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Hace cuarenta años -el 1 de Mayo de 1.981- saltaba a la luz el primer caso de una persona afectada por el síndrome tóxico. Enfermaron unas 25.600 personas y murieron unas 4.800. España entraba -por la puerta grande- no sólo en un cambio de Régimen institucional con la Constitución de 1.978, sino también en la pequeña y gran historia de los fraudes alimentarios modernos. El tristísimo asunto del aceite de colza desnaturalizado marcó un antes y un después en lo tocante a la nueva realidad que la muerte de Franco y el desarrollo de la Transición había traído a nuestra sociedad.

Porque si bien se abría un tiempo nuevo en el que los ciudadanos podían expresarse en el ámbito político y social con plena libertad, pronto pudo constatarse -con la pena y con la evidencia ofrecida por aquella crisis sanitaria- que los sectores más desfavorecidos de la sociedad española se encontraban tan indefensos como en los no tan lejanos tiempos de la Dictadura. La enfermedad del aceite de colza demostró que las tragedias de este estilo afectan -de manera tediosamente reiterada- a nuestras clases más populares e indefensas: ciudadanos de, por lo general, muy bajo poder adquisitivo que llenaban la cesta de la compra en mercadillos, absolutamente ajenos a cualquier clase de control sanitario, y que compraban aceite de oliva en garrafas sin etiquetar cuando, en realidad, ese presunto aceite de oliva no era más que una basura de uso industrial inapropiada para el consumo humano.

El drama del aceite de colza vino a constatar –a toro pasado y con la perspectiva del tiempo- que aquello de la Transición no era más que una enorme operación cosmética tendente a perpetuar en el poder –por los siglos de los siglos amén– a las oligarquías financieras españolas: el refuerzo y el apuntalamiento del modelo capitalista y de sus estructuras industriales y financieras. En este sentido, yo no estoy de acuerdo con algunos análisis políticos realizados por ciertos teóricos de la izquierda española: según ellos, y durante la Transición, las instituciones de la Dictadura se habrían transformado -por medio de un pacto político de muy amplia base- en instituciones democráticas de corte parlamentario. De esta suerte, el llamado franquismo se habría sucedido a sí mismo en un grandioso ejercicio de gatopardismo ibérico, en el que tuvo que cambiar todo para que nada -a la postre- cambiara.

No puedo estar más en desacuerdo con esta tesis, y ello porque niego que el llamado franquismo -la Dictadura- pueda ser considerado como un elemento independiente o aislado del desarrollo de nuestra Historia durante los últimos cinco siglos. No es un paréntesis individualizado, sino un eslabón más de este modelo oligárquico y capitalista que, a fecha de hoy, sigue vigente. La España de Fernando VII, de Isabel II, de la Restauración, de la República, de la Dictadura o del Régimen de 1.978 son, en el fondo y sin necesidad de mirar más hacia atrás, la misma cosa: el gobierno de unos pocos sobre la inmensa mayoría de nuestros ciudadanos y el correlativo dominio de estas estructuras económicas sobre la libertad de nuestro pueblo. En España siempre han mandado los mismos, y así seguirá mientras no acometamos una tarea colectiva de profunda transformación nacional.

Los afectados de la colza no son más que víctimas de los males endémicos de España, representados esta vez por unos empresarios desaprensivos, por una carencia absoluta de adecuados controles sanitarios, por unos sectores ciudadanos económicamente vulnerables y por un aparato estatal tradicionalmente remiso a la asunción de responsabilidades. Saber que hasta 1.997 nuestro Tribunal Supremo no declaró la responsabilidad civil subsidiaria del Estado y su consiguiente obligación de abonar las indemnizaciones resulta estremecedor: y más vergonzoso es todavía el dato de que el Estado tardara más de veinte años en abonar la totalidad de las sumas a las cuales venía obligado en concepto de indemnización.

 

Quiero creer que, al menos, esta inmensa tragedia ha servido para agudizar el control sanitario de nuestro sector alimentario, así como para reforzar los resortes jurídicos de protección ante hechos como estos. La España de 1.981 es más garantista que la España de 2.021. Pero este negro aniversario nos ha hecho recordar, una vez más, la triste realidad de un país que sigue siendo el mismo a pesar del tiempo transcurrido y de los barnices superpuestos.   

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REDACCIÓN
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