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28 de Noviembre de 1975

 

Franco no ha sido solo el Caudillo victorioso de la Cruzada, el artífice de la paz, la espada más limpia de Europa. Franco ha sido, y lo que es más importante, será, un símbolo para los españoles de hoy y de mañana; y también para todos los que en cual­quier lugar de la tierra continúen creyendo en la nación como unidad de convivencia y de destino.

La gran lección de la vida y de la muerte de Franco está en su entrega continua y generosa a la Patria y en haber sido piedra de toque y hecho desencadenante a escala universal para la toma de posición ideológica y táctica. Por eso, cuanto hubo de acontecimiento llamativo en la biografía de Franco ha tenido resonan­cia universal, y ahora mismo el mundo entero llora o se alegra -según mentalidades y actitudes- ante el último acontecimiento: el de su muerte.

Para nosotros, que hemos ido contemplando, denunciando y combatiendo durante años, la erosión paulatina del Régimen, atacado desde fuera por los que no perdonaron la Victoria, y desde dentro por algunos de sus beneficiarios, desagradecidos y desertores, Franco -pese a todo y ante todo- es el símbolo alzado de la nación reconquistada para sí misma y el alerta constante ante la reali­dad dolorosa de que la batalla de la paz, de la dignidad y de la justicia, no puede en ningún terreno abandonarse, so pena de que se malogre un esfuerzo gigante y de que el sacrificio solicitado y realizado se haga estéril.

Lo que Franco simboliza, nosotros, en cuanto nos sea posible, lo seguiremos sirviendo con la misma lealtad que lo hicimos durante su vida. Los hombres pasan, pero lo que ellos repre­sentan, en ocasiones a pesar de sí mismos, eso perdura y de algún modo se eterniza.

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Por eso, nosotros, que no hemos sido lacayos del Régimen, ni oficialistas del Sistema, pero que tampoco hemos sido ni traidores ni enemigos, ante el cadáver del Jefe del Estado español, nos ponemos en pie, elevamos, llenos de congoja, una oración por su alma, y nos decimos y decimos a todos: «Franco ha muerto. ¡Viva Franco!”