20/05/2024 13:42
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Días de odio, el último furor. Son los que se estilan en nuestra más rabiosa actualidad, momentos en los que nuestros relojes no tienen agujas, minutos u horas para lanzar soflamas que alimenten nuestros más perversos e iracundos insultos en forma de palabras que sirven como testimonio de un creciente malestar, el provocado por los agitadores profesionales de la discordia con sus correspondientes reminiscencias de agitprop.
 
Aquí y ahora, no tenemos límites temporales ni espacios fisicos como aquellos dos intensos minutos orwellianos en el Ministerio de la Verdad de «1984». No nos hacen falta. Nos sobran gasolina, perfiles y caracteres en un tuit para, en cualquier sitio y momento, atacar, criticar y señalar los objetivos marcados por los expertos de la distracción, de la ineficiencia, de una ignorancia superlativa que se camufla bajo el sesgo del arte de birlibirloque y el imperativo ideológico de sus dictadorzuelos, esos que provocan la ignición de nuestra ira para echar balones fuera, desviar lo que realmente nos afecta e importa y, sobre todo, perpetuarse en el poder. 
 
Hoy, internet y las redes sociales se encargan de la masiva recopilación de tus acciones y movimientos; de registrar gestos, intereses, actitudes y aptitudes según mensajes, posts, historias o vídeos que, luego, los algoritmos y los verificadores utilizan para, de manera omnisciente, controlar las huellas de tu paseo por una virtualidad peligrosamente monitorizada. Tu pensamiento y proceder, en su punto de mira. Ya no son tuyos y lo sabes. Se trata de la versión moderna de Big Brother.
 
Y todo cuenta para el rédito político de los actuales flautistas de Hamelin; habituales en comparsas, propósitos y campañas metódica y melódicamente orquestadas en beneficio propio, en el de sus adláteres y en el de esa infame poltrona que les concede miserables y subvencionados privilegios para distorsionar nuestra sórdida realidad y los más básicos principios de una democracia prostituida con el beneplácito de agentes sociales y bendecida por los estómagos agradecidos de, entre otros, los cínicos representantes del sindicalismo.
 
Orwell, como muchos otros autores, sabía del  apetito por crear un enemigo, de ficcionar conflictos y desencuentros, de crear un elemento antagónico para, en el escenario de un régimen opresivo, jugar con las emociones y pensamientos de la población. 
 
Para ello, la mentira y la manipulación siguen encargándose del resto y, en pleno siglo XXI después de más de setenta años de la publicación de su novela «1984», la sobredosis de farsa que vivimos no hace más que corroborar su vaticinio o el de autores anteriores—Zamyatin o Huxley—, que le precedieron con terroríficos y distópicos mundos como los retratados en «Nosotros» o «Un mundo feliz». La realidad ya ha superado aquellas lejanas ficciones hasta el punto de convertir sus mundos distópicos en situaciones que vemos, vivimos y padecemos en nuestra cotidianidad.
 
Hablaba el poeta británico William Blake de la necesidad de rivales y oposiciones para hallar el progreso, como las diversas formas en las que el malvado Sauron de Tolkien aparece en nuestro presente y presencia. También, el escritor sudafricano sabía de esa maligna sintomatología y podía hablar en primera persona y con conocimiento de causa debido, en gran parte, a las tristes vicisitudes familiares y sociales de las primeras décadas de su vida hasta su definitiva licencia del Royal Army tras la Gran Guerra.
 
Y la maldad, distribuida en «píldoras» de diversa índole, ha ido evolucionando hasta toparse con la irracionalidad, el anonimato y la superficialidad que ofrecen las tecnologías. Éstas representan el perfecto caldo de cultivo para alimentar nuestro más profundo y retorcido pensamiento, ese que, casi por inercia y vocación, parece haber sido inoculado en nuestro ADN dando muestra de un alarmante y asombroso servilismo en gran parte de una población aletargada, adulterada, aborregada, transformada en la marioneta de un poder que, con movimientos estudiados y dirigidos, no deja de sembrar miedo, disensión y fracción social sin necesidad de un Gran Hermano que dicte consignas de odio contra supuestos enemigos convertidos en aliados de su vil causa. Los haters proliferan en cualquier campo y su alcance no entiende de ningún tipo de restricción o moralidad.
 
Orwell se anticipó a vivencias y percepciones del presente, desde el revisionismo histórico ejecutado por Winston Smith hasta la continua monitorización y geolocalización de nuestros movimientos pasando por el sutil uso de la «neolengua» con el malvado fin de lograr la instauración del miedo en una población que, cada vez más sumisa y agotada, se encamina a un deshumanizado abismo en el que habitan la indiferencia, la mentira y la tiranía impuesta por el despiadado e implacable látigo de la manipulación.