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Si el corazón en paz ve una fiesta en todas las aldeas, según el proverbio hindú, el espíritu angustiado no encuentra armonía en ningún destino. Queremos ser felices, incluso más felices que los demás, pero eso es complicado, porque siempre les imaginamos más felices de lo que son en realidad. A pesar de esa huida hacia adelante, ese carpe diem con el que tratamos de autoengañarnos invadiendo calles y autopistas en este puente de la Constitución y de la Inmaculada, a pesar de que tratemos de olvidar pasado y presente, e ignorar el futuro, haciendo descender la curva del ahorro nacional en más de un 60%, viejos y jóvenes restos se han amontonado en las tumbas en estos falsos tiempos de pandemias y demás abusos.

 

Ninguna cabeza entre el común de las gentes escapa a la crueldad de los Amos del Mundo, representantes hoy de la Proserpina más sádica. Si todas las nuevas enfermedades equivalen a una peste, porque se carece de la necesaria ciencia y de la conveniente tranquilidad de espíritu para reconocerlas, la que nos han preparado en el presente y las que nos tienen preparadas para el futuro, aumentan su terror gracias al añadido de una satánica propaganda que obliga a que la fantasía ejerza su influencia y afiebre la salud misma de la sociedad al completo.

 

Todo esto afectaría menos si no tuviésemos que lamentarnos del dolor ajeno, además del propio, pues desde hace ya dos años tenemos que servir de guías y de preocuparnos con humillante impotencia de nuestros allegados. Nuestra inmunidad biológica, nuestra capacidad inmunitaria, nuestros anticuerpos inmunizantes, las defensas personales que siempre nos acompañan, no resuelven ahora el problema, porque la gran mayoría parece haberlas perdido u olvidado. Y desde el oficialismo sanitario se nos niegan o minimizan. La aprensión, que antaño apenas agobiaba a unos pocos, es en la actualidad lo que identifica a una muchedumbre más dada a la actitud huidiza que a la disposición gallarda.

 

Los aún vivos parecen padecer una muerte social, exenta de dolor físico, que se dilata en el tiempo y que simula consolarse con una resignación ovina, vigilada por la propaganda pública que diariamente gotea su veneno adictivo sin ceremonias, duelos ni tumultos. Todo está controlado y en orden, porque todo se ha asumido como natural e inevitable. Y ahora, por si se nos ocurría relajarnos, han puesto en marcha el Ómicron.

 

Y que este cuento difundido ecuménicamente no sea así como lo cuentan, sino una absoluta patraña, que todo este plan constituya un designio globalista demoníaco, artificiosamente creado, es lo de menos. La multitud ha interiorizado de tal forma el hecho luctuoso que indistintamente prepara o aguarda la muerte con semblante, porte y voz tan invadidos por el miedo que parece que todos se hallan comprometidos con esta necesidad fúnebre y que la condenación es universal e ineludible.

 

Si antes la muerte era vista como parte de la vida, he aquí que ahora parece presentarse como un elemento nuevo de lo contingente, brotado gracias a una maldición de la que no culpamos a los Amos del Mundo, sus instigadores, ni a sus sicarios, sino a ese prójimo que cuestiona el relato de los jefes y ha decidido no vacunarse y de paso caminar con su rostro libre de mascarillas. Ya no existen otras enfermedades, sólo la del omnipresente virus que todo lo ocupa, y contra el cual no dejan de recomendarnos las autoridades y sus voceros protección, a costa, claro está, de amenazarnos, dividirnos, encadenarnos y estigmatizarnos, es decir, a costa de nuestra dignidad y libertad.

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Si respecto del SIDA esas mismas voces no dejaban de minimizar dicha enfermedad y de animarnos para que compartiéramos mesa y mantel con sus afectados, con el COVID ocurre lo contrario. La diferencia es que mientras aquel síndrome suponía un paso atrás en su colonización homosexista, una piedra en su engranaje LGTBI, este virus significa un avance esencial hacia los objetivos de sus agendas genocidas y esclavistas.

 

El caso es que, hoy, salir a la calle supone cruzarte con una muchedumbre de no-muertos que parecen sucumbir a la fatalidad, agotadas ya las lágrimas, como temiendo quedarse atrás envueltos en una soledad tremenda, encogidos, inquietos por las correspondientes sepulturas, cargados con la preocupación de quedarse atrás a la hora de sobrevivir unas cuantas horas más en lucha sorda y solitaria contra su destino.

 

Y todo ello se debe a que hemos obedecido al Infierno abandonando a la naturaleza, sin haber llegado a aprender su secular lección, siendo así que nos conducía tan sabia, segura y felizmente. Lo amargo del asunto es que, entre los críticos, pocos son ya los que confían en poder aún recuperar las huellas de su instrucción, superando nuestra ignorancia y nuestro miedo, afecciones del alma que siempre van unidas, y que la misma ciencia recapacite y vuelva humildemente a su obligación de pedirle prestado a dicha naturaleza sus recursos para fabricar con ellos un modelo apto de constancia, tranquilidad e inocencia para la humanidad, imitándola en las acciones más elementales de la virtud.

 

Pocos son los que creen que nuestra prudencia aprenderá de ella las más útiles enseñanzas aplicables a las partes más necesarias de nuestra vida. Especialmente la manera de vivir y morir; amar y educar a nuestros hijos, cuidar de nuestros bienes y honrar a la justicia. Porque de la naturaleza siempre se han valido los hombres y la han respetado, al contrario que estos muñidores del NOM, que han abandonado su senda, desnaturalizando las cosas y las ideas mediante demenciales proyectos de ingeniería social.

 

A casi todo el mundo le ha procurado mayor angustia prepararse para la muerte que experimentarla. Lo cierto es que a esta sociedad afligida por una peste anunciada no sólo la ha herido el golpe, sino el ruido y el viento programados por unos medios informativos atentos a la voz de su amo. ¿De qué sirve ir recogiendo el miedo y previniendo un hipotético futuro, si con ello perdemos el presente y nos adelantamos a unas miserias que desconocemos y que pueden no producirse nunca?

 

No se trata de pedir al común que se comporte como los filósofos, cuya vida suele consistir, resumiendo, en una meditación sobre el último trance, pero tal vez sea ocasión de recordar, con Séneca, que sufre más de lo necesario quien se aflige antes de que sea necesario. La tempestad globalista nos ha sorprendido en esta orilla y haríamos bien en defendernos de esa tempestad sin dejar de sentirnos dueños de nosotros mismos y de dicha orilla, o al menos huéspedes conscientes de nuestros derechos, nunca entregarnos sumisamente a las amenazas y atropellos de los diablos.

 

El gran crimen de este pacto entre plutocracia y marxismo, y de su cohorte de sicarios, no es primordialmente el ejercer como sementeros de esclavitudes y de luctuosos desenlaces, sino el impulsar con decidida resolución una atmósfera de corral y de muerte como unas pestes aceptables en sí mismas y para nuestro beneficio. Y para que aceptemos esta situación forzada, que constituye una calamidad capaz de producir no sólo óbitos víricos, sino de provocar amarguras, depresiones y suicidios, han puesto en marcha a sus voceros o pedido el silencio de sus jueces injustos y corrompidos, empeñados como están en inficionar la mente, trastornando con ello vida y muerte.

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Lejos de animarnos a vivir la vida y a compartirla, como se hartaron y aún se hartan de hacer con el SIDA, ahora nos lanzan la enfermedad para procurar empleo a sus drogas y éxito a sus proyectos genocidas. Quieren transformarnos en bienes semovientes, que no sepamos vivir, pero tampoco nos enseñan a bien morir. Sólo nos enseñan la desesperanza y el ejercicio de la mansedumbre. Y como saben que los hombres resultan distintos en sentimientos y en fuerzas, así actúan con unos u otros: atemorizando o amenazando, invitando con trampas o chantajeando. Todo, por supuesto, por nuestro bien; con el fin de conducirnos a ese bienestar que anida en su perturbada cabeza, a la felicidad de un futuro lobotomizado en el que no tendremos nada, salvo grilletes.

 

Porque el terror consiste precisamente en el trasfondo sórdido, el reverso oscuro que encierran las cosas que ellos quieren que sigan pareciendo sencillas, el poder tenebroso que se oculta detrás de los actos inocentes, de los comisarios del terror que han infiltrado entre nosotros: científicos, empresarios, médicos, sanitarios, farmacéuticos, propagandistas, intelectuales, policías, eclesiásticos, contertulios, covidiotas, malvados en general… La infamia, hoy, gracias a esos amos luciferinos y a sus esbirros, tiene un rostro cotidiano que te cede el paso en el portal y acecha sonriente a tu lado la llegada del ascensor para subir contigo.

 

Mas, aunque sea inútil, yo diría que nada debe importarnos sino saber vivir con tranquilidad y armonía. Con dignidad. Si así vivimos, sabremos morir igual. Saber vivir es saber morir, y este hecho no es de los más gravosos si nuestro temor no lo hace demasiado pesado. Llegado el caso la naturaleza nos informará al instante suficiente y plenamente, y cumplirá con precisión esta tarea con nosotros.

 

No vendamos nuestra vida ni hagamos el juego a estos criminales y conduzcámonos con orden y prudencia. Si ellos buscan nuestro tormento, mejor que esperar o suplicar su piedad, dispongámonos a encontrar el medio de devolverles ese tormento con intereses. En eso y no en el temor a la muerte es en lo que tenemos que ocuparnos, porque se trata de nuestra liberación.

 

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.