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El bodegón es la pintura perfecta para imaginar el apocalipsis. Un fin de los tiempos o, al menos, el fin de todo un tiempo. El bodegón nos muestra la intimidad de los objetos, entes creados exclusivamente en base a su utilidad, cuando no hay nadie para usarlos. Un arte que congela el tiempo, que lo detiene, en el sentido más poético de la palabra: despojados de su sentido utilitario, los objetos se descomponen de forma indefectible en una inmensa laguna de tiempo donde la eternidad, el infinito y la nada parecen confundirse hasta perderse. En ese sentido, resulta inevitable sentir una cierta melancolía metafísica.

Ningún pintor del siglo XX ha dominado el arte del bodegón, de la naturaleza muerta, con la maestría y la personalidad de Morandi. Pero más allá de las obras maestras por todos conocidas, lo más interesante de la exposición “Giorgo Morandi. La resonancia infinita”, que se podrá visitar en Madrid hasta enero de 2022, es descubrir el eclecticismo de un autor que tardó en desarrollar un estilo propio y que, mucho antes de eso, experimentó con el futurismo, con el cubismo o con el paisajismo, contando, entre sus influencias más destacadas a brillantes autores de la talla de Cézanne, Braque o De Chirico.

Encuentro muchos paralelismos entre este personaje, Morandi, y otro del que hablaré más adelante, el escritor Lampedusa. Aunque para dos artistas tan encerrados en sí mismos y que, como en el caso de Kafka, disponen de tan pocos hechos biográficos reseñables, lo más correcto no sería decir que hay circunstancias compartidas, sino carencias compartidas. Podríamos sintetizar el rasgo común más elemental citando unas líneas de Antonio Muñoz Molina que encontramos en su ensayo El atrevimiento de mirar (2012): “El arte nos obliga a fijarnos, nos quita de los ojos la miopía y las legañas de la costumbre (…). Cuando un artista es grande de verdad no sólo nos entusiasma con sus obras, también modifica insidiosamente nuestra manera de mirar, se filtra en nuestro mundo sin que lo advertimos, nos influye con más secreta eficacia cuando no somos conscientes de nuestra deuda directa o indirecta con él”. Aunque tampoco queremos resumirlo todo con eso porque, como escribe Julian Barnes en Con los ojos bien abiertos, “Lo único que importa en el arte es aquello que no se puede explicar”.

Especialmente, decía, encontramos críticas compartidas, pues los dos, además de ser italianos, fueron en buena medida condenados por sus contemporáneos y se les reprochaba, de forma más o menos directa, esa extraña manía de dedicarse a “cosas del pasado” como la novela realista o el bodegón en tiempos de los juegos de lenguaje “a lo Joyce” o del arte figurativo con el que, por cierto, no olvidemos que coqueteó Morandi, como se puede comprobar en la exposición “Giorgio Morandi. La resonancia infinita”. El arte, sin embargo, es un presente perenne. En el caso de Morandi como en el de Lampedusa no sólo hay una oposición estética, sino también una oposición política porque ambos no estaban en el bando de la progresía sino en su opuesto. Eran aristócratas y conservadores, lo que desde un punto de vista bienpensante significa fascista y opresor. Memeces, una vez más. Además, podemos decir que tanto Morandi como Lampedusa eran dos solitarios empedernidos. La pintura de uno y la escritura del otro transmiten silencio. Son soliloquios grises llenos de verdad pero que aparecen bajo la tenue apariencia del más discreto de los susurros.

La lejanía de Morandi como pintor, su posición como observador frío y fascinado por los objetos, es muy parecida a aquella con la que Lampedusa retrata a sus personajes en esa obra maestra de la literatura que es El Gatopardo (1963). Parece ser que Morandi tuvo algún coqueteo con el gobierno de Mussolini y con eso bastó para relegar al olvido su trabajo: nadie hizo lo propio con Alberti —ni a mí me hubiera gustado que se hiciera— a pesar de tener el premio Lenin. Pero ya se sabe. Con el paso del tiempo, la figura de Morandi se ha restaurado —Fellini hizo algo en este sentido poniendo algunas de sus pinturas en La dolce vita (1960)—, al punto de que muchos críticos lo consideran el mejor pintor italiano de su siglo. De nuevo ocurre lo mismo que con Lampedusa, sólo que en este caso el rescatador fue Giorgio Bassani —autor él mismo de una obra maestra como lo es El jardín de los Finzi-Contini (1962) y amante de la Ferrara que también pintó Morandi—, en forma de editor dispuesto a publicar El gatopardo: toda la posteridad para él, con independencia de su propia y extraordinaria obra literaria, solo por un gesto como ese.

En cuanto a la obra de Morandi, como se ha dicho ya, las influencias de Cézanne y De Chirico son evidentes. El trazo de uno y la hondura metafísica —”melancolía metafísica”, se lee en alguna parte de El gatopardo: una categoría que podemos adaptar sin problemas a la obra de Morandi— del otro. Pero sus bodegones me parecen más elementales que  los de Cézanne, y por lo tanto más poéticos, más sobrios y contenidos; y sus figuras me interesan mucho más que las de De Chirico, a pesar de que hayan sido menos “importantes”. Doble victoria. Aunque mis opiniones importan poco, solo soy un aficionado.

La Naturaleza muerta (1948) de Morandi es uno de mis cuadros favoritos y los madrileños tenemos la fortuna de poder apreciarlo a nuestro antojo en la colección permanente del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Mi debilidad por el cuadro se debe, en parte, a que el fondo de la pintura remite directamente al fondo de Cesto de frutas (1596), el primer bodegón de la historia, pintado por el gran Caravaggio; pero también tiene unas resonancias ontológicas evidentes si apreciamos y reflexionamos las sombras de los objetos representados sobre el fondo. El género del bodegón es longevo, sigue vivo, y sigue produciendo obras maestras. Podemos hacer nuestras, para referirnos a la citada pintura de Morandi, las palabras que el filósofo Eugenio Trías dedicaba a El Nacimiento de Venus de Botticelli: “El cuadro en su conjunto transpira orden y armonía; podría ser la escenificación de la categoría sensible de belleza, entendida como armonía: conjunción bien modulada de todas las partes en el todo, justa proporción de sus elementos en la composición del conjunto”. Y, en el caso de los bodegones, esa belleza, esa armonía y proporción vienen dadas, precisamente, por su desorden, por su falta de respuesta y por su invitación al silencio.

La naturaleza muerta es la sublimación de lo estático; constituye, pues, una oda a lo transitorio. Captura el instante allí donde se funden, al momento de solaparse, el pasado y el futuro, sin anular la representación de ambos: el pasado como aquello que fue y desapareció; el futuro como aquello que será y desaparecerá. El pintor de una naturaleza muerta consigue, con la aparente captura de una escena anodina, solo en un instante detenido, una invitación a la vida. Invita a que observemos con él como vive el tiempo en unos elementos antes de abandonarlos y tomar otros, como el tiempo atraviesa un ente con el don de la vida, que también es un castigo, y después lo abandona para huir a otro. No vivimos el tiempo, parecen gritar los objetos desde su quietud, es el tiempo quien vive a través de nosotros. Imposible, entonces, imaginar una complejidad técnica mayor que la requerida para ejecutar un propósito como el de descifrar la vida tal como la percibimos en el momento en que la percibimos, cuando el tiempo permanece ahí. Detenido.

El bodegón resulta ser una cumbre de la estética humanista en cuanto que jamás representa directamente nada humano. Su código de símbolos, su lenguaje de imágenes, solo lo alude subrepticiamente, que es la mejor forma de aludir a algo: con la sutileza de todo amante bien educado, convirtiendo, así, el arte de la naturaleza en la “cara B”, en el negativo de una fotografía, del retrato en pintura —que, no por casualidad, nació a la manera moderna en la misma época en que se pintaron los primeros bodegones independientes—, sin dejar, por ello, de perseguir idéntico fin: el de representar la verdad de un ser, una verdad sin fisuras de un ser imperfecto, a través de la estampa de su inevitable estar pasajero. Cabe preguntarse de qué forma podemos retratar mejor a un individuo: con esa sonrisa falsa —a juego con las mejores galas— que suele lucirse en un retrato, o representando su presencia a través de la ausencia; es decir, pintando sus objetos tal y como esa persona los deja cuando no los está usando. Yo creo que la respuesta es evidente.

A modo de preámbulo de aquello por decir y como síntesis de lo ya dicho, podríamos apuntalar que la naturaleza muerta 1) sublima lo estático, precisamente porque en su representación alude a la fugacidad del tiempo cuya vida es una sucesión de momentos estáticos; 2) invita a la vida porque con su arte imita a la naturaleza (o, en su defecto, a la artesanía) y nos hace amarla tal como es; 3) habla del ser humano porque, sin necesidad de representarlo, logra trazar un perfecto, por incompleto, por ausente, por negativo, retrato de él. Amar una naturaleza muerta requiere tanto esfuerzo por parte del sujeto amante como amar la propia vida, sea la nuestra aquella de la que estemos hablando o la de alguien a quién vamos a integrar dentro de nuestra existencia, y quizás esto sea así porque en ambos casos encontramos múltiples razones que, a priori, invitan al desaliento y que, en un análisis precipitado, podrían cargarnos de abulia. No hay para tanto. En el caso de la vida, mucho han escrito ya los pensadores modernos y no seré yo quien repita sus razones aquí —en parte por evitar el tedio de su relectura: me aburren tantas palabras en cursiva—; en el caso de las naturalezas muertas, son su frialdad, su apacible desapasionamiento y la falta de énfasis —un ejercicio, ese, de gran cortesía para la inteligencia de quien mira—, las principales razones para sus detractores o, aún peor, para quienes no conocen su existencia.

Yo mismo he sido presa de esa ignorancia de la que hablo y que es la consecuencia de no haberse molestado demasiado por vencer el primer obstáculo del prejuicio, y como la mayoría de detractores de las naturalezas muertas —y de la vida—, no son conscientes de su antipatía: solo la manifiestan. Y al pasar por la sala de un museo frente a una naturaleza muerta esbozan un gesto de rechazo, rehúyen la pintura e incluso no llegan a fijarse en ella porque su ojo no lo considera interesante. Quizás sea porque —y de nuevo en la vida como en el arte—, detenerse a contemplar, abrirse al silencio y al transcurso de la vida, salir de uno romper la barrera con el resto, significaría caminar al borde de un abismo donde hay dos posibilidades: la de estrellarse y la de volar, si es que no son la misma. Cambiar nuestros preceptos artísticos significaría tanto como cambiar de vida. Algo que, seamos realistas, casi nadie está dispuesto a hacer cuando la ocasión se les presenta. Como casi siempre, atreverse o no a un giro así es una cuestión de entusiasmo, o mejor dicho de dejarse entusiasmar, de querer entusiasmarse. El entusiasmo es ni más ni menos que un supremo don de la vida alcanzable por medio de la voluntad y que se alimenta y, al tiempo, alimenta por el estudio —con la práctica y con la reflexión—, gracias al cual llegamos a alcanzar, si acaso, un mínimo de sabiduría.

En el estudio de las naturalezas muertas resalta su carácter universal, la dificultad quimérica que requiere una obra que puede ser estudiada desde muchos puntos de vista. Es posible el análisis técnico —que alguien más válido y más estudioso que yo está capacitado para hacer—, sobre cómo se simula casualidad en un cuadro perfectamente planeado; es posible el análisis económico que revela mucho de una clase social como la burguesía; el análisis histórico que podría hablar de una época de cambio donde la aristocracia reculaba ante una clase social emergente; el análisis nutricional analizando el modo de alimentarse de una época; el análisis arqueológico que quiera desenterrar los detalles más secretos, aquellos que no recoge ningún libro de historia —la distribución de los muebles, como se ponía la mesa o el orden en que se servían los platos—; el análisis simbólico de lo que cada elemento representa según el significado trascendente que el artista quiso encerrar en él; el análisis filosófico que quiera ahondar en el ser de los objetos, en su estar ahí y en su por qué; el análisis fetichista —mi favorito, he de reconocer— que quiera investigar a fondo y sin abandonar el rigor la vida, en el mundo íntimo, del dueño de todos esos objetos, un análisis imposible, ese, porque sería la descripción de un fantasma a partir de sus huellas; el análisis interdisciplinar de ese multiforme tema artístico que denominamos vanitas y que tan bien representa el mundo barroco. Estos son algunos de los análisis posibles que se me han ocurrido a mí. Seguro que a otro se le ocurren otros tantos. En un mundo hiperespecializado como el nuestro, hoy, resulta difícil encontrar a nadie que pueda hablar con conocimiento de todos estos temas y explicarlos a partir de un cuadro. No se preocupen, tampoco seré yo quien lo haga.

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Pablo de Tarso jamás se cayó del caballo, al menos según los relatos textuales sobre su experiencia mística de los que disponemos, pero Caravaggio, Murillo o Rubens así lo quisieron imaginar y así lo pintaron, y con eso ha sido suficiente para que todo el mundo se lo crea: ahí tienen una auténtica fake news, listos. El que si se cayó a los 38 años del caballo fue Michel de Montaigne o Miguel de la Montaña, como lo llamaba Quevedo, quien después de un porrazo que a punto estuvo de costarle la vida se convirtió a la religión de quien huye de la frivolidad de la vida y busca su esencia. Quizás Montaigne no fue demasiado hábil a la hora de ejecutar su propósito yéndose a la soledad de su torre, en lo alto de su castillo —algo así como un chalet en Galapagar—, rodeado por anaqueles de libros y dispuesto a hablar de los temas esenciales porque, aunque lo hizo, también dedicó demasiadas páginas a cuestiones mundanas, intrascendentes, puede que hasta soeces… Y quizás estas sean las más bellas de todas. Tampoco fue muy hábil en lo de la escritura, no porque fuera mal escritor —¡Dios me libre!—, sino porque no supo escribir ateniéndose a ningún otro género, ni siquiera al confesional inventado por Agustín de Hipona, y se tuvo que inventar uno propio: el género ensayístico. De una forma u otra, aquel aviso de la muerte —un abismo vital— le llevó a renunciar a todo aquello que era mentira en su vida y a echarse en brazos de la verdad. Su escritura fue el medio para “descubrirse a sí mismo” y para conocerse al tiempo que levantaba testamento del mundo desde la comodidad de su biblioteca. De esta forma, evitó una vida vana y una muerte arrepentida purificando su vida. La lección de esta anécdota es la misma que nos ofrece toda naturaleza muerta: una invitación a la vida, una marcha a lo esencial tomando conciencia de la muerte y buscando la verdad —y saliendo a atraparla—.

Los grandes artistas, muchas veces imperfectos como hombres, merecen la supervivencia en la memoria de las generaciones de otros hombres posteriores precisamente porque, ateniéndose a explorar lo más profundo, lo enterrado, acaso también lo más oscuro de nuestra condición, consiguen iluminar la vida en lugar de desenfocarla, trascendiendo a ese rival y límite que supone la muerte. Thelonious Monk, uno de los mayores músicos de jazz que han pisado la tierra, dijo que “Siempre es de noche, por eso necesitamos luz”. La naturaleza muerta, en su representación de lo pequeño, de lo concreto, de lo tangible, consigue salvar un instante de la muerte y del olvido —ese es el gran momento con el que se mide todo artista, el momento de pasar a la posteridad— y elevarlo así a la segura cima de la memoria. Decimos, pues, que la naturaleza muerta bien ejecutada es una de esas cimas artísticas donde, con el tópico de la vanitas, no la depresión con aquello que resulta más aterrador —y que tanto abunda en la tendencia actual del arte y de sus consumidores— en la vida, sino que invita al entusiasmo por vivir, es un tónico potente.

Canto al vivir, soplo de ánimo y de ánima, música del silencio: eso es la naturaleza muerta. Una invitación a la vida, en definitiva, pues solo lo inmutable está muerto mientras que lo vivo palpita incluso cuando lo observamos detenido, y se marchita, y no deja de fluir en ese río de Heráclito al que llamamos materia y que progresa en constante degradación y transformación, y ante el que solo cabe el constante asombro, la interminable celebración de una fiesta infinita que podemos perder en cualquier instante, si sorpresivamente nos atropella la muerte. Hay algo como de talante germánico en eso de tomarse la vida tan en serio, un tono como de filosofía profunda con palabras largas y compuestas —es imprescindible que estas acaben en geist, aunque poltergeist, que es mi favorita, queda descartada—, que ama la música de Wagner —aunque eso no es un pecado sino una consecuencia del buen oído— y que a menudo cristaliza en mamotretos tan atorrantes como la Fenomenología del espíritu o El Capital, cuya lectura de un solo capítulo equivale a darse por merendado y cenado todo de un golpe. Frente a una postura como esa, yo admiro el talante mediterráneo, el de Morandi, el de Lampedusa, mucho más desenfadado y no por ello menos profundo, que propone una actitud más calmada y meditativa frente a la vida. De resignación, sin abandonar el realismo, frente al idealismo tan terrible —piensen en Heidegger— de la filosofía germánica. No esa postura de quien busca el absoluto y no puede dejar de pensar en el final de las cosas, en su muerte, incapaz de disfrutar de la cosa, sino aquel que concede al momento presente toda la importancia real —en el momento presente está el peso de la vida, por eso debemos cargar cada acto de amor como si fuera el último momento—, toda la importancia del ahora.

Las naturalezas muertas pintan el ahora, aquello que amamos y que vamos a perder pero que merece la pena ser inmortalizado. Como todos los instantes no pueden ser pintados, uno debe ser escogido entre ellos: no el más determinante ni tampoco el más insulso, sino uno de tantos. Si contemplamos el momento recogido en un bodegón cualquiera encontraremos que en esa variedad de objetos inanimados o de naturalezas detenidas, hay una serie de historias que se bifurcan aunque siempre se desprenden de un relato principal: el relato relativo al dueño de esos objetos. Sin embargo, no podemos acceder a ese dueño de los objetos ni tampoco llegar a entender toda la complejidad de esos objetos que son presa de una sombra, de una identidad oculta. Y sin embargo, son la prueba de algo más, de una liturgia particular encuadrada dentro de una liturgia social. La celebración de una serie de ritos cotidianos, los de la vida de su dueño, que responden, a su vez, a una ritualización social que admite pequeñas interpretaciones por parte de sus múltiples oficiantes. La liturgia, la costumbre transmitida de padres a hijos y cantada de abuelas a nietas, es el espejo de la tradición. Fondo y forma la conforman por igual, son dos maneras de aludir a esa misma tradición que es costumbrista al tiempo que universal. Cuando se ataca al fondo nos queda la forma, y aunque se requieren muchos siglos para su destrucción, el fondo puede llegar a desaparecer algún día.

¿Qué queda, entonces? Liturgias sin sentido, que es lo que resta de nuestra maltrecha civilización hasta hace poco; luego se ataca también a la forma y nos queda el vacío: dolor sin medicamento. Hoy en día tomamos muchas cápsulas vacías que añaden a ese dolor imposible de curar el de la esperanza malgastada en paliativos inútiles. ¿Qué queda, de nuevo? Rescoldos a punto de expirar. Y una vez más la pregunta: ¿Qué queda, aún? Liturgia de las pequeñas cosas: ellas son el sentido diario de la vida. Sin esa ritualización social, minada para ser sustituida por un mero placebo, queda la ritualización particular en la que cada individuo decide salvar su mundo cotidiano: comprar el periódico, tomar un café, sentarse en un banco, salir al cine de improvisto, darse un capricho con ese libro de interés que acaba de publicarse, llamar inesperadamente a un amigo o a una amada para escuchar su voz y proponerle un paseo. El momento presente, el rito personal: es todo lo que tenemos, todo a lo que podemos aspirar, la verdadera y única felicidad posible; apenas nada. Y qué difícil es llegar a ella sin resignarse, con entusiasmo, con esa sensación tónica que exudan las naturalezas muertas cuando se aprende a mirarlas de veras.

Cuando se escribe ocurre lo mismo que cuando se vive: importa la pequeña liturgia, el momento concreto, el ahora que tenemos delante. Uno puede tener el sentido del texto claro en su cabeza, pero en cuanto se sienta a escribir, hay un rapto: las metáforas, las cadencias del lenguaje, las reflexiones que van surgiendo, las sensaciones que emanan de entre el pozo del olvido como un viejo sueño recurrente. El pintor Balthus escribía en sus Memorias que “pintar es rezar”; bien, escribir también es rezar. La oración verdadera, como la auténtica pintura o la auténtica escritura, no puede responder a una idea preconcebida, a un esquema dado. Debe permitir el extravío para llegar a la verdad de la expresión y establecer una verdadera comunicación. Tan importante es aprender a escuchar, a mirar, cómo aprender a hablar. El que escribe se dirige a alguien, pero también se dirige a sí mismo, y por no traicionarse a uno mismo merece la pena perder lectores. Pero en realidad se dirige, en todo momento, a Dios, sea lo que sea lo que cada escritor entienda por dicho nombre.

Todo texto empieza y termina en un párrafo, lo que importa al momento de llenar un folio en blanco no es el texto en su conjunto, en su sentido final, sino el pequeño apartado de sentido de cualquier fragmento diminuto escogido azarosamente. Lo mismo ocurre con la vida. Los resultados vienen después de mucho bregar, aunque rara vez son lo que esperábamos y ni siquiera cuando coincide nos termina de llegar. En cambio, echar la vista atrás, contemplar el camino recorrido, nos hace pensar: lo importante no era llegar, sino el trayecto en el que lo hacíamos. Las obras incompletas, las vidas truncadas, los sueños frustrados, carecen de la estructura de lo bien planificado y ejecutado, pero son también más espontáneas, más vivas, quizás más verdaderas. Como esos objetos aparentemente abandonados que Morandi pintaba en sus bodegones.

El único libro —aunque a la par se me ocurren, en apenas un fogonazo, algunos otros: El árbol de la ciencia, Suave es la noche, El castillo, Mientras agonizo, El mundo de ayer, Las ciudades invisibles, Juntacadáveres, La montaña mágica, El extranjero, Desgracia, Los reconocimientos y una larga lista que no pienso transcribir aquí— que, en mi opinión, es capaz de arrebatarle el título de gran obra literaria del siglo XX a El gatopardo es El libro del desasosiego: la suya es una escritura hecha a golpe de vida, con el ritmo de las cosas, ese libro es un hombre hecho de muchos hombres en los que cabe la totalidad fragmentada de la vida. Una discontinuidad identitaria que es el mayor rasgo del hombre moderno —como supo ver también Robert Musil—, y que implica una condena pero también un regalo. Su autor, Fernando Pessoa, comenzó un poema escribiendo: “No soy nada/ Nunca seré nada/ No puedo querer ser nada/ Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Esa es una de las grandes verdades que somos capaces de decir sobre nosotros: carecemos de una consistencia, de una norma, de un dique de contención o de una tabla para huir de la tormenta, pero eso también nos permite vivir plenos de sueños y fantasías recibidos con más viveza que cualquier hombre del pasado.

Y si queremos amar, amarse a uno mismo y a lo demás, hay que empezar por ese afán de verdad. Para poder amar primero hay que conocerse y hay que atreverse, hay que estar abiertos al amor y a la vida, dispuestos a percibirlo y a aprovecharlo cuando realmente llegue. No nos podemos dar a nadie si no estamos seguros de quiénes somos ni hasta dónde podemos llegar. Para ello es necesario un aprendizaje solitario que vendrá a completarse en el aprendizaje solidario, cuando el uno se funde con lo otro. Aprender a estar solo y ser libre con ello, esa gran lección de Pessoa, en su libro, es abrazar una multiplicidad emanada del propio yo y es aprender a renunciar a todos esos objetos que nos rodean, amenazadores, y que pueden llegar a alienarnos. Y es, además, aprender a convivir con ellos, a mirarlos en silencio y a penetrar en su realidad. Me da pena que la gente ya no sepa aburrirse, que no apaguen el teléfono y lo metan en un cajón, que teman la soledad de su casa, el silencio de una habitación vacía que no sepan estar solos ni callados o que no sepan escuchar el mundo, y que tengan por ello que encender la televisión, o que conectarse a la red, o que juntarse con gente que en realidad no les conoce porque tampoco se conoce a sí misma, y donde todo el mundo finge ser quien no es para sentirse aceptado o por el miedo a descubrir que no saben nada, que su vida está vacía porque no la han sabido aprovechar. Aprender a estar solo y a ser libre con ello es aprender a admirar todos esos objetos que nos rodean y toda la vida que contienen, sin esperar otra cosa ni desearla.

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Hay algo en los actos que realizamos diariamente que es algo así como sagrado. Acostumbrados como estamos a una vida de oficinista, una vida burocrática, una vida encapsulada, una vida que nace en incubadoras y permanece en prolongaciones sociales de esas incubadoras, una vida estéril. En mi opinión, esa vida queda absuelta en pequeños detalles cotidianos, los ritos sagrados con los que cada persona trasciende su día. Bien, todo el mundo se ducha, se viste, desayuna, conoce las noticias, va a alguna parte y allí hace algo, emprende el camino de vuelta y se entrega a un pequeño rato de ocio cuando no a otra actividad igualmente engorrosa. Por supuesto que este esquema admite todas las variaciones y apostillas que se quiera: pretende sólo dar una idea genérica de una vida contemporánea estándar. No importa qué se haga; importa cómo se haga. El amor y la trascendencia se juegan en cada instante, en cada acto, en cada momento. Es difícil ser un individuo perfectamente diferenciado en la ejecución de esas actividades —no va uno a vestirse con los pies o a ponerse los zapatos antes que los pantalones—, importa cómo se ejecuten: la forma en que me arreglo la camisa o en cómo me ato el zapato. Pequeños detalles. La gente escoge un día de la semana para ir al cine, para visitar un museo, para tomar un café con un amigo, para pasear por el Retiro, etcétera, esas son nuestras pequeñas liturgias. No qué hagamos: sino cómo lo afrontemos.

Separar a alguien de su modus operandi nos resultaría extraño. Cuando alguien hace las cosas de modo distinto a como las hacía siempre le espetamos: “te noto cambiado”. La persona lo negará incluso aunque sea cierto. Claro que cambiamos, gracias a ello crecemos y gracias a ello se confirma que seguimos vivos. El estatismo puede ser un bello concepto artístico pero no es, desde luego, una bella aspiración vital. Trato de prestar atención a la forma en que ejecuto las cosas que mi estilo de vida me condena a repetir. Y trato de darles ese significado secreto e íntimo. Me tomo mucho trabajo en hacerlas como siento que debo hacerlas, y me cuestiono continuamente sobre si esa forma se corresponde a como deseo hacerlas, ateniendo a mi concepción ideal y a mi deseo personal. Gracias a ello, siento que hay un avance incluso en esos días que se quedan varados. Puedo rescatar algo del estropicio de una mala racha solo volviendo a ellas. No hay bilis negra que valga cuando uno puede espantar a la melancolía con una pieza de música clásica: el Réquiem de Berlioz, la Octava Sinfonía de Bruckner o La Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis de Vaughan Williams. Un gesto me absuelve si es auténtico, si yo lo hago auténtico con mi voluntad y con mi ejecución. En esa íntima conexión con lo más hondo de mi ser está mi absolución: a través del amor que trasciende la mundanidad y el vacío.

En El Gatopardo, ya desde la escena inicial, vemos una imagen cotidiana (rezo matutino) que bien podría ser una escena interior de Rembrandt. Se describe, a continuación, un jardín lleno de flores. Todo ello está cargado de liturgia: un mundo personal se abre antes nosotros. Es el mundo de Fabrizio, el protagonista de la novela. Un mundo que, como pronto comprobaremos, queda retratado en un momento límite: el de la decadencia de la aristocracia a la que pertenece el protagonista, y el nacimiento de la burguesía. Fin de una época, comienzo de otra. Barroco. Vivimos esos días de incertidumbre, «cuando unos dioses han muerto y los siguientes todavía no han nacido«,  desde los ojos de Fabrizio, cuyo mundo se desmorona. Un desmoronamiento que es alegórico y es físico: el mundo de Fabrizio morirá y el propio Fabrizio morirá. Como todas las grandes novelas, nos prepara para la muerte y nos la anticipa a través del devenir de unos personajes sujetos a los cambios constantes que nos depara el tiempo. Pero no adelantemos acontecimientos: queda un trecho por recorrer antes de entrar en esa buena noche.

El novelista Felipe Benítez Reyes lo expresa muy bien en el prólogo de mi edición: “El gatopardo como un amplio símbolo, una desencantada alegoría: el solitario en su mundo. Un solitario altivo en un mundo declinante. Un mundo que iba siendo invadido y despojado de su simbología: un mundo simbólico con símbolos en ruinas, que es algo así como un mundo mágico con magos moribundos”. Estamos al inicio de la novela y somos Fabrizio y, lo que es más importante, estamos invitados a ver el mundo, su mundo, un mundo que agoniza, con su serena mirada. Somos los ojos de Fabrizio. No lo seremos durante toda la novela porque Lampedusa maneja a un narrador que es como un señor omnipotente capaz de condensar años en unas pocas de páginas e incluso en el transcurso de unas breves líneas, de dilatar décadas en una línea, y de detallar un día profusamente. Ahí está una de las razones de su genio, como afirma Mario Vargas Llosa: “Desde entonces no se ha publicado en Italia, y acaso en Europa, una novela que pueda rivalizar con ella en delicadeza de textura, en fuerza descriptiva y poder creador”.

Así, encontramos numerosas descripciones, muchas de ellas con su clave alegórica. Entre ellas, algunas naturalezas muertas con su vanitas moral incluida: toda la pompa no evitará que nos consumamos aunque sí que le dará un toque más elegante, más distinguido al modo en que lo hagamos. Siguiendo la propuesta del antropólogo Claude Lévi-Strauss en Mitologías, son el conglomerado de liturgias que envuelven acciones como el comer, su celebración en sociedad siguiendo una serie de preceptos establecidos, lo que nos diferencia genuinamente de los animales, el punto del que parte toda civilización digna de tal nombre. El Gatopardo es un libro plagado de descripciones —paisajes, hombres, lugares, habitaciones, escenas—; plagado de máximas brillantes propias de un moralista francés del siglo XVIII; plagado de cotidianeidad cargada con certeras alusiones metafísicas; plagado de costumbres descritas con profusión y, lo que es más importante, con precisión de cirujano. Todo ello constituye un canto a una civilización en decadencia, un mundo que si no ha desaparecido ya está a punto de desaparecer. Y, por lo tanto, constituye también, todo un tratado de la vida; toda la vida está en un libro que es tanto recreación histórica como alegoría mítica, diccionario filosófico como manual de costumbres, paisaje físico como retrato moral… Uno de los mejores textos jamás escritos en el que no nos interesa tanto el qué se nos narra sino cómo se nos narra.

Hay dos descripciones en la novela que quiero rescatar porque constituyen casi la descripción gráfica de un bodegón. En la primera, más breve, se lee: “Iba esquivando las mesas, donde, entre naipes en desorden, fichas y copas vacías, asomaba el caballo de espadas augurándole viriles hazañas”. En la segunda, más extensa, se nos narra una gran liturgia: la última gran cena dada por el príncipe Fabrizio, en honor del archiconocido amor entre Tancredi y Angélica. Ese amor pone al príncipe frente al espejo de la muerte: “Un hombre de 45 años puede creerse aún joven, hasta que cae en la cuenta de que tiene hijos en edad de amar”. En el momento de escribir esa frase, Lampedusa tenía 58 años y estaba hablando, como en otras ocasiones del libro, de sí mismo por medio de los sentimientos de Fabrizio. Aunque eso no es lo relevante, sino la propia descripción: “Por debajo de los candelabros, por debajo de los fruteros de cinco pisos que elevaban hacia el techo lejano sus pirámides de dulces de reserva nunca consumidos, desplegaban su monótona opulencia las tables a thé de los grandes bailes: coralinas las langostas escaldadas vivas, céreos y untuosos los chaudfroids de ternera, de tonos acerados las lubinas inmersas en suaves salsas, los pavos dorados al calor de los hornos, las gallinetas deshuesadas que yacían entre ambarinos montículos de pan frito decorados con un picadillo de sus propios menudos, las tartas de foi gras rosadas bajo su costra gelatinosa; pálidas galantinas color de aurora, y otras diez delicias no menos crueles y coloreadas; en los extremos de la mesa dos monumentales soperas de plata contenían el consomé, bronceado ámbar transparente. Enormes baba tostados como el pelaje de los alazanes, Monte-Bianchi nevados de nata; beignets Dauphine que las almendras salpicaban de blanco y los pistachos de verde; pequeñas colinas de profiteroles al chocolate, marrones y grasos como el humus de la llanuria de Catania, de donde, por cierto, al cabo de múltiples metamorfosis, procedían, parfaits rosados, parfaits color champaña, parfaits cenicientos que se deshojaban y crujían cuando la espátula los separaba, acordes en tono mayor de las guindas confitadas, timbres ligeramente ácidos de las amarillas piñas, trionfi della Gola: verde mate con los pistachos molidos; paste delle vergine, Asaz impúdicas”.

Todo este festín viene en un punto de inflexión en la novela el cruce de lo que se pierde y de lo que llega —”Nosotros hemos sido los Gatopardos; los Leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra”— y, en medio, Fabrizio como mero daño colateral: “El sentido de la tradición y lo de perenne expresados en la tierra y en el agua”. Mejor aún, en los manjares de una última cena simbólica. Como toda gran novela, El Gatopardo admite varias lecturas: es un poliedro, un caleidoscopio, que se enriquece y que se amplía con cada nueva visita. Creo que la lectura que yo propongo es una de las más adecuadas a la intención del autor: Lampedusa quiso reconstruir una parte real de su linaje en la que poder encerrar lo que había heredado y perdido, y como él había entendido el mundo. Un tipo solitario y observador que quiso dibujar un gesto elegante —pues era un esteta: la novela está plagada de un estilo desprendido, ya, en la propia escritura—, antes de desaparecer. Quizás esa sea la mayor liturgia personal que nadie pueda hacer: marcharse silenciosamente dejando una obra envuelta en incógnitas: “El verdadero, el único problema consiste en descubrir el modo de seguir viviendo esta vida del espíritu en sus momentos más abstractos, los que más se parecen a la muerte”.

Y, en fin, la propia novela es una naturaleza muerta: una naturaleza cotidiana que nos es descrita pero que en su belleza lleva implícita también su muerte. La clave de esta visión la percibe muy bien Vargas Llosa: “Ha sido congelado el tiempo. En un hermoso paisaje inmóvil. Un presente al que, a su vez, el futuro irá devorando”. Porque toda naturaleza muerta representa ese momento límite que es también el contenido filosófico de la que quizás sea la mejor novela italiana de su siglo. En un momento de la novela asistimos a la siguiente discusión entre Fabrizio y un jesuita: “El Señor sanaba a los ciegos de cuerpo pero, ¿cómo acabarán los ciegos de espíritu?”, dice el sacerdote. Responde el aristócrata: “No somos ciegos, querido padre, solo somos hombres. Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar”. Ya se sabe: “vanidad de vanidades”. Todo ceniza. Melancolía metafísica. En palabras de Carlos Castilla del Pino, “El bodegón es un monumento a lo muerto”; algo aplicable tanto a la escritura de Giuseppe Tomasi di Lampedusa como a la pintura de Giorgio Morandi.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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