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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de «Kohailan» la yegua madre de los pura sangre árabes y el caballo de las mil y una noches

«KOHAILAN»

LA YEGUA MADRE DE

LOS PURA SANGRE ÁRABES

Cuentan las tradiciones árabes que el día que nació Mahoma «el cielo y la tierra se conmovieron» y que «el lago Sawa vio cómo sus aguas regresaban a sus secretos manantiales, dejando el lecho seco, mientras el Tigris se salía de cauce e inundaba las tierras próximas»… y Washington Irving añade que «el palacio de Cosroes, rey de Persia, tembló hasta sus cimientos y varias de sus torres cayeron por tierra, porque aquella noche tan agitada el kadí o juez de Persia vio en sueños cómo un corcel árabe dominaba a un camello feroz…, lo que fue interpretado como una gran amenaza que llegaría de Arabia».

Y de Arabia llegaron un día los pura sangre de la raza equina que fueron y han sido «madre» de todos los grandes caballos de la Historia desde el siglo VI de nuestra era.

Pero ¿cómo y cuándo se inicia la «larga marcha» del caballo árabe?, ¿cuál fue el primer caballo del que se tienen noticias?… y ¿dónde nacían y se criaban antaño los mejores ejemplos de la raza? Veamos:

Según los relatos bíblicos, los beduinos del desierto son descendientes de Ismael, el hijo de Abraham y Agar, la sierva de su esposa Sara… aquel que hubo de huir y criarse en el desierto desde su más tierna infancia. Las leyendas cuentan que Ismael y su madre hubiesen muerto de sed si el Dios de Abraham no se hubiera compadecido de ellos hasta el punto de abrirles un pozo en plena meseta del Najd, no lejos de Medina y de La Meca, y justo en el centro de la península arábiga. Entonces Ismael aprendió a vivir casi en contra de la naturaleza y se hizo fuerte y sagaz como un animal salvaje. Y así creció y se hizo hombre. Hasta que un día capturó una yegua preñada cuya piel brillaba como la arena de su entorno cuando la calienta el sol o la refresca la luna. Aquella yegua a la postre parió un potrillo medio salvaje y libre que muy pronto se transformó en un semental indómito, pero fuerte, resistente al hambre y la sed, al fuego abrasador o al frío más intenso…

E Ismael, naturalmente, se enamoró de ambos con la beatitud que, sin saber muy bien por qué, adoraba al Dios de su padre. Tanto que otro día los unió para que naciera «el caballo perfecto»… ¡y así nacieron los nobles caballos del desierto!

Los descendientes de Ismael llamaron a aquella yegua Kohailan, que quiere decir «el antílope negro», y a ella se remontan todos los pedigrís de las cien razas que se precian de pura sangre. También se sabe que eran «nietos» suyos los caballos que la reina de Saba, la bellísima Balkis, regaló a Salomón cuando movida por la fama de sabio de éste le visitó en Jerusalén… lo cual confirma que los históricos caballos del rey Salomón («espléndidos caballos de pecho ancho, de costados estrechos, de cascos lisos y resistentes, que cuando golpeaban el suelo hacían saltar haces de chispas») eran de origen árabe y no «turcomanos», como alguien ha dicho.

Kohailan debió de dejar una larga descendencia (entre otras cosas, por su larga vida), ya que el árbol genealógico de los pura sangre árabes extendió sus ramas hasta los confines del Atlas marroquí y las mesetas del Indostán, a un lado y otro de la Arabia donde había de nacer Mahoma.

De ahí que no sorprenda el hecho de que cuando la «Media Luna» decide blandir la espada lo haga a lomos de unos caballos «fuera de serie» y que el propio profeta de Dios viese en el noble animal «nacido del viento» el instrumento o medio que Alá le ponía en sus manos para derrotar a los no creyentes y conquistar el mundo.

Sin embargo, hay que reconocer algo evidente: que el verdadero «padre» de los pura sangre árabes fue Mahoma, ya que el año 569 de la era cristiana Kohailan sólo era un recuerdo, una leyenda transmitida de padres a hijos.

¿Y cómo fue ello?

Cuenta la tradición que en cierta ocasión Mahoma, el profeta de Alá el Misericordioso, estableció su campamento a orillas de un río de reflejos plateados y aguas cristalinas, y que con él tenía cien yeguas… «Entonces, y por inspiración del propio Alá -dice la leyenda-, Mahoma decidió no dar agua que beber a las yeguas durante tres días y tres noches, lo que hacía sufrir cruelmente a los animales … Al cuarto día Mahoma mandó liberar a las yeguas y éstas, naturalmente, se precipitaron hacia el río para calmar la sed… En ese momento el profeta ordenó a sus trompetas tocar a la carga, y de la manada que galopaba hacia el río se separaron en seco cinco yeguas, las cuales volvieron hacia su amo renunciando al frescor del agua y al placer de la sed saciada, pero relinchando alegremente. Mahoma les dio entonces su bendición y decidió que sólo ellas fueran dedicadas a la crianza…» Aquellas cinco yeguas fueron conocidas desde aquel día como Khamsa al-Rasul Allah, o sea, «las cinco del profeta de Alá» y fueron bautizadas individualmente con los nombres de AbbayahSaqlawiyahKobailahHandaniyah y Habdah

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Pero de estas cinco yeguas, así como de las nueve mujeres legales, las cuatro espadas y sus camellos preferidos, tendremos que hablar más despacio… pues antes de seguir adelante no hay más remedio que dedicar unas palabras a los «hombres del desierto», es decir, a los hombres que hicieron posible la supervivencia de los pura sangre árabes.

Irving nos los describe así:

 

«En los primeros tiempos se produjo una clara distinción entre los árabes que poseían ciudades y castillos y los que vivían en tiendas… Algunos de los primeros ocuparon los valles fértiles y rodearon sus viviendas con viñedos y huertas, plantaciones de palmeras, campos de trigo y pastos abundantes… Fue entre los otros árabes, sin embargo, los vagabundos del desierto, donde se conservó el carácter nacional con toda su primitiva fuerza y frescor. De costumbres nómadas, dedicados a tareas pastoriles, familiarizados por experiencia y tradición con los recursos secretos del desierto, llevaban vida errante, trasladándose de un lugar a otro en busca de los pozos y manantiales utilizados por sus antepasados desde los días de los patriarcas; acampaban donde encontraban datileras que les brindaban sombra y sustento y pasto para sus rebaños y camellos. Cuando acababan las reservas, cambiaban de residencia… La necesidad de estar en continua alerta para defender sus rebaños hacía que los árabes del desierto estuvieran familiarizados con el ejercicio de las armas. Nadie los superaba en el uso del arco, la lanza y la cimitarra… y sobre todo en el dominio de los caballos, en cuya crianza y doma eran verdaderos maestros.»

 

Porque, curiosamente, el árabe del desierto utilizaba el camello («el barco del desierto») pero amaba el caballo…, el animal que Alá había creado de un puñado del Viento del Sur.

 

 

EL CABALLO

DE LAS MIL Y UNA NOCHES

 

Vamos a dejar descansar a Mahoma y sus «caballos del desierto»… Sí, porque quiero hablar del caballo que más me ha intrigado en los largos meses de «lecturas equinas». Me refiero al caballo Encantado de Las mil y una noches. ¿Cómo pudo el autor de ese racimo de leyendas legendarias inventarse una máquina voladora seis o siete siglos antes de que se inventara la aviación o incluso antes de que Leonardo da Vinci viniera al mundo? Les aseguro que este tema bien se merecería una tesis doctoral.

La Historia del caballo Encantado es una de las que aquella sagaz sultana Sherezade contó al soberano de Persia, su marido, durante las largas «mil y una noches» de la leyenda, y comienza así:

 

«Terminaba su audiencia pública un día el rey de Nehu, cuando vio venir hacia él un indio de mirada aviesa y cabellos crespos. Llevaba un hermoso caballo negro por la brida y, al pronto, parecía éste un caballo de verdad.

El rey se le quedó mirando y le indicó que dijese qué deseaba.

-Señor -dijo el indio-, este caballo que aquí veis es maravilloso. Con él podéis trasladaros en un momento a cualquier lugar que elijáis, por lejano que esté el lugar en que lo montéis.

Quiso el rey averiguar si ello era cierto y se acercó a verlo mejor. Pero el caballo no ofrecía más particularidad que estar completamente inmóvil y como sin vida.

-Estoy dispuesto a hacer la experiencia delante de Vuestra Majestad -dijo el indio-. Y nada mejor que probarlo en seguida.

Diciendo esto montó el caballo, metió los pies en los estribos y esperó la orden del rey. A varias leguas de la capital había una montaña que el rey solía visitar cuando iba de caza y que se llamaba Chirah. Allí indicó al indio que fuese.

-No es muy grande la distancia, pero me bastará para juzgar de la velocidad y cualidades de tu caballo. Al pie del monte hay una palmera, corta una rama y vuelve con ella.

El indio hizo una señal de obediencia y empujó una clavija. Al punto el caballo negro se elevó por los aires y desapareció de la vista de la corte.

Pasaron muy pocos instantes y volvió a verse por los aires. El indio llevaba en la mano la rama de palmera.

Muy admirado el rey y gozoso de poder adquirir tan portentoso caballo, le preguntó al indio cuánto quería por él.

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-Eso en el caso de que queráis venderlo -le dijo-, pues supongo que con esta intención me lo habéis mostrado.

-No, Majestad. Este caballo no puede ponerse a la venta y no era esa mi intención al mostraros sus cualidades. Lo aprecio mucho y no lo cederé sino a cambio de algo que lo merezca.

-Habla, pues. Mi reino es dilatado y puedo ofrecerte honores y seguridades para el resto de tu vida.

-A cambio de este caballo, Majestad, deseo la mano de vuestra hija, la princesa Peruze.

La corte entera se estremeció al oír tan atrevida propuesta. Era el indio tan desmedrado y repugnante de cuerpo que no se concebía a la princesa casada con él. El rey se quedó callado.

El príncipe Firuz, que asistía a la curiosa escena, viendo que su padre no decía nada, se enardeció y dijo colérico:

-Señor, ¿acaso vaciláis en contestar el atrevimiento de este indio? La princesa, mi hermana, vale mucho más que este caballo por maravilloso que sea.

-No es esa la razón que me hace callar, hijo mío. Trato de encontrar la forma de adquirir, si eso es posible, este caballo por otros medios que casar a tu hermana con un desconocido.

-¿Tanto deseáis poseerlo?

-Sí, hijo mío. No ignoras que estamos rodeados de otros reyes poderosos y a este indio le será fácil que otro monarca lo adquiera. Yo desearía adquirirlo para ti, si este indio consiente en un convenio.

-Pero, padre, por ahora este caballo sólo le sirve a él. Quizá a mí no me serviría para nada.

-Pruébalo, hijo. Estoy seguro de que el indio consentirá en ello.

-Así es, señor -dijo el indio.

Firuz no esperó más y se subió al caballo de un salto. Cogió las riendas y apretó la clavija del lado derecho, tal como había visto que lo hacía el indio al partir. El caballo se alzó por los aires y desapareció de la vista de todos los circunstantes.

-¡Ay, de mí, Señor! -gritó entonces el indio-. Ha marchado sin preguntar nada y no sabrá hacerlo bajar.

-¿Cómo no se lo has advertido? -gritó el rey.

-¿Acaso no vio Vuestra Majestad que no me dio tiempo a nada? Si casi no le hemos visto marchar, tan rápidamente ha montado y ha apretado la clavija…

-Pero ¿acaso es muy difícil hacerlo bajar?

-Todo consiste en apretar otra clavija. Quizá el príncipe, cuando se vea en apuros, la busque. Ruego a Vuestra Majestad que no me haga responsable de lo que pueda suceder…» Y etcétera.

 

Porque la historia, naturalmente no acaba aquí, ya que el príncipe Firuz vive mil aventuras y toda una leyenda de amor con la princesa de Bengala.

Las últimas palabras del cuento son éstas: «El caballo encantado fue propiedad del príncipe Firuz durante largos años. Luego no se supo qué había sido de él».

Pero lo que sí se sabe, porque está en la historia completa, es que Encantado era negro, que desde lejos parecía un caballo real y que se movía gracias a dos palancas (una para subir y otra para bajar) …, lo que incita a pensar que el «animal» tendría que tener un mecanismo interno. ¿Cuál? El autor o autores no hablan de ello. Como más tarde tampoco lo hará Cervantes al inventar su Clavileño… Y, sin embargo, Leonardo fue un enamorado de este «caballo» de Las mil y una noches.

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

 

 

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.