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Hace tan solo unos días se cumplió el 482 de la muerte de la Emperatriz de Isabel de Portugal la primera mujer y única de Carlos I de España y V de Alemania. Con ese motivo algunos periódicos se han referido a lo que sucedió tras su muerte con el Duque de Gandía y en su recuerdo me complace reproducir las mejores páginas que se le dedicaron a la bellísima Isabel de Portufal, según todos los historiadores, los profesores de la Universidad de Madrid, Esther Merino Peral y Eduardo Blasques Mateos. Y los vemos con el capítulo dedicado a las famosas palabras que pronunció el Duque y lo que sucedió tras ver el cadáver de la Emperatriz.
A la muerte de Isabel, Carlos I se retiró dolorido por su fallecimiento, al monasterio de Santa María de la Sisla, encargando a su hijo Felipe la presidencia de la comitiva que trasladó el cadáver de la Emperatriz desde Toledo a Granada, para ser enterrada en la Capilla Real. Carlos decidió cumplir los últimos deseos de Isabel y se ordenó que el cuerpo no se abriera, como era costumbre. Dirigió la comitiva Francisco de Borja, duque de Gandía, como caballerizo de la emperatriz. A la llegada a Granada, donde se debía depositar el cadáver, al serle pedido a los monteros de Espinosa abrir el ataúd en que la llevaban sin separarse nunca ni aún al sueño, y para dar fe del hecho al entregarlo a los monjes que debían sepultarla, y al verla tan alterada en descomposición avanzada por los días de marcha y el calor de la primavera, fue pedido a Francisco allí presente su testimonio también. En ese momento, al contemplar el descompuesto cuerpo de Isabel, Borja, entre lágrimas, pronunció la célebre frase: No puedo jurar que esta sea la emperatriz, pero sí juro que es su cadáver el que aquí ponemos … juro también no más servir a señor que se me pueda morir. Tras esto, decidió optar por la vida religiosa y al enviudar de Leonor de Castro, dama portuguesa y amiga intima de la emperatriz, ingresó en la Compañía de Jesús, donde alcanzó la santidad.
Pero, ya puestos nos complace reproducir también lo que fue su matrimonio y su vida en los tiempos heroicos de aquel Imperio del que llegó a decirse que “nunca se ponía el Sol”:
En 1521 murió Manuel I y le sucedió su hijo Juan III el Piadoso. Las negociaciones entre los dos reinos de la península ibérica dieron como resultado una doble unión hispano-lusa. En 1522 se acordó el matrimonio entre Juan III y Catalina de Austria, hermana menor de Carlos I. Tres años después, en 1525, es su hermana Isabel la que se uniría a Carlos I, el 11 de marzo de 1526,1 teniendo ella 22 años y él 26. La boda se celebró en los Reales Alcázares de Sevilla, en el actual Salón de Embajadores.
Este acuerdo fue importante desde el punto de vista económico para la monarquía hispánica, ya que Isabel aportó una cuantiosa dote, 900.000 doblas de oro, mientras que Carlos otorgaba a su futura esposa todas las rentas del señorío de la ciudad de Alcaraz de La Mancha y la cercana villa de Albacete, así como en calidad de arras 300.000 doblas, para lo cual hubo de hipotecar las villas jienenses de Úbeda, Baeza y Andújar. A pesar de que el matrimonio se realizó por motivos políticos, se dice que fue una pareja feliz; el rey le fue fiel y estaba enamorado y la Reina le quería mucho (Carlos tuvo otros hijos, pero en su soltería y viudez)2 y tras la muerte de Isabel, Carlos I no volvió a contraer matrimonio y estaba con frecuencia melancólico. Isabel era considerada una de las mujeres más bellas de su época,3 y como tal fue retratada por artistas como Tiziano o Leone Leoni.
El matrimonio tuvo cinco hijos, siendo el mayor, el futuro Felipe II de España, el único varón en sobrevivir a la niñez. Isabel de Portugal también sufrió dos abortos y no sobrevivió al segundo, ya que murió dando a luz un prematuro séptimo hijo en uno de los aposentos del toledano palacio de Fuensalida, lugar que hoy alberga la Presidencia del Gobierno de Castilla-La Mancha.
Y como resumen de su vida el resumen que figura en la enciclopedia:
Isabel de Portugal (Lisboa, 24 de octubre de 1503 – Toledo, 1 de mayo de 1539) fue la única esposa de Carlos I de España, y por tanto emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico y reina de España. Actuó como gobernadora de los reinos españoles durante los viajes de su marido por Europa.
Isabel era la segunda hija del rey Manuel I de Portugal y de su segunda esposa, María de Aragón, siendo por tanto infanta de Portugal por nacimiento.1
Isabel era nieta de los Reyes Católicos, por tanto prima hermana de Carlos V. A lo largo de su vida, muchos la compararían con su abuela Isabel I de Castilla, por su carácter y su determinación en la política. Isabel fue sin duda el alma española de Carlos V que, debido a sus viajes por Europa, pasaba poco tiempo en España. De sus trece años de matrimonio, Carlos estuvo la mayor parte del tiempo fuera de España, alejado de sus problemas y devenires políticos. Fue gracias a las gobernaciones ejercidas por la reina Isabel (1529-1532, 1535-1536 y 1538-1539) que España pudo mantenerse independiente de las políticas imperiales.
Infancia y juventud: la Infanta que quería ser emperatriz
Llevaba el nombre de su abuela materna, Isabel I de Castilla, y su tía Isabel, princesa de Asturias, que había sido la primera esposa de su padre. En la línea genealógica de su padre, era nieta del infante Fernando, duque de Viseu (segundo hijo del rey Eduardo de Portugal y hermano del rey Alfonso V de Portugal), y de Beatriz de Portugal, hija de Juan de Portugal (hermano del rey Eduardo). A través de su madre, era nieta de los Reyes católicos.
Forma parte de la cultura popular el deseo inquebrantable de Isabel de Portugal de casarse con su primo, el rey de Castilla y Aragón. Para Manuel I de Portugal, que se había casado con tres infantas españolas (las hijas de los Reyes Católicos y la hermana de Carlos V, Leonor) la alianza entre Portugal y España era imprescindible para poder continuar la exploración de los océanos sin incurrir en enfrentamientos con Castilla. Sin embargo, eran los castellanos, representados en las levantiscas Cortes que hicieron frente a Carlos y sus consejeros flamencos, los principales partidarios de que el rey se casase con su prima portuguesa. Es evidente que Castilla necesitaba más a Portugal que al revés: en el devenir constante de Europa, ahora que Carlos era soberano de tantos reinos, Castilla necesitaba aliados. Era menester que Portugal quedase bajo la órbita de Castilla y no de la Francia (como sucedió en la guerra civil castellana de 1474 a 1479). Que Portugal fuera aliado de Castilla implicaba tener las espaldas cubiertas en la Península y en ultramar. Portugal era la única potencia naval que podría cuestionar la supremacía de Castilla en el Atlántico. Era, además, el reino más rico de la Cristiandad. El consentimiento portugués había permitido que Castilla cimentase su posición en las Canarias y sobre territorios del Reino de Fez (Melilla y Cazaza) y su apoyo era necesario para combatir a los infieles en Berbería. En conclusión, la alianza con Portugal era garantía de paz y estabilidad.
Sin embargo, los consejeros flamencos de Carlos, en especial el señor de Chièvres, le convencieron de relegar la alianza portuguesa a un segundo plano y sustituirla por una alianza con Inglaterra. Los motivos por los que Leonor casó con el rey Manuel y Catalina (la hija póstuma de Felipe el Hermoso y hermana menor de Carlos V) con Juan III, hermano de Isabel, estuvieron ligados al compromiso de Carlos con su otra prima, María Tudor, hija de Enrique VIII de Inglaterra y Catalina de Aragón. El compromiso entre Carlos y María buscaba deshacer una alianza entre Inglaterra y Francia, articulada por el ambicioso cardenal Thomas Wolsey y basada en el matrimonio entre María Tudor y el Delfín. El bien del Sacro Imperio Romano Germánico, del que Carlos consiguió ser elegido emperador en 1520, primaba por encima del bien de España. En Portugal muchos entendieron el rechazo de Isabel y su sustitución por Leonor y Catalina como una ofensa. Fue sin duda una maniobra poco inteligente la de Chièvres. Casar a Carlos con la hija mayor del soberano más rico de Europa tenía muchas más ventajas que casarlo con la princesa María que era muy pequeña. Enrique VIII se encontraba alejado de la política europea; la influencia del poderoso Wolsey, que era poderoso en Inglaterra, mermaba y sus relaciones con Francisco I de Francia habían enturbiado su nombre. Por el contrario, la dote que aportaría Isabel solucionaría muchos de los problemas económicos de Carlos.
El matrimonio con la inglesa era inconcebible: la diferencia de edad dejaría las relaciones entre Inglaterra, España y el Imperio pendientes de un hilo y el heredero que necesitaba Carlos para consolidar su poder tardaría en demasía.
Sin embargo la versión que se hizo más popular y la que se ha transmitido como refrán y cantautores fue la que dice: “Nunca más serviré a señores que en gusanos se puedan convertir”
Y todavía tengo enmarcada en un cuadro en mi casa la interpretación que mi viejo y querido amigo, ya fallecido, don Sabino Fernández Campos. Que al reflexionar sobre el por qué y el cómo y el dónde de la frase del Duque de Gandía, decía:
“Pues yo le daría la vuelta a la frase del Duque y en lugar de decir “Nunca más serviré a señores que en gusanos se puedan convertir” diría: “Nunca más serviré a un señor que en gusano pueda convertirse”
Autores
Esther Merino Peral. Doctora en Historia del Arte. Profesora del Departamento de Historia del Arte de la Universidad Central de Madrid. Especializada en arte militar. Sus investigaciones se centran en el Arte Efímero, el Humanismo Militar y la Tratadística del Renacimiento. Destaca su texto “Escenografía y Arte Efímero”.
Eduardo Blázquez Mateos. Doctor en Historia del Arte de la Universidad de Salamanca y colaborador del Instituto de Danza “Alicia Alonso”. Especializado en Pintura de Paisaje e Historia de los Jardines. Sus investigaciones centran en escenografía paisajística, y estética cinematográfica, entre sus libros destacan “Arte Renacentista en la provincia de Ciudad Real” y “Viaje Artístico por el Valle del Tiétar”.
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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