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Tras la muerte del denostado Caudillo en 1975 (aquel que dejó a España como octava potencia mundial; el creador de la más humana y exitosa Seguridad Social, por la que venían los europeos a sus «vacaciones médicas»; el de los pantanos; el de la clase media… y trecientas cosas más), que dejó de herencia aquel paradigma de justicia, honestidad, patriotismo y progreso llamado Leyes Fundamentales del Reino, ya desconocidas, se inició la más artera revolución, amparada y propiciada por muchos de los hijos (espurios, claro) de aquel (otrora glorioso) Movimiento Nacional, que parecía moría con su creador, y traicionado hasta por el propio elemento catalizador (esa era la pretensión) de aquella Transición, que se esperaba una continuación del progreso y pujanza nacional.

 

A la muerte del Generalísimo, digo, las nuevas y progresistas Cortes Constituyentes, inventaron una octava Ley Fundamental, Ley para la Reforma Política (que mejor debió llamarse para la aniquilación), que justificaría el paso de la ley a la ley, que no puedo dejar de sentir como un retroceso a los peores tiempos del siglo XIX, eso sí, con el amparo y beneplácito de toda la Europa progresista: llegaba, por fin, a la atrasada y oscura España (otra vez), la libertad, la luz y felicidad de la democracia liberal de partidos; aunque tengo para mí, que solamente debe haber un partido: España. No me hagan mucho caso, es algo que me enseñaron de pequeño.

 

Y es que, cuando una asamblea constituyente se reúne (la francesa, la soviética, la mejicana), tiende a desentenderse de la tradición nacional, y pactan y engendran una nueva entraña nacional, y vienen a dar forma y fundamento (ahora sí) al verdadero nacimiento de la nación: la patria será lo que diga la Constitución, lo que pacten los constituyentes.

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Pero esa nueva ilusoria entelequia pactada por el nuevo poder, no tiene otro sustento que la propaganda gubernamental pertinaz y cotidiana, que crea en el imaginario colectivo la idea de que cualquiera que se oponga al nuevo orden establecido, es un enemigo de la sociedad, de la libertad y del progreso; vamos, un bicho muy malo y peligroso.

 

Pero ese adoctrinamiento ilusorio, corre el riesgo de desaparecer en el momento en que la propaganda revolucionaria deja de ejercer su influjo sobre la mente colectiva, social, donde el individuo ha sido eliminado, donde el criterio individual ha sido disuelto en el caldo de la propaganda de la nueva oligarquía.

 

Mas, cuando los órganos naturales, la razón y sustancia histórica, son sustituidos por la ilusoria entelequia sacralizada de la voluntad popular o voluntad general, la patria, la entraña de la patria, se desvanece, y se corre el riesgo de nefastas consecuencias; sometida la razón y la justicia, y abiertas las puertas a la mezquina satisfacción personal de complejos y odios, es probable que origine lo que podíamos llamar una selección invertida, es decir, donde los peores, moral e intelectivamente, que las mentes más mediocres, accedan al poder merced la inverosímil taumaturgia del voto popular, en ese sufragio donde todas las voluntades son igualmente valoradas.

 

Y a tanto llegaron sus nefastos y absurdos efectos en los últimos tiempos de nuestra historia, que pudieron alcanzar puestos de poder (que deberían ser de servicio y sacrificio por el bien común) personajes tan siniestros y esperpénticos como Zapatero o Pedro Sánchez, y personajes tan indocumentados, majaderos y mentecatos como Pablo Iglesias o Rufián; la lista es tan larga y vergonzosa desde hace tanto tiempo: traidores, vividores, malvados, aprovechados, incultos…    

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Nuestro mórbido ambiente social cotidiano (hoy amparado por la aplanadora de una globalización aterradora), la revolución silenciosa, más cruel y cínica que cualquier otra, sigue destruyendo el alma nacional e individual, la razón más sencilla, los principios más básicos. Y esta morbilidad intelectual y moral, este camino de liquidación nacional, no podrá revertirse mientras cada hijo de España no vuelva con heroico y limpio amor sus ojos al alma de España. En nuestra grandiosa y fuerte tradición de pueblo antiguo está el cauterio a tanta felonía.

 

Autor

Amadeo A. Valladares
Amadeo A. Valladares