Getting your Trinity Audio player ready...
|
Año 2022. Primeros de diciembre en Madrid. Caía un líquido transparente del cielo. Parecía agua… ¡Sí! No cabía duda, estaba lloviendo. Otro día más. Pero ¡Cómo era posible! ¡Qué locura era ésta! ¡¿Por qué?! ¿A qué se debía este insólito fenómeno?
Resultaba extraño que no hubiera ningún especial informativo hablando sobre el tema y que los políticos no salieran a la tribuna a alarmarnos, aunque fuera un poquito nada más. Lo echaba de menos. Y la verdad es que estaba preocupado. Después de haberme acostumbrado a vivir angustiado día y noche porque no llovía en verano, que lloviese en otoño me perturbaba. Sencillamente, no podía ser. ¿No dijo nuestro amado líder y eximio doctor que este verano había sido el más seco en los últimos quinientos años? Bueno, lo dijo también el Gobierno Mundial… y todos los medios de comunicación… Aunque creo que las mediciones de carbono, oxígeno y CO2 eran algo reciente… En fin, Pepunto Schez. no podía equivocarse, así que pelillos a la mar. En todo caso, ¿no teníamos ya encima el Apocalipsis? ¿Acaso no todo eran síntomas de un ya irreversible cambio –perdón, desastre– climático? Y sin embargo, llovía… Lluvia normal, quiero decir, sin huracanes ni inundaciones; pese al aviso de que aumentarían sin cesar los eventos climáticos extremos y a pesar de que sí había notado cierta escalada terminológica en la mujer del tiempo al referirse a las tormentas como “ciclogénesis explosivas”… Pero, bueno, “ciclogénesis explosiva” molaba mazo.
En cualquier caso, mi desasosiego iba en aumento, aunque mis compañeros de trabajo intentaban tranquilizarme. Mira –me decían–, si las noticias no indican lo contrario es que todo va bien. Y, naturalmente, me tranquilizaba. Si algo había aprendido en mi etapa formativa era que debía adaptarme en todo momento a cada situación. Después de años bombardeándonos con que lo importante era ser flexible porque en el futuro nadie trabajaría toda la vida en aquello para la que se formó, ya había asumido la precariedad laboral que en realidad significaban aquellas palabras. Y, por supuesto, me adaptaba a las directrices del Partido, fueran éstas cuales fueran. Que el Partido mañana cambiaba de opinión, pues yo igual. Sin pensármelo dos veces.
Sin embargo, en ocasiones, mi memoria me jugaba malas pasadas. No era capaz de olvidar tan rápidamente como mis colegas, y esa manía de recordar las cosas me llevaba a detectar incoherencias y contradicciones. Algo que, desde luego, no era bueno para mí, pues a menudo pensaba por mí mismo, lo que estaba absolutamente prohibido.
Afanado por recobrar la angustia vital obligada por la emergencia climática, me sumergí en Internet en busca de noticias catastróficas. Y el caso es que, por suerte, pude encontrar la noticia de la erupción de un volcán llamado Mauna Loa, en Hawai. Según el periódico El Mundo: “de momento, su lava no es una amenaza para la población hawaiana. Sin embargo, sí puede causar problemas de comunicación”[1]. Curiosamente, ni una palabra sobre el dióxido de azufre (SO2), ni sobre la terrible amenaza que suponían los millones de toneladas de CO2 emitidas al contacto de la lava con el mar. No lo entendía, ¿No nos habían contado un millón de veces que el CO2 era la principal causa del calentamiento? Me parecía recordar que sí… Aunque vete tú a saber, entre la escuela, el móvil y la tele no debería acordarme ni de lo que hice ayer. Yo, como todos a mi alrededor, teníamos la memoria de un pez y el cerebro de un mono. Lo más probable es que el tamaño de nuestro encéfalo hubiera decrecido considerablemente por falta de uso y a no mucho tardar desapareciesen sus circunvoluciones. Pero no es que estuviese infantilizado, sino que tenía otras habilidades, quiero decir “skills”. Ya sabes, es lo que tienen las “inteligencias múltiples”, que todos tenemos alguna. Y, por supuesto, no existe el tonto múltiple; eso sería discriminación y hay que ser inclusivo… inclusiva o “inclusive”.
Por la razón que fuera, no podía dejar de darle al tarro con lo del CO2 y me venían a la cabeza cosas relacionadas… Por ejemplo, aunque fue hace siglos –exactamente hace un año–, el volcán de la Palma estuvo arrojando durante meses dióxido de azufre y dióxido de carbono. Se calcula que entre el 19 de septiembre y el 13 de diciembre de 2021 se generaron unas 10.000 toneladas diarias de SO2; es decir, tanto como los 28 países de la Unión Europea juntos, en un año. Las emisiones de CO2, por lo visto, todavía no se habían podido concretar. ¿Y cómo era posible que no dispusiéramos de las cifras exactas, con los medios que había hoy en día, y con lo importante que eran estos datos para nuestra salud y para el futuro del planeta? Esa era la típica pregunta estúpida que me hacía a cada paso. Y no paraba de darle vueltas hasta que me cansaba. Por suerte, tras la papillita televisada diaria antes de dormir, todo encajaba de nuevo y dejaba de preocuparme.
Por supuesto, ya nadie se acuerda de la erupción del volcán islandés Eyjafjallajökull en 2010, ni de la nube de ceniza que interrumpió el tráfico aéreo en toda Europa. Tampoco nos acordamos de las millones de toneladas de nieve y hielo glaciar evaporadas en forma de CO2 debido al contacto con los ríos de lava incandescente. Curiosamente, sin embargo, sí se calcularon los 2,8 millones de toneladas de CO2 no emitidas debido a la suspensión del tráfico aéreo.
Por cierto, en algún sitio leí que el mayor peligro de los volcanes no era la emisión de gases como el CO2 o SO2, sino que un exceso de pequeñas partículas sólidas –las cenizas– alcancen la estratosfera en cantidad suficiente como para reflejar la luz solar, lo cual conduciría a un enfriamiento global; algo que ya sucedió con la erupción del Pinatubo –al norte de Filipinas– en 1991. Según nos explicaron de niños, esa pudo ser la causa de la extinción de los dinosaurios hace millones de años.
No sé, supongo que en la temperatura global del planeta influyen varios factores, pero me da que las emisiones solares o la actividad sísmica y volcánica terrestre tienen un efecto notablemente mayor que la actividad humana. Aunque creo que no debería pensar así. Ni mucho menos escribirlo.
Lo que sucedía era que, ensimismados en la actualización permanente y acostumbrados a “tenerlo todo” en el móvil, nuestra memoria se había vuelto demasiado flaca o directamente inexistente. Sólo así se explicaba que la típica noticia de toda la vida adquiriese una y otra vez los mismos tintes dramáticos de siempre y siguiera resultando “novedosa”. Reproduzco la secuencia: El reportero enchufaba el micrófono a un lugareño de cualquier lugar perdido y le formulaba la clásica pregunta con respuesta inducida: “¿Usted recuerda una sequía como ésta?” Y, por supuesto, el señor, la señora o “señore” en cuestión, responde: “¡En ochenta años nunca había visto algo igual!” Henchido, henchida o “henchide” de orgullo, “orgulla” u “orgulle” por el “privilegio” otorgado al preguntársele, expone su experiencia –inapelable testimonio–, que, invariablemente, es única y extraordinaria. Porque no hay nada como sentirse especial ¡Pues claro! Y eso vale para la sequía, para las inundaciones, para los vientos y para las nevadas. Es lo que tiene ser protagonista y testigo de algo excepcional, insólito, nunca antes visto. Si fuera algo común, el hecho ya no sería memorable y al testigo de lo ordinario nadie le haría ni caso. Así que, inevitablemente, nunca faltarán voluntarios dispuestos a contar experiencias extraordinarias ante un micrófono.
Me temo, sin embargo, que, aunque llueva a cántaros este otoño, no veremos entrevistar a nadie para que diga ante las cámaras: “¡Desde que yo recuerde, no había llovido nunca jamás de esta forma!” Porque, como todo el mundo sabe, Noé era fascista.
(1)
Autor
Últimas entradas
- Actualidad26/12/2023Reinventando la historia. Magnicidio frustrado. Por Fernando Infante
- Destacados15/08/2023Lepanto. ¿Salvó España a Europa? Por Laus Hispaniae
- Actualidad15/08/2023Entrevista a Lourdes Cabezón López, Presidente del Círculo Cultural Hispanista de Madrid
- Actualidad15/08/2023Grande Marlaska condecora a exdirectora de la Guardia Civil