17/05/2024 08:00
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Y de repente el hombre ya no sabe cortar el pan. Lo puedo notar en mis propias manos, torpes para rebanar esa costra de trigo rellena de algodón. Mis dedos se sienten rechazados y no encuentran asidero, como un escalador ante un gran tramo de roca impracticable. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? De niño observaba a mi abuelo partiendo el pan contra su pecho antes de cada comida; parecía como si el pan se interpusiera entre el cuchillo y el corazón de aquel antepasado vivo, frenando el impacto e inmolándose para salvar a mi abuelo de la fuerza de sus propios brazos. Pero he aquí que alguien dijo: «hay que ahorrar tiempo, que la máquina corte el pan por nosotros», y a la mañana siguiente no sabíamos cortarlo por nosotros mismos. Queríamos ahorrar tiempo para poder hacer otras cosas, y hemos olvidado lo que sabíamos hacer a la vez que hemos perdido el tiempo.

   Esta torpeza del hombre moderno para cortar el pan es la imagen del engaño que hemos sufrido con el cebo de la productividad. Para ahorrar tiempo, para aprovecharlo al máximo, para no desperdiciarlo, se han inventado todo tipo de instrumentos y máquinas que hagan con rapidez lo que nosotros hacíamos a un ritmo humano, que ahora llamamos «lento» por comparación. ¿Dónde está ese tiempo ahorrado? No existe. El tiempo no se puede ahorrar; sólo un mundo materialista ha podido hablar del tiempo como habla del dinero. Podemos hacer más cosas en un espacio de tiempo determinado ¿pero qué ahorramos si ninguna de esas cosas tiene valor? ¿No hemos malgastado el tiempo cuando hemos sustituido un pequeño lingote de oro por un gran bulto de paja? No hay que contar lo que hacemos en el tiempo, hay que pesarlo.

   Los viajes han perdido esa fértil lentitud que se acompasaba a nuestro riego sanguíneo, que nos dejaba tiempo para pensar, imaginar y sentir el viaje. Una perfecta cadencia entre el hombre y el espacio que recorría dejaba al alma crecer sin estridencias, una armonía natural cruzaba el mundo sin ser sentida. En los viajes, el límite de lo que se podía recorrer en un determinado tiempo estaba marcado por la velocidad del caballo, un poco superior a la del hombre pero todavía dentro de la misma cadencia humana, o por la del barco, impulsado por el mismo viento que movía las hojas de los árboles.

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   Pero de nuevo nos convencieron de que había que ahorrar tiempo, así que los coches, trenes y aviones aceleraron nuestro movimiento sin tener en cuenta nuestro ritmo interior. Se introdujo así un desfase entre nuestra alma y nuestro cuerpo que ha afectado a lo más profundo de nuestro ser. ¿Y qué hemos conseguido a cambio? ¿Dónde está el tiempo ahorrado? De nuevo hay que decirlo: no existe.

   No es cierto que cuantas más cosas podamos hacer en un lapso de tiempo, mejor lo habremos aprovechado. Tanto valdría decir que cuantas más pinceladas tenga un cuadro, más bello será. No; lo importante es hacerlo con maestría, dar el paso en el tiempo adecuado como se da la pincelada en el lugar adecuado, con la precisión necesaria, con la intensidad requerida, con el color justo.

   Imagino a un joven comerciante de telas que en otros tiempos recibiera el encargo de viajar hasta China por tierra pasando por diversos países en su recorrido; llegaba a China un año después, pero por el camino se había casado y había tenido dos hijos. La lentitud tiene atajos que la rapidez no conoce. Hoy un joven comerciante puede viajar a China en un sólo día, pero en un año no habrá vivido ni la mitad de lo que aquel antiguo comerciante vivía en un solo día. ¿Quién de los dos ha aprovechado el tiempo? ¿Quién lo ha hecho fecundo?

   El hombre se ha olvidado de casarse, tener hijos, conversar, pensar, rezar, como se ha olvidado de cortar el pan. Con la lentitud ha desaparecido también lo que hacíamos por ella. Hoy podemos hacer tantas cosas en tan poco tiempo que no hay tiempo para el beso en la frente, el guiso de horas, el cuento antes de dormir, el trato personal en el comercio, la comida en familia, ni hay tiempo para nosotros mismos, para el prójimo, para Dios.

   Si hubiéramos dicho al antiguo comerciante que un día se podría viajar a China en un solo día, habría envidiado nuestra época e imaginado que gracias a esa celeridad del transporte alguien como él tendría más tiempo de ocio y más tranquilidad. «Si el trabajo que hoy hago en un año pudiera hacerlo en un día, tendría casi todo un año para estar desocupado». Esta ecuación parece lógica, pero no tiene en cuenta el factor de la ambición humana. En realidad habría que decir: «Si el trabajo que hoy hago en un año pudiera hacerlo en un día, tendría que hacerlo 365 veces al año».

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   En vez de crear inventos para movernos más rápido, tendríamos que haberlos creado para hacerlo más despacio. Nada hay de reprochable en el coche, el tren o el avión, pues son en sí mismos grandes inventos; es el hombre el que los ha utilizado mal y la ambición humana la que los ha vuelto contra nosotros. Nuestra vida está hoy llena de cosas fugitivas, efímeras, transeúntes, que no tienen ninguna consistencia ni logran dejar poso en nuestra alma. La rapidez con la que logramos llegar a los lugares es la misma con la que los dejamos atrás, pasando de largo con la inercia del peso muerto. Llegar antes a un lugar a veces es la forma de no llegar nunca.

   Volvamos pues a cortar el pan, y que sea la vida la que se adapte a esa lentitud. Podríamos empezar por algo más ambicioso, pero no es necesario. Que cada uno reclame simplemente el derecho a cortar su pan, y que la política, las grandes empresas, la Bolsa, los organismos financieros, los medios de comunicación y todos aquellos que controlan y dirigen nuestras vidas se adapten a ese simple gesto. Que se paralice toda la maquinaria materialista, que se interrumpa la industria, que las personas más poderosas e influyentes del mundo esperen impacientes: estamos cortando el pan. Que el mundo entero se regule por ese simple acto, y que todas las cosas se acompasen a su lentitud.

 

Autor

Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.
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