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El término «marxismo cultural» es relativamente nuevo, se emplea para referirse al idealismo hegeliano –tesis, antítesis, síntesis–, presente en la totalidad de los movimientos mal llamados progresistas: feminismo, animalismo, ecologismo…, pues es, el elemento epistemológico que comparten con el marxismo; dialéctica y materialismo.
Personalmente nunca empleo ese término, ni en mis conversaciones ni en mis escritos, no porque crea que las palabras son inadecuadas, si no porque el marxismo no es un elemento exclusivo de la cultura, más bien es una manera de pensar –de pensarse a uno mismo y a los demás–, basado en la fe de la plusvalía, que tiene como consecuencia productos folclóricos, que desde luego influyen en la cultura de una sociedad.
La definición es insuficiente, no tiene en cuenta su elemento fundamental; la causa de sus imposibilidades prácticas, de sus insuficiencias teóricas y de su potencial psicológico, esto es, su elemento religioso o de fe.
El marxismo es una filosofía de muy poca importancia en el razonamiento práctico y para la teoría del conocimiento, que por contingencias si la he tenido en la historia, sus postulado fundamental, «la plusvalía», es un error teórico y práctico que cualquiera con mínimas facultades para discernir sobre la realidad apreciaría a poco que reflexionase .
Este dogma de fe –plusvalía: el valor de un objeto se calcula por el tiempo invertido en producirlo–, es el punto de partida de una cosmovisión que produce de manera inevitable el declive de las sociedades que apoyan en el su sistema moral. Su dialéctica explica los hechos a partir del concepto de opresor y de oprimido –segundo postulado como consecuencia del primero–, produciendo lo que se ha llamado «materialismo histórico», que es, una visión de los acontecimientos basada en los dos errores anteriores.
No se conoce por el momento una “ideología política” más fácil de vender y de asumir por sus destinatarios, su doctrina constituye una fantasía agradable de digerir, sus promesas alivian la mente del adepto de sus propias incapacidades, le dan la esperanza de que una vez se acabe con el enemigo ancestral –el opresor– llegará la tierra prometida de vino y miel, su dualismo se ve fascinado por “la verdad”, y sus instintos primitivos en parte satisfechos.
A los jerarcas de la izquierda no se les debe subestimar en este punto, conocen a la perfección la irrealidad de los errores que predican, y no dudan en utilizar su potencial psicológico como medio para ganarse a las masas. Una vez que el sujeto ha asumido sus doctrinas no apostatará hasta verse superado por la realidad –la cura de la irrealidad es la realidad–, lo que no sucede hasta que las circunstancias lo hacen inevitable.
No podemos contemplar ya al marxismo como una teoría del conocimiento o como una ideología política, hay que referirse a las cosas por lo que las cosas son, y en este caso estamos ante una religión no teísta que tiene una importante influencia, no solo en la cultura, si no en todo lo que es social, por eso es más adecuado utilizar el término «marxismo social» en vez de «marxismo cultural» .
Esta nueva religión es poderosa, ha logrado imponerse con más o menos resistencia en toda la sociedad, y ha sustituido a una iglesia timorata que ha capitulado sin condiciones. El problema no es que la nueva haya sustituido a la vieja, es que la anterior nos condujo al racionalismo y al progreso empírico, y la nueva lo pone en peligro constante.
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