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Las mascarillas impiden el correcto intercambio gaseoso en el mecanismo de respiración normal. Cuando utilizamos una mascarilla impedimos la incorporación correcta de oxígeno en el proceso de inspiración, inhalando parte del producto de desecho que se elimina en la espiración en forma de dióxido de carbono, junto con los gases emanados durante los procesos digestivos, al dificultarse su liberación por el efecto barrera de la mascarilla. Esto provoca una progresiva disminución de la concentración de oxígeno arterial, lo que produce hipoxia y una alta concentración de dióxido de carbono en sangre, es decir, hipercapnia. Como consecuencia, la sangre arterial, es decir, la que se supone beneficiosa, llega a las células con mucho menos oxígeno del que éstas necesitan para su normal funcionamiento fisiológico. Por tanto, cuando existe un suministro disminuido de oxígeno, o sea, hipoxia, se ponen en marcha una serie de cambios fisiológicos en el organismo que intentan devolver el equilibrio, es decir, restablecer los niveles de oxígeno de la sangre arterial, pero a cambio se producen efectos perniciosos de diverso tipo, tales como la acidificación sanguínea (potenciadora de los procesos oncológicos) y la inmunosupresión o debilitamiento de los procesos defensivos frente a patologías infecciosas.
El tamaño de los agentes víricos (entre 20 y 100 nanómetros) es infinitamente menor que los poros de cualquier tipo de mascarilla existente en el mercado y con independencia de ello, fácilmente podrían traspasar las aperturas laterales del cubrebocas como un insecto una rejilla de valla metálica. Mientras respiramos, podríamos inhalar con facilidad a través del tracto respiratorio esos agentes patógenos, puesto que igualmente la molécula de oxígeno es unas decenas de veces mayor que cualquier agente vírico. No existe además evidencia científica de que el virus pueda transmitirse en el aire suspendido en las gotas minúsculas o aerosoles y pueda ser transportado así con patogenicidad o capacidad de infección, ni tampoco a través de superficies. Finalmente, debería tenerse en cuenta que más del 50% de las infecciones víricas ocurren a través de la mucosa del ojo, por lo que, siguiendo esta “lógica”, deberíamos cubrir también las retinas oculares.
El primer efecto que la interposición de la barrera mecánica (mascarilla) en el tracto respiratorio provoca es un aumento de la frecuencia cardíaca inducido por el menor flujo de oxígeno que llega al cerebelo, órgano que regula la necesidad de respirar y se rige por el porcentaje de dióxido de carbono presente en los quimiorreceptores periféricos. Para favorecer el aflujo de más oxígeno, el cerebelo envía órdenes al corazón y los pulmones para que aumenten su frecuencia de contracción. La respiración se vuelve rápida y profunda, y esto provoca un síndrome de hiperventilación (aumento de ventilación por minuto) que afecta al cerebro pudiendo producir confusión, mareo, debilidad e incapacidad para pensar claramente.
El prolongado uso de mascarillas dificulta la normal eliminación de las bacterias y otros agentes patógenos que proliferan en nuestra boca, procedentes del metabolismo digestivo, en lo que podríamos denominar una retroalimentación tanto vírica como bacteriana: parte de estos productos de desecho se inhalan con la inspiración y van a parar indebidamente a los pulmones. Esta situación está provocando ingresos hospitalarios con cuadros clínicos tan graves y letales como pleuresía pulmonar y principios de neumonía, incluso en población joven.
Además, la diferencia de porcentaje de oxígeno entre el aire inspirado (alrededor del 21 por ciento) y el espirado (alrededor del 14 por ciento) resulta alterada cuando respiramos a través de una mascarilla, en el sentido de que el aire inspirado pasa a ser de alrededor del 17%. Esta menor diferencia representa que absorbemos alrededor de un 20% menos de oxígeno en cada inspiración, déficit que se transmite a todos los procesos orgánicos en que éste es necesario.
La hiperventilación y el aumento de frecuencia cardíaca estimulan el sistema nervioso simpático con el objetivo de favorecer el aumento del flujo sanguíneo hacia los tejidos, tanto en reposo como en situaciones de actividad física y esfuerzo físico. Este aumento de estimulación del sistema nervioso simpático potencia la liberación de catecolaminas, entre las cuales se encuentra el cortisol, cuyo exceso inhibe el sistema inmunitario; se facilita de esta forma el desarrollo de enfermedades infecciosas por una disminución del sistema defensivo del organismo, tal y como hemos señalado anteriormente, pero respecto a la hipoxia.
La disminución del suministro de oxígeno provoca otro tipo de hipoxia (cerebral) que puede producir dificultad en la actividad mental, falta de atención y disminución de la coordinación motriz. Se están dando iniciales problemas como cefaleas, aturdimiento mental, cansancio, fatiga y desmayos. Por la gran sensibilidad que tienen las células cerebrales a la privación de oxígeno, la hipoxia en este contexto puede provocar también isquemia cerebral. Dolor de cabeza. Náuseas o vómitos. Narcolepsia (especialmente cuando la persona está al volante de un vehículo en marcha, con un mayor riesgo de accidente).
La detección de un menor aporte de oxígeno en las células produce un mecanismo fisiológico de incremento de la frecuencia cardíaca, para intentar aumentar la cantidad de oxígeno que ingresa en las células. El aumento de frecuencia cardíaca produce taquicardia, la cual puede provocar dificultad respiratoria, mareo, debilidad, palpitaciones, confusión mental y lipotimias, principalmente cuando la persona esté en un contexto de deshidratación por el aumento de la temperatura ambiental, situación propia del calor que en España suele haber en primavera y verano. Esto es especialmente grave en el caso de las personas escolares, pues la hipoxia permanente en la etapa del desarrollo del cerebro puede disminuir señaladamente su futura potencialidad cognitiva, y particularmente perverso en el conjunto de las personas, pues la hipercapnia (mayor porcentaje de C02 que de 02 en la sangre) puede producir a medio plazo acidosis en las células, el mejor caldo de cultivo de los tumores y cánceres intersticiales. El oxígeno es el responsable de todas las reacciones bioquímicas que se dan en el organismo y participa activamente en ellas. Junto a la ingesta calórica de alimentos proporciona energía en forma de moléculas de ATP. El razonamiento es sencillo: a menor oxígeno, menos ATP y, por tanto, menos energía. Esta situación, provoca indirectamente, la reducción de las habilidades motoras finas, ya que ni los nervios pueden transmitir fidedignamente las órdenes motrices ni los músculos implicados pueden producir la energía necesaria para su ejecución.
Como conclusión de esta segunda parte de la Tetralogía sobre el uso prolongado de las mascarillas, y a la que Dios mediante nos dedicaremos las próximas semanas desde este Digital, debemos tener muy presente que las personas que están ahora obligadas a usar mascarillas durante largos períodos de tiempo verán menoscabado su sistema inmunológico y pasarán a ser inmunodeprimidos, en los que las consecuencias de un resfriado común o las de una gripe estacionaria serán mucho más graves y aumentarán su letalidad de forma considerable. Estrictas medidas como el propio confinamiento y el uso permanente de mascarillas descienden considerablemente los niveles del sistema inmunológico. La razón principal estriba en que el organismo no se mantiene alerta, puesto que no está sometido al intercambio natural y deseable con los habituales gérmenes y bacterias que propicia la cercanía de otras personas y las interrelaciones sociales. Los efectos del uso permanente y habitual de las mascarillas en los procesos fisiológicos del organismo, hacen dudar de la justificación que la vigente normativa sanitaria establece. Los múltiples efectos negativos sobre la fisiología del organismo serán irreversibles en mayor medida cuanto más jóvenes sean las personas que utilizan las mascarillas y cuanto más tiempo. Y si todo lo dicho hasta ahora no fuera suficiente, en el próximo artículo trataremos, Dios mediante, de los efectos de naturaleza psicológica del uso prolongado de las mascarillas.
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