferencia, y ese es el denominador común entre nihilistas, dogmáticos y superficiales.
El asunto es hasta qué punto podemos culpar a los otros de escoger gobernantes con alto carisma, pero con perfil totalitario. Esa mezcla de apariencia agradable, pero de actuar inmoral como representantes, dice mucho de quienes los eligen. Sin embargo, en una sociedad post-atea, descristianizada progresivamente por los intelectuales y desde ahí por todo lo demás, la ausencia de una filosofía que oriente la acción humana hacia la trascendencia hace casi imposible esperar un resultado diferente.
Sin afán de caer en un buenismo ingenuo -y a pesar de ser profundamente defensora de la responsabilidad personal frente a las consecuencias de nuestros actos- a veces me pregunto qué tan responsables somos realmente ante este mal endémico, si los aspirantes a tiranos nos han robado desde la primera infancia la posibilidad de aprender de una Historia bien contada, de la buena literatura y de la filosofía, e incluso a muchos les han privado de la noción de reconocer su propia alma. Puede que el ejercicio de psicología clínica -que aún realizo esporádicamente- me haga mirar con otros ojos el que sigan llegando personas de buenas intenciones, pero profundamente infelices a terapia, porque han abrazado estas ideas, engañadas por su apariencia y blasfemias.
Hay una responsabilidad compartida al consentir que se anulen, bajo el pretexto del pragmatismo y la necesidad de una sociedad más abierta, los fundamentos del progreso de Occidente: la ética aristotélica y la cosmovisión cristiana, y gracias a eso, hoy vemos cómo nuestra civilización se apaga lentamente.
Pero las cosas no siempre fueron así, y aprender de historia nos permite mirar que hombres de otros tiempos padecieron nuestras mismas penurias, pero supieron dar una respuesta diferente a la desesperanza. En la Edad Media, por ejemplo, mentes más preclaras fueron capaces de plasmar en letras la respuesta a una firme decadencia moral que parecía teñirlo todo de miseria. Fue Ramón Llull, en su obra “El Libro de la Orden de Caballería” quien reflejó un sistema que logró instaurar un orden más virtuoso para la vida de los que hasta ese entonces ejercían el monopolio de la fuerza: la cristianización progresiva de la caballería.
Resulta interesante traer a Llull, ante la necesidad de trascender a nuestros liderazgos carentes de moral, sabiendo que en aquellos tiempos los desafíos eran los mismos. Cambiar la sociedad no puede hacerse pensando en cambiarlos a todos, sino simplemente cambiando a unos pocos. Esos pocos multiplicarán su virtud, y con el tiempo surgirá lo bueno.
Llull nos presenta un ideal al que aspirar -y que en un tiempo fue alcanzado- cuya vía es la consideración de que el honor del caballero está primero con su Señor, y luego con el dominio que defiende, incluidos los que en él habitan. Queda más que claro que el asunto del honor es algo que sólo puede surgir si sus fundamentos están fijados en Dios. Desde ahí, una sociedad post atea estará condenada a que las mayorías no sólo toleren, sino que escojan voluntariamente a representantes carentes de integridad, cuya ausencia de honor tarde o temprano les traicione a ellos, sus superficiales votantes.
La casi perdida concepción de “caballero”, refleja esos ideales que se han perdido y que el gran Llull tan poéticamente refleja en su obra: “Faltó en el mundo la caridad, la lealtad, la justicia y la verdad; comenzó la enemistad, la deslealtad, la injusticia y la falsedad, y por eso hubo error y turbación en el pueblo de Dios, que había sido creado para que Dios sea amado, conocido, honrado, servido y temido por el hombre”. Y aunque pareciera ser escrito para los hombres de estos tiempos, este libro data aproximadamente del año 1275.
Prosigue: “Cuando vino al mundo el menosprecio de la justicia por disminución de la caridad, fue necesario que la justicia recuperara su honra por el temor; y por eso se hicieron del pueblo grupos de mil, y de cada mil fue elegido y escogido un hombre más amable, más sabio, más leal y más fuerte, y con más noble espíritu, con más educación y mejores modales que todos los demás… y por eso fue conveniente que el caballero, por nobleza de espíritu y de buenas costumbres, y por el honor tan alto y tan grande que se le ha concedido por la elección, por el caballo y las armas, fuese amado y temido por las gentes, y por el amor volviera la caridad y el buen trato, y por el temor volviera la verdad y la justicia”.
Esa forma de seleccionar al caballero que relata Llull nos recuerda mucho a la democracia. Sin embargo, la diferencia trascendental es que en aquel tiempo el bien y el mal estaban plenamente diferenciados. Hoy, el relativismo moral hace imposible que como sociedad tengamos el criterio de seleccionar a los mejores.
Así, la virtud de los escogidos debía ser algo probado y sostenido, como una integración entre el discurso y la práctica que no tiene otro nombre sino que el de integridad. Las virtudes de fe, esperanza, caridad, justicia, prudencia, fortaleza y templanza marcaban la actitud del investido y la sociedad no esperaba algo menos que eso.
Nosotros, los insatisfechos con el resultado de los posmodernos, sabemos que en la medida en que no recobremos nuestros fundamentos morales, jamás podremos tener representantes políticos que sean diferentes. Deambularemos entre sátrapas, aspirantes a tiranos y otros tantos cobardes acomodaticios, sin siquiera pensar que esos son precisamente los líderes que no nos merecemos.
Autor
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Psicóloga-Gerente de Desarrollo de Personas en
Easy Coaching-Vicepresidenta y Coordinadora Nacional Ladies of Liberty Alliance-Profesor docente en varias universidades.
"En lo personal puedo decir que me he encontrado con varias verdades: como Psicóloga sé que nuestro desafío es que la razón prevalezca y cuando sea conveniente, domine a nuestras emociones; como Magister sé cuáles son las condiciones para que los seres humanos podamos tener una vida más significativa; como Dip. en Dirección y Gestión de Empresas sé que el emprendimiento juega un rol fundamental en el bienestar y que la iniciativa empresarial es irremplazable si queremos salir adelante como sociedad; como Master Coach sé que el liderazgo es la clave para influir en otros con las ideas correctas; como mujer sé que somos complementarias a los hombres y no necesitamos estar en guerra cuando necesitamos ser aliados; como madre sé que la familia es la célula principal de una sociedad; como católica sé que cuando Dios está en el centro de nuestra vida y dejamos “cautivarnos por Su alegría”, nuestra existencia se llena de color; como chilena hispanista sé que el legado de nuestra maravillosa cultura merece ser preservada y difundida, y que debemos sentirnos orgullosos por nuestra tradición que no parte en 1810 sino desde antes de la gran Cruzada del Océano".
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No hay democracias ni dictaduras. Todo ese lenguaje es propio de mentirosos o de personas que viven del engaño y la mentira por un plato de lentejas.
Ni gobierna «el pueblo» ahora ni en la antigua Grecia, ni en la URSS y satélites, ni en China, ni en Corea del Norte, ni en USA, ni en UK, ni en Alemania, etc., ni gobierna uno solo, ni siquiera una «élite», cosa totalmente imposible. Franco y Hitler contaron con un apoyo multitudinario, incluso de antiguos enemigos. Nunca ha habido democracias ni dictaduras tal como la gente cree en ningún lugar y tiempo desde que el hombre ha conocido la agricultura (desde hace 8000-10000 años) y surgieron los primeros asentamientos estables frente a la vida nómada de nuestros primeros antepasados en busca de caza, pesca y recolección.
La política no está, como por desgracia dicen muchos, por engaño, conveniencia, soberbia o ignorancia, para el «bien común» de la población. Qué gran engaño y mentira, eso del «bien común». ¿A que a ninguno de esos que hablan del «bien común» identifica tal con la fe en Cristo? ¡Claro que no! Dirán que el «bien común» es tal o cual opción política o no lo dirán, pero afirmarán que la política esta para ello. Salvo que por «bien común» se entienda que es el bien común de una serie de lobbies o grupos de presión, pero no de toda la población.
La política, siempre y en todo lugar, responde al logro del poder terrenal y a su mantenimiento en el tiempo. Esto es esencial. Tratar de afirmar otra cosa es engañar, servir al padre de la mentira, el demonio, aunque no se quiera hacerlo.
Y no manda ni uno, ni una élite, ni siquiera no pocas veces la mayoría (ha habido minorías muy fuertes. Richelieu lo sabía muy bien, por eso arrancó Francia de su primitiva condición de católica para arrastrarla a la ilustración y al galicanismo).
Manda, con el imprescindible consentimiento de Dios Todopoderoso, como el dado a Pilato, quien logra un equilibrio transitoriamente favorable a sus intereses y de los suyos entre dos brazos: la fuerza para imponerse (ejército, policía y armas), y el engaño, mentira, manipulación e hipocresía. Así pues, los fundamentos del poder terrenal son fuerza y mentira. Siempre y en todo lugar. Acaso por eso Dios mismo, dando ejemplo divino, nos exige que entre nosotros, el que quiera ser primero, ha de ser nuestro esclavo. Y, a diferencia de todos los embusteros y hechiceros de otras sectas y cultos (incluso los escindidos de la Iglesia del Señor, la Católica Apostólica, en innumerables cismas desde el siglo I, todos por intereses mundanos y de poder), que lo que pretenden es servirse de sus engañados seguidores, Jesucristo Nuestro Señor, cabeza de la Santa Iglesia Católica Apostólica (algo que por interés mundano, incluso muchos bautizados prefieren olvidar), Verbo encarnado, pobre y célibe, ni impuso sus doce legiones de ángeles que hubiesen arrasado toda la tierra, ni tuvo nada, absolutamente nada que ver con la mentira, de la que no paró ni para hoy mismo de advertirnos, pues Él y solo Él es Testimonio de la Verdad, su Palabra está junto a Dios y es Dios mismo. Jesucristo, Verbo encarnado e Hijo de Dios, vino al mundo como iniciativa del amor piadoso del Padre por todas sus criaturas heridas mortalmente por el pecado, y por amor al Padre le obedeció su Santísimo Hijo hasta la muerte incruenta de Cruz con aquel culminante ofrecimiento sudando sangre en medio de una inimaginable tribulación por nosotros, por toda la humanidad en el huerto de los olivos, «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (y, desde luego, la lucha más tenaz que libra todo hombre y mujer de todo tiempo y lugar a lo largo de toda su vida es la de negarse a sí mismo y anteponer a Dios sobre nuestra propia voluntad, incluso la natural voluntad de vivir. No hay otro camino al Cielo. O se sigue a Cristo con humildad y negación de nosotros mismos, incluso a la Cruz, o se sigue al demonio, el pecado, el mundo y la muerte con soberbia contumaz).
Desde su santísima encarnación el glorioso día de la Anunciación a María Santísima, sirvió el Señor a la Salvación eterna y a la Redención de toda la humanidad, incluso de los más abyectos pecadores, criminales y malvados. Ni siquiera a éstos rechaza el Señor y hasta el último momento le espera en su templo, en el confesionario, para darle el abrazo al hijo pródigo arrepentido, pues hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierte que por cien justos. Así es Dios, amor y misericordia infinitos, que está dispuesto siempre a perdonar hasta el último momento, no importa el mal causado y lo terribles que sean los pecados. Por eso Dios es adorado por todos los santos, por eso es nuestra razón de ser y existir, pues nadie está libre de pecado, nadie, absolutamente nadie en este mundo. Si Dios no hubiese venido, no tendríamos salvación posible, y negar a Dios es la mayor insensatez y locura que todo hombre o mujer puede cometer, pues fuera de Dios está el abismo infernal. Nada puede compensar la ausencia de Dios en nuestras vidas, nada, ni poder, ni dinero, ni placeres, ni títulos, ni admiración del mundo, ni inteligencia, ni prerrogativas, nada, absolutamente nada es comparable a la gracia de Dios, a estar con Él siempre. Fuimos salvados a un precio infinito e inasumible incluso por toda la humanidad santa, y el que rechaza a Dios, rechaza los frutos de la Salvación por su soberbia. El Señor, a diferencia de los fariseos hipócritas, llamó también a pecadores, publicanos, prostitutas, al codicioso Zaqueo, a Magdalena, al joven rico a seguirle, a la mujer samaritana del pozo de Sicar, a la mujer pecadora a la que libró de ser lapidada, al ladrón arrepentido, al centurión que pidió la curación de su subordinado, a Cornelio y su familia, a san Pablo, al endemoniado de Gerasa y a tantísimos y tantísimos que serían incontables. A todos ofreció la Salvación frente al mundo, el pecado, el demonio y la muerte, todos enemigos encarnizados y extremos de la humanidad vencidos incontestablemente por el Señor en su Santísima Vida, Pasión, Muerte y Gloriosa Resurrección. Nadie, absolutamente nadie desde Adán y Eva ha hecho lo que el Señor ha hecho por todos. Y eso solo nos lo garantiza Dios mismo encarnado. No hay otro Nombre en el cual podamos ser salvados. Dios es Todopoderoso, los emperadores, reyes, príncipes, nobles, aristócratas, políticos, militares, «sabios» científicos y filósofos, empresarios, sindicalistas, etc. son débiles, espantosamente débiles, aunque se crean muy fuertes y el ombligo del mundo, aunque busquen la admiración del mundo en lugar de la gloria de Dios, al que corresponde todo mérito nuestro, siervos inútiles, indignos y miserables hasta el extremo. Todo el poder de esos sujetos es efímero y pasará para ser totalmente olvidado, mientras Dios será Todopoderoso eternamente, adorado, alabado y glorificado por todos sus santos, ángeles y hombres y mujeres justos de toda generación. Ante Dios toda rodilla se clavará en el suelo en Cielo, tierra, purgatorio y abismos infernales. Y su Santa Iglesia Católica Apostólica no podrá ser derrotada por todas las fuerzas del mal de la tierra y del infierno, piérdase toda esperanza maligna de derrotarla. Ni las puertas del infierno podrán con la Iglesia, hoy peregrina, en su Día triunfante, porque la Iglesia vive en los corazones de sus fieles, como la amada prometida vive en el corazón de su amado, y Dios está con ellos en todo momento como Buen Pastor, como Luz del mundo, Pan de Vida, Puerta del Cielo, Camino, Verdad y Vida. Si Dios está con nosotros, ¿a qué hemos de temer? ¿Quién nos separará del amor de Dios?. Desgraciadamente pocos son ya los que lo creen mordidos por la serpiente de la vanidad del mundo, el pecado, el demonio y la muerte, pocos son ya los que perseveran hasta el fin, pocos son los valientes, los tenaces, los que construyen en roca, los que aceptan y llevan la cruz a imitación de Cristo. Y como son pocos los que confían en quien tienen que confiar, en el Señor, así está el mundo. Y aún debía estar mucho peor, si no fuera por las oraciones de las almas queridas por Dios.