Lo cierto es que, cuando el Imperio Romano declinaba, sus ciudadanos no percibían lo absurdo y pernicioso de seguir gobernados por una ínfima minoría de aristócratas (los grandes terratenientes) que veían en el ámbito mediterráneo e imperial nada más que un inmenso latifundio de la Ciudad-Estado para su explotación particular, ni advertían de lo imperativo de un restablecimiento de la mano de un nuevo poder, libre de corrupción y amante de las esencias romanas.
Si es recomendable volver a la lectura del pasado no es sólo por lo placentero que resulta releer sus historias, sino porque nos vuelve meditativos respecto a nuestra propia actualidad. Y ante esta simple observación, enseguida se alza ante nosotros, a la vista del innegable crepúsculo de la época que padecemos, la duda de si no ocurrirá lo mismo con esta cultura o civilización nuestra, dado que la Historia ha referido y analizado con detalle el acabamiento de todas las que nos precedieron.
El problema, tal vez, que hace que la muchedumbre siga ciega, igual que lo estaban los romanos del siglo V, es que los lectores, al menos los lectores avisados, han disminuido de forma alarmante hasta prácticamente escabullirse, del mismo modo que se ha esfumado el amor por el conocimiento; y así las masas no dejan de confirmar las palabras de Kierkegaard, que, más o menos, venía a decir, respecto a los colectivos, que, si un hombre se equivoca muchas veces, la multitud se equivoca siempre.
Estas cegueras comunales, este desprecio por el pensamiento se debe sin duda a que la cultura del espíritu se ha canjeado por la cultura de la materia, profusamente venerada hoy. Envuelta la plebe en una comodidad que cree eternamente sólida, no puede o no quiere imaginar que algo tan consolidado pueda desaparecer. Y ello a pesar de que día a día contempla cómo esa supuesta solidez material, antítesis para ella de la barbarie, se está volatilizando.
Su bienestar ha ido creciendo gracias a los progresos científicos y técnicos utilizados como señuelo por un capitalismo y una política falaces, de manera que mientras sus coches, sus televisiones y sus somas fueron acrecentándose, sus cualidades como ciudadanos, como educadores, como jueces o como estadistas iban empeorando. Puede decirse, en síntesis, que en tanto la vida regalada y fácil triunfaba, la ilustración se destruía.
Es decir, las enseñanzas y las noticias que los ciudadanos posmodernos y correctos han venido recibiendo o aprendiendo en sus escuelas y en sus medios no han guardado relación alguna con la realidad, porque la sociedad del hedonismo ha supuesto un absoluto engaño, bien tramado por los nuevos demiurgos y sus esbirros. Un mundo nuevo y contradictorio que ha engendrado la fatal ilusión de que el mañana va a ser igual que el ayer y que la felicidad será perenne, cuando lo cierto es que todo es diferente, para mal. Y que la catástrofe, salvo giro radical imprevisto, tiene pinta de no demorarse mucho.
La cuestión es que, como ocurría en la antigua Roma, el pensamiento débil, el sentido ético aún más débil, la corrupción omnipresente, el discurso público fraudulento, la literatura y la información apesebradas, han embrutecido más aún a las masas, que ya de por sí son convencionales. La opinión pública suele ser sectaria de una frase, de una consigna; y seguir constantemente a una consigna atonta, insensibiliza.
Ahora, Europa vuelve a enfrentarse a los bárbaros, a los que ha ido admitiendo y otorgando privilegios sin fin, pensando tal vez que de ese modo no tendría que defenderse de ellos, o que incluso había tomado como solidarios pagadores de sus futuras pensiones, o como mantenedores de los mundos felices prometidos por los amos. Y no sé si ya ha llegado el tiempo de sacar la cabeza de debajo del ala y de hacer caso omiso de las informaciones falsas, a más de buscar ramas para colgar «de los mismos» a los embaucadores. O, tal vez y por desgracia, aún no ha llegado el despertar. Lo que quiere decir que, a pesar de lo visto, los occidentales permanecerán en su indiferencia o en su indecisión, sólo dudando a cuáles de esos bárbaros entregarán por fin el alma, o de cuáles se harán bardajes o esclavos complacientes.
O, tal vez, la indolencia y la insensibilidad con que la muchedumbre contempla lo que tiene delante no es debido a la confianza que le produce la propia y milenaria civilización, sino porque de forma inconsciente desea su abatimiento y su ruina, manejada como está, además, por los psicópatas y contrahechos LGTBI del Nuevo Orden, resentidos todos ellos contra la naturaleza y seguidores, por tanto, de la cultura de la muerte. Porque, como se viene diciendo, el hombre occidental está dispuesto a dejarse extinguir desde la Segunda Guerra Mundial, si no desde la Ilustración o incluso desde el Renacimiento.
Roma inmortal decían aquellos confiados romanos, convencidos de que el tiempo no devoraría su vida muelle e indolente. Hedonismo eterno dicen ahora los ciudadanos occidentales, tratando de ignorar las agendas de los nuevos demiurgos y los bates de beisbol y el fuego de los modernos bárbaros. Y lo dicen mientras extienden amplias alfombras rojas para recibir a sus propios destructores y se va descosiendo poco a poco su propia cultura. Occidente no quiere darse cuenta de que cada nuevo paso atrás es un eslabón de la cadena que le arrastra al precipicio. Prefiere entregarse a la servidumbre creyendo que esta va a seguir siendo dorada, rebosante de comodidades.
Cuando los apocados, los abúlicos, los indefinidos y los bellacos forman la inmensa mayoría, las civilizaciones pierden su alma o aquello que las ha hecho o alentado, y se transforman en una cifra de hombres y mujeres vacíos, felices y redondos. Así que hasta nosotros llega la voz de los antiguos romanos, y también la de los viejos y nuevos bárbaros, que han sabido siempre -como escribió con su habitual clarividencia el gran escritor y periodista José Jiménez Lozano- «que la inconsciencia y la cobardía de aquéllos, y las nuestras, les procurarán concesiones tras concesiones, hasta la tarde última y la primera tiniebla, incluso, que los que caen confundirán, seguro, con un mañana del mundo, y la desean». Pues eso.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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A pesar de que la civilización occidental tiene en sus manos todas las bazas necesarias para dominar el mundo, si se lo propusiera, los líderes políticos de los paises occidentales, influidos por ideologías autodestructivas (como el liberalismo disolvente y el marxismo cultural) y sometidos a los intereses de la élite financiera que mueve los hilos del capitalismo global (un capitalismo que desprecia las identidades históricas de las naciones occidentales), están conduciendo al mundo occidental hacia el suicidio. El todavía Presidente de Francia Emmanuel Macron, que estuvo empleado en una entidad que se dedica a la especulación en los mercados financieros, dijo en una conferencia que dió en Estocolmo que el concepto de «identidad del pueblo francés» es falso porque, en su opinión, cualquier persona que hable francés (aunque proceda de un país africano) es tan francés como una persona con veinte generaciones de antepasados franceses de pura cepa. Ese desprecio hacia sus propias raíces, que es muy común en los políticos europeos de la izquierda, del centro e incluso de la derecha, es la causa de que Europa esté siendo invadida por inmigrantes que tienen unas raices religiosas y culturales incompatibles con las nuestras, con la connivencia de los Gobiernos europeos.
Los ciudadanos de a pie no son capaces de vislumbrar las consecuencias que van a tener los cambios demográficos que se están produciendo en sus paises pero los dirigentes políticos sí que saben lo que están haciendo al permitir una inmigración masiva contraria a muestra civilización y deberán pagar por ello cuando llegue la ocasión. Dudo mucho que la democracia sirva para salvar a España, a Francia, a Italia, etc., de la debacle hacia la que nos estamos dirigiendo porque los pueblos no reaccionan si no surjen nuevos líderes políticos que cambien el rumbo que lleva Europa.
Surgen.