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El deterioro de nuestra cultura está íntimamente relacionado con la norma que hoy caracteriza de modo sobresaliente nuestra sociedad: la superficialidad. El ensanchamiento gradual de la base de la ciudadanía que no tiene vergüenza en admitir que mira con la más fría indiferencia la cultura y que sucumbe ante las tentadoras redes sociales, aumenta escandalosamente. El ojo humano queda asombrado ante el vulgar abanico policromático y no se resiste a ver programas televisivos aborrecibles, donde se naturalizan:

“los emparejamientos superficiales, el intercambio fluido de parejas, la tendencia a la vanidad, la preocupación excesiva por la robustez corporal y al mismo tiempo la flaqueza intelectual, el elogio del impudor, el entretenimiento torpe y sin ingenio, la posesión incontrolada de bienes materiales, el lenguaje indecente. En definitiva, el gusto por lo mundano y superficial”.

Aunque la contagiosa enfermedad de la superficialidad alcance grandes proporciones, se convierte en un deber irrenunciable dotar a nuestro espíritu de singulares armas y robustecer nuestra inteligencia, para resistir los avances casi sin interrupción de los intentos de destruir al hombre contemporáneo, vaciándolo de hondura y humanidad. No queremos hombres “hidropónicos” como calificó con claridad meridiana el profesor Sebastián Porrini, al hombre actual.

Queremos inteligencias profundamente enraizadas en terrenos fértiles que permitan el florecimiento de una humanidad mejor. Entendimientos claros y penetrantes. Seres humanos resueltos, con pensamientos de conquista, con sólidos resortes morales y con mirada pensativa que reflejen una profunda actividad interior. No queremos hombres livianos y superficiales, perfectamente instalados en la pereza, cómodos con los pobres ofrecimientos de la sociedad, con apetitos puramente materialistas y de nulas inquietudes espirituales.

Una ingente multitud no duda en aplanar el ingenio, adormecer la inteligencia y eliminar el sentido del buen gusto. Prefiere los estímulos interminables, la televisión ininterrumpida y el ruido incesante. Y es que, “la infección generalizada de la superficialidad” hace que se olvide el sagrado decreto de juzgar reposadamente las cosas y rechazar todo lo malo e inútil que ofrece el mundo actual.

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Ya que, de otro modo, como en la fabula del padre Leonardo Castellani, no arrancar las plantas de cicuta y de cardos que crecen junto al maizal porque las florecitas blancas y azules son lindas, luego casi sin darnos cuenta, habrá un cicutal tupido hasta la puerta del rancho todo salpicado de cardos, y el maizal habrá desaparecido. Así exhorta Castellani: “¡Hay que desarraigar el mal, aunque sea lindo, y cuando más lindo sea, más pronto hay que dar la azadonada!”.

Autor

REDACCIÓN