17/05/2024 13:15
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Ahora que andamos escasos de costumbres, valores y virtudes; ahora que materialismo e individualismo han echado el candado a nuestros corazones; ahora que terribles e inesperadas circunstancias asolan y azotan nuestro mundo sin derecho a una tregua; ahora que de lo oscuro pasamos a lo tenebroso sin solución de continuidad; ahora, sí ahora, ha llegado el momento de la fe, la esperanza y los milagros cuando, esperando el tercer domingo de Adviento, deseamos que ocurra algo excepcional, la llegada de lo que, por desgracia, se nos ha tornado en imposibilidad por la dificultad de todo lo que rodea a una humanidad apagada, temerosa, asustada, manipulada y dispuesta a poner rodilla en tierra ante las sucesivas y variadas imposiciones de los gestores de unas vidas acomodadas al servilismo y tristemente rendidas a la sumisión. 
 
Ahora, me traslado a finales del siglo XVI y al asedio del Almirante Holak y las fuerzas de su cuantioso ejército contra el Tercio Viejo del maestre de campo Francisco Arias de Bobadilla aquel 7 de diciembre de 1585. 
 
El gélido invierno, habitual por aquellas latitudes, venía acompañado de una intensa y constante humedad por la cercana presencia de las aguas del Mosa y del Waal en las inmediaciones de la Isla de Bommel, la posición española que, con bravura y orgullo, defendían nuestros aguerridos infantes, herederos de aquellos gloriosos almogávares y principal sustento de la afamada Infantería que, todavía hoy, entroniza a nuestro Ejército y Fuerzas Armadas dentro y fuera de nuestras fronteras a pesar de hispanofóbicas corrientes y leyendas negras al uso y consumo del necio enemigo de España.
Hambrientos, sedientos, agazapados, asustados, somnolientos, congelados y sin escapatoria, unos cinco mil infantes españoles parecían haber sido dejados a la peor de sus fortunas en tierras de Flandes tras una reciente contienda en zonas próximas al dique de Grave. La Muerte, con su guadaña bien afilada, buscaba voluntarios al compás del oscilante movimiento de su insaciable, inseparable y fiel compañera.
 
Las fuerzas de aquellos bravos soldados se habían reducido a la mínima expresión, al mismo nivel que marcaba una temperatura bajo cero con una climatología tan adversa que, si cabe, les hacía rememorar constantemente el lejano sol de aquella Patria que habían abandonado meses atrás para defender la fe católica a miles de kilómetros de su tierra natal. Era cuestión de fe, de la defensa a ultranza de esa religión que, desde la cuna, corría por sus venas y que había sido testigo de tantas y tantas tumbas de los que, en uno u otro confín del orbe, les habían precedido en defensa de los intereses de una nación.
 
A principios de ese mes, la situación se había hecho insostenible ante la ausencia de agua, víveres, equipo, auxilio y ropa seca. Las posibilidades de salir con vida del infierno del norte eran nulas y, en esta ocasión, contrastaban con la resaca de la reciente victoria tras la toma de Amberes. Todo éxito es efímero y las garantías de su continuidad, también. Era cuestión de, en la medida de sus posibilidades, no bajar la guardia y afrontar los sucesivos envites con templanza y fortaleza a pesar de las infinitas vicisitudes de aquellos duros momentos.
 
La lluvia, la humedad, el hambre, el frío, el barro, la moral baja y el desconsuelo campaban a sus anchas en el campamento español y entre las filas de millares de compatriotas cuyas esperanzas de supervivencia decrecían ante la dificultad añadida de la desaparición de los refuerzos prometidos por Alejandro Farnesio, gobernador de los Países Bajos, y las naves españolas que, prisioneras, se consumían en llamas ante el bullicio y la algarabía de los sitiadores de islotes cercanos.
 
No había escapatoria, sólo la propuesta de una rendición honrosa para aquellos bravos Tercios. Pero el desafiante orgullo español resplandeció como el sol a través de las confiadas palabras de Bobadilla: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos«. Honor, honra y dignidad no faltaron en su desafiante discurso.
 
Ante la afrenta por respuesta de aquel capitán de los Tercios, el Almirante Holak buscó su venganza en la alianza con el medio físico y, así, se valió de las aguas del Mosa y su discurrir por un canal más alto que el terreno ocupado por la resistencia hispana. El objetivo era abrir una gran brecha en el dique y hacer que sus aguas estancas anegaran la posición española. 
 
Afortunadamente, quedaba el pequeño montículo de Empel, un último halo de esperanza para los nuestros y, presumiblemente, la única tabla de salvación de resistencia de aquellos bregados soldados.
 
Fue entonces cuando un infante del Tercio, que paradójicamente cavaba una trinchera para el descanso eterno de su alma, halló en el barro una pequeña tablilla flamenca con una imagen policromada de la Inmaculada Concepción.
 
Los gritos del sorprendido soldado alertaron a sus compañeros que, colocando el cuadro sobre la bandera española, se arrodillaron ante un improvisado altar para rezar la Salve a aquella Virgen cubierta de lodo. ¡Salve, Virgen Inmaculada! 
 
Todos lo interpretaron como una señal divina pero, especialmente, Francisco Arias de Bobadilla, que no tardó en arengar a sus hombres para instarles al abordaje nocturno de las naves enemigas que rodeaban la isla: «¡Soldados! ¡El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene a salvarnos!». Del desafío se iba a pasar al contraataque de unos hombres reforzados espiritualmente, invencibles, sabedores del rescate de aquella alianza mariana.
A última hora de esa misma tarde, un viento frío arreció y heló las aguas de los ríos. Desde aquella ubicación tan desoladora, en la madrugada del 8 de diciembre, los españoles avanzaron por el inesperado camino de hielo al amparo de la oscuridad y con la inestimable guía de aquella tabla de salvación, la de la benefactora y protectora Inmaculada Concepción.
 
El ataque por sorpresa de los españoles les condujo a una inenarrable y épica victoria sobre un Holak que pronunció las siguientes palabras: «Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan gran milagro». Los diablos parecían haber abandonado el Infierno para, con presteza y gran definición, dar un tremendo golpe de efecto.
 
El milagro se había obrado y los barcos protestantes se hacían a la mar levantando el asedio a la Isla de Bommel entre profundas oraciones y atronadores gritos de aquellos bienaventurados infantes que, embravecidos por el súbito cambio de escenario, habían logrado esquivar y rechazar la invitación cursada por la Muerte.
Articulo publicado ayer en https://www.elsoldigital.es/