22/11/2024 01:50
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No nos dejemos engañar: lo anormal no es normal, lo malo no es bueno, el caos no es orden, lo viejo no es nuevo, la muerte no es vida.  Nos están dando “gato por liebre”, mercancía averiada, engaño, mentira y malicia.

Estamos inmersos de lleno en una época histórica donde poseer una sana y natural actitud crítica frente a lo evidente es correr el riesgo de delinquir o de sufrir la muerte civil en una sociedad desquiciada, sometida sádicamente con gusto por el azote de lo políticamente correcto y el discurso único.

Hasta no hace mucho tiempo atrás -y mucho más aun pensando en tiempos históricos- el tener, sentir y manifestar orgullo por las raíces, la identidad y la propia cultura era algo absolutamente normal, incuestionable. Hoy eso está considerado una anomalía, un fallo, una falta grave frente a la idea y a la narrativa proveniente de los medios de masas, las universidades, los colegios, e incluso los pulpitos de las parroquias. La cultura dominante -otrora contracultura- es el vehículo necesario para que la sociedad actual abierta, buenista, multicultural y tolerante, actúe a discreción, siendo implacable con quien disiente y se atreva a cuestionar.

Los organismos internacionales ya sean públicos o privados, filántropos, líderes mundiales, empresarios, referentes sociales, políticos e incluso religiosos, en definitiva, el coro del poder, manifiestan abiertamente que este es el momento ideal, la oportunidad largamente esperada para el reinicio a nivel global de una nueva economía, política y cultura, y la llegada definitiva de la sociedad inclusiva, sostenible, tolerante, que deje atrás para siempre todo lo conocido con anterioridad.

Quienes odian quiénes son, lo qué son, y rechazan su propia naturaleza, aceptan sin reparo la nueva narrativa globalista forjada en los laboratorios deslocalizados de la ingeniería social en marcha y acelerada a partir de la pandemia. Una crisis sanitaria -y algo más- que amenaza con ser crónica, se ha convertido en el mejor instrumento de control social. Mediante las nuevas tecnologías y la inmediatez de la comunicación estamos viviendo el advenimiento del paraíso sin Dios en una Tierra de seres indiferenciados, de meros sobrevivientes. El miedo al sufrimiento y la muerte abrió el camino al nuevo mundo materialista en el cual la utopía internacionalista de los ultraliberales y neocomunistas, se han fusionado entre sí, construyendo un Leviatán que parece imparable.

El modelo chino entra en sintonía con las metas globalistas y poco a poco, como la rana calentándose en la olla, va ganando terreno en nuestra cotidianeidad. Este patrón no solo es económico-social, sino también ético, moral y filosófico y ha calado en Occidente, donde el sufrimiento, el esfuerzo, la lucha y el dolor ya no se contemplan como parte esencial de la vida, y donde la muerte -paradójicamente tan temida- es simplemente la disolución en la nada de la vida, la desaparición en el vacío y el olvido. No hay sentido de trascendencia, nexo y continuidad con lo sagrado, lo eterno, lo divino. Solo tiene razón de ser el goce y el placer inmediato, el disfrute egoísta y la soberbia de negar la Religión como una superstición primitiva y fruto de la ignorancia.

Nada es casual, como consecuencia también de este proceso degenerativo, la democracia se convirtió en democratismo o democracias adjetivadas, tuteladas a conveniencia de quienes se apropian de su uso, y discrecionalmente la utilizan según sus intereses y conveniencia. Por ello se suprime arbitrariamente la libertad por parte del Estado en nombre del “bien común” superior.  Sin libertad no hay soberanía, y sin soberanía no hay democracia, interés común, comunidad, tradición, costumbres. Es la cultura de los pueblos, su identidad.

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Lo que vemos en la actualidad es que se busca acabar con el pasado, reescribiéndolo, cambiándolo por el espejismo utópico del igualitarismo colectivista de nuevo cuño: la uniformidad totalitaria de rostro amable para las mayorías y el control sin límite de las minorías dominantes de un mundo hecho a su imagen y semejanza. No es solo poder o dinero, sino el pecado de la soberbia de querer ser como dioses en su más clara manifestación.

La elite tecno financiera instrumentalizó al viejo marxismo colectivista en el nuevo Orden Mundial forjando una alianza en el reparto global de la “estructura” para el turbo capitalismo y de la “superestructura” para los herederos del totalitarismo colectivista. Este modelo está en marcha a velocidad de crucero; sino veamos la última reunión del Foro Económico Mundial y las loas al modelo de China y la aceptación simbólica e ideológica de la Agenda 2030. Ya no hay emblemas nacionales en las solapas de los líderes políticos sino el circulo multicolor de los Objetivos para el Desarrollo Sostenible de la ONU. No hay izquierdas ni derechas, sino globalistas.

Los organismos supranacionales han conseguido conjugar las metas y el discurso de la izquierda postsoviética y el neoliberalismo del siglo pasado, en un coctel de doctrinas de reemplazo de la lucha de clases por luchas de falsas minorías, pseudociencias y neoreligiones. Millones lo han aceptado con gusto más allá de las distintas motivaciones que hayan tenido para hacerlo. Ha funcionado, está funcionando. Una muestra clara de ello es el alcance de los mensajes del catastrofismo medioambientalista, la ideología de género con sus variantes feministas, queer, transexualista, pansexualista y demás variantes, el animalismo, veganismo, transhumanismo, transespecies… La lista de absurdos y delirios patológicos puede ser infinita. El peligro de ello no es que una parte de la sociedad comulgue con estos principios, sino que son promovidos, instigados, auspiciados y subvencionado por los gobiernos en sintonía con la Agenda Mundial.

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El Nuevo Orden no es más que una anomalía, un gran trastorno mundial, el caos y el desorden de la naturaleza humana hecho sistema. La única alternativa posible para intentar frenar y en algún momento oponer un modelo alternativo es el de recuperar el origen, la esencia del espíritu humano, la dignidad de la racionalidad en semejanza con el Todopoderoso, el sentido metafísico de la vida, la virilidad y la fuerza en la lucha por la libertad y la soberanía, el respeto a la vida, a los ancestros, la familia, la Tradición, el amor patriae de los pueblos, la comunidad y lo que somos y seremos, en los que nos sucedan.

En definitiva, todo ello se resume en quienes somos, en la identidad. Solo si conseguimos recuperar, fortalecer, conservar y transmitir nuestra propia y autentico ser milenario y plantar cara a los que pretenden actuar como dioses del caos, la restauración del orden natural será posible. De lo contrario ya sabemos el final que nos espera.

Autor

José Papparelli