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Un loro multicolor suelta gracietas picaronas; un aterido gatito se deja secar amorosamente por su dueña tras caer «por descuido» a la piscina; un caballo camina con brioso gesto sobre una superficie de ascuas…
Por lo general, no solemos reparar en la trastienda de este tipo de publicidad, quizá porque precisamente se trata de «simple publicidad», al fin y al cabo la hermana menor de las artes escénicas. Pero trastienda la hay, sin duda, y no resulta excesivo pensar que, dirigidos los hilos por humanos, los animales, con su estigma de tales cosido a la espalda, sean también aquí meros elementos de atrezzo al servicio de intereses comerciales, donde lo que importa es la racaudación final, y no tanto el buen trato a la tortuga de turno.
El extraordinario desarrollo de los medios audiovisuales en los últimos tiempos ha traído consigo un mayor uso de animales en el ámbito publicitario, siendo estos utilizados como gancho comercial, bien apelando a los sentimientos positivos que despiertan, bien como meras unidades estéticas (icónicas). Al parecer, la aparición de determinados animales en según qué mensajes funciona. Pero las cosas están cambiando. Manifiesta un asesor en Estrategia y Comunicación que «la inclusión de animales en los anuncios publicitarios se debe al «principio de sustitución necesaria»». Para que nos entendamos: la divulgación requerida necesita de actores ajenos al producto divulgado. Como buen experto, clasifica él los diferentes usos de animales en distintas categorías, una de ellas bajo el curioso epígrafe de «nuda comparación», donde la clave está, al parecer, en la simplicidad de las características que por lo común se atribuyen a aquellos: el tigre equivale a fiereza; el guepardo significa velocidad; el león representa la fortaleza. A tenor de la insistencia, parece que el uso de animales en publicidad ofrece muy buenos dividendos a las empresas. Pero ¿es un «buen negocio» para ellos?
Por supuesto que puede hacerse publicidad sin que ello repercuta de manera negativa en sus actores animales (hay muchos y buenos ejemplos). Pero con demasiada frecuencia el anuncio tiene su «lado oscuro». Mientras nos resulta familiar leer en los títulos de crédito de las películas aquello de que Ningún animal sufrió malos tratos durante el rodaje de este film (salvo los que murieron a golpes, ahogados o empalados), parece que en el campo de la publicidad las cosas van algo más lentas. Al menos, es lo que denuncian algunas campañas de colectivos animalistas, que fijan su objetivo en informar y concienciar sobre el indebido trato que sufren muchos de estos «actores» en ciertas producciones audiovisuales. Declara otra experta en comunicación: «Cuando colocamos a los animales delante de una cámara, dejan de comportarse como ellos mismos, perdidos como están en un mundo que no es el suyo y obligados a un guión que va contra su naturaleza». Pinta lógico, ¿no?
La violencia hacia los animales no se limita por supuesto a la agresión directa y activa, sino que hay otras muchas formas de atentar contra sus intereses elementales: obligarles a actuar contra su condición, por ejemplo. Aunque estas maneras de agresión se muestren más sutiles ―y por ello pasen desapercibidas para el grueso de la opinión pública―, sus críticos aseguran que «los efectos psicológicos y físicos perdurarán para siempre». Existen lugares en la red que ofrecen prácticas clases sobre «gesticulación primate», y queda claro que la sensación del profano no coincide demasiado con la realidad.
Hace algunos años tuvo cierta repercusión el spot Vota a Mono, que sirvió de lanzadera para una campaña informativa sobre las consecuencias que una «publicidad deshonesta» puede tener para los animales. En el spot aparece Tiby como candidato a la cartera de Economía, encorbatado en su despacho y ofreciendo mítines a diestro y siniestro. Pero los bonobos, que se sepa, no hacen en su estado natural nada de esto. Es por ello que sus denunciantes hablan sin tapujos de «graves abusos». Tiby era propiedad de un circo francés, donde nació varias décadas atrás, y en realidad no había conocido otra cosa que las actuaciones en la pista y una vida trashumante: nada que pudiera parecerse ni por asomo a su vida natural en las selvas africanas. De hecho, no era la primera vez que participaba contra su voluntad en un anuncio, lo que da idea del grado de explotación de estos animales cuando hay un cheque por medio. Tiby es el palpable ejemplo de cómo la publicidad, además de un arte, puede presentarse con frecuencia en forma de engaño manifiesto. Porque en los bonobos la «sonrisa» no representa felicidad, sino pánico; porque sus ojos dicen en realidad «no me gusta» cuando nosotros leemos en ellos «estoy encantado»; porque sus gestos, transcritos con un mínimo de ética y empatía, nos advierten que Tiby quiere abandonar cuando antes el set de grabación, pues para ella supone lo que supondría para cualquiera de nosotros en similares circunstancias: una insoportable tortura emocional.
Las inmensas posibilidades que hoy nos ofrece la recreación virtual de casi cualquier escena publicitaria convierte al uso de animales silvestres ―y domésticos― en un recurso por completo innecesario. En realidad, es una suerte que la tecnología pueda brindarnos todo esto, pues despoja a sus obcecados defensores de toda excusa para seguir insistiendo en una mala praxis profesional. No deja de resultar paradójico que se recurra al uso de animales en publicidad porque nos inspiran buenos sentimientos, y que al mismo tiempo sigamos reservándoles un estatuto moral tan ínfimo: simples recursos a nuestra disposición. Quizá en este escenario se refleje también esa suerte de esquizofrenia moral que ha presidido desde siempre nuestra relación con ellos.
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