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Artículo publicado en el diario «Informaciones”, 1 abril 1.967

Entre el uno de abril y el dos del mismo mes no hay solución, porque la última campanada de las doce de la noche del día primero enlaza la continuidad de ambos.  Por eso, me ha parecido que en este sábado no era posible olvidar la fecha que se conmemora, ni tampoco prescindir del recuerdo que mañana nos trae a colación.

Es más, los dos acontecimientos que llaman a mi pluma no se desentienden el uno del otro, sino que se enrollan y enmadejan.

Hoy, primero de abril, se cumplen veintiocho años de la Victoria. No es preciso aclarar de qué Victoria, porque por ella entendemos la que España logró en su carne al derrotar a sus enemigos. Hacía tanto tiempo que no daban señales de vida, que los teníamos como fantasmas creados por la imaginación, fruto de exageraciones meridionales. Han bastado unos acontecimientos repartidos por nuestra alborotada geografía para darnos cuenta de que tales enemigos continúan en la lucha, dispuestos a la revancha, deseosos de destruir lo que se logró con sangre y con esfuerzo.

La conmemoración de la Victoria debe hacernos pensar que la misma es, antes que todo, la voluntad constante de perpetuarla, aunque inicialmente haya sido el resultado de la guerra. Sin esa voluntad, la Victoria se halla en peligro, pues, como recitaba el locutor de Radio Nacional cerrando el noticiero de cada día, “la paz no es un reposo cómodo y cobar­de frente a la Historia».

El primero de abril de 1.939 nos trajo esa paz y con ella un cli­ma en el que la Iglesia pudo, allí donde fue aniquilada, reemprender su divina tarea. En la zona roja, la persecución tuvo matices insospecha­dos de crueldad. Obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, miembros de la Acción Católica, de las Congregaciones marianas, de las obras de piedad, fueron martirizados. Los templos, las imágenes, los objetos de culto, los ornamentos sagrados, sufrieron destrucción sistemática, profanaciones y sacrilegios. En la zona leal, como escribía con descaro un periódico anarquista, desapareció la Iglesia.

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Pero la Iglesia sacrificada del silencio volvió a recobrarse. La Victoria hizo posible que lo arruinado y deshecho en lo espiritual y en lo material, se levantara otra vez y con más pujanza y fuerza interior.

Nuestra Iglesia mártir del silencio halló, al fin, la libertad y, enterrando a las víctimas con amor y puesta la mirada en su Cristo que todo lo perdona, ha proseguido su tarea.

Mas la Iglesia sigue estando perseguida y silenciosa en otros países. Desde Cuba a China, pasando por el Sudán y por las naciones so­viéticas de Europa, la Iglesia sufre y calla.

Esta dominica «in albis» se nos presenta con un pasquín: el de la paloma enrejada, como si los hombres quisieran aprisionar al Espíritu Santo, principio de vida sobrenatural, que la paloma representa.

La peor forma de ayudar a la Iglesia del silencio sería callar voluntariamente o por miedo a los perseguidores, hacer caso omiso de las súplicas que nos llegan desde las cárceles, los campos de concentración y la dura realidad de las discriminaciones odiosas; ignorar, en suma, a nuestros hermanos que padecen persecución por la justicia. Pero aún se­ría más pernicioso que por esnobismo, falta de caridad o perversión en las ideas, nos confabuláramos con los sayones y nos complaciese alinearnos con ellos, señalar a los cristianos perseguidos con un índice amenazador y públicamente declararlos culpables.

 

Autor

REDACCIÓN