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El 7 de octubre de 1571, hace ahora 450 años, tuvo lugar lo que Miguel de Cervantes, quien estaba orgulloso de haber participado en la batalla llama en el Prólogo de sus “Novelas Ejemplares” la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos, ni esperan ver los venideros. Me refiero por supuesto a la Batalla de Lepanto.
La fiesta de Nuestra Señora del Rosario –antes llamada la Virgen de las Victorias- fue instituida por el papa Pío V para conmemorar el insigne beneficio que la victoria de Lepanto suponía para la cristiandad. Mucho es lo que España ha aportado a la Iglesia y la fe católicas, aunque ahora los hechos de nuestros ancestros se cuestionen por un papa que pretende pedir perdón en nuestro nombre. Y una de esas aportaciones, doblemente vinculada a nuestra gloriosa historia es el Santo Rosario, del cual la tradición considera inventor en su forma , hasta que Juan Pablo II añadiera los misterios de Luz, al noble español Santo Domingo de Guzmán y Garcés (Caleruega,1170 – Bolonia, 6 de agosto de 1221) fundador de la Orden de Predicadores, también conocida como “Dominicos”.
Dice el himno de laudes del 7 de octubre, fiesta de la Virgen del Rosario “Rezar el santo Rosario no sólo es hacer memoria del gozo, el dolor y la gloria, de Nazaret al Calvario. Es el fiel itinerario de una realidad vívida, y quedará entretejida, siguiendo al Cristo gozoso, crucificado y glorioso: en el rosario, la vida”.
Un milagro se atribuye también a los tiempos previos a esta jornada en que la escuadra de la Liga Santa (integrada por el Papado, Venecia, España, algunos pequeños estados italianos como Génova, Saboya… y los Caballeros de Malta y comandada por don Juan de Austria) derrotó a la escuadra del otomana. Parece ser que el entonces sumo pontífice, hoy venerado como San Pío V, se encomendó a la intercesión de la Virgen del Rosario, a cuya ayuda se atribuye la victoria, cuando, como narran algunos escritores, entre ellos el P. Luis Coloma, S. J., el Pontífice, mientras oraba recibió la iluminación de un versículo del evangelio del día –fuit homo missus a Deo cui nomem erat Ioannes [Jn. I, 6] Hubo un hombre enviado de Dios que se llamaba Juan]– y esta premonición le indujo a designar al jovencísimo don Juan De Austria para comandar la flota a la edad de 24 años.
Sobre el origen del rosario, cabe pensar que los antiguos romanos tenían la costumbre, luego asimilada por los nobles en la Edad Media, de usar coronas de flores que ofrecían a determinadas personas en prueba de reconocimiento y distinción. Y, como soberana del Cielo y de la tierra, la Virgen santísima tiene derecho a recibir todo homenaje. De ahí que la Iglesia exhorte a ofrecerle la triple corona de rosas a la que llamamos rosario y cuyo origen es tan antiguo como el propio cristianismo, pues Cristo vivió los misterios de su vida para que los católicos los reproduzcamos con nuestra vida y oración diarias.
Por otro lado, Resumiendo el contexto histórico, entre principios del siglo XVI hasta bien mediado el XVII, hubo un continuo estado de guerra entre la Monarquía Católica y la Sublime Puerta remontado a la aparición del turco en las costas europeas mediado el siglo XIV apoderándose de los restos del imperio bizantino –conquista de Constantinopla en 1453- y de los pequeños estados balcánicos, llegando a asediar Viena en 1529, que tuvo que ser defendida por el emperador Carlos V, así como la isla de Malta en 1565. Esta expansión era vista por Felipe II como una grave amenaza a España donde entre 1566 y 1570 se había librado la segunda guerra de los moriscos de Granada, donde también hubo un protagonismo de don Juan de Austria, que hubieran podido abrir un frente en la península para el desembarco otomano.
El Golfo de Lepanto –que debe su nombre a Ναύπακτος, en latín, Naupactus, es una ciudad y municipio de Grecia, en el Peloponeso, cercana al marco del encuentro de las escuadras de ambos imperios. La Liga Santa, cuyo principal miembro era la armada española estuvo al mando de don Juan de Austria, secundado por Álvaro de Bazán, Requesens y Andrea Doria, mientras que a veneciana iba capitaneada por Veniero y la pontificia por Marco Antonio Colonna. Entre todos reunían más de 200 galeras, 6 galeazas y otras naves auxiliares. La escuadra turca, al mando de Euldj Alí, gobernador de Argel, contaba con 260 galeras y 120.000 hombres.
Mucho podría decirse de la vida y complejo pontificado del hoy San Pío V, pero a efectos del tema que nos concierne, la Batalla de Lepanto, sólo destacaré que, como señor temporal, soberano de los Estados Pontificios, intentó mantener buenas relaciones con los estados cristianos, aunque no siempre resultó fácil, ni siquiera con los más fieles. Se enfrentó, así, al propio Felipe II de España porque, basándose en el privilegio de Regio Patronato, que regulaba las relaciones de la Iglesia y el Estado, el rey Prudente reivindicaba los derechos de placet y de exsequatur, especie de visados regios para la aplicación de los decretos de la Santa Sede en los dominios de la Corona. El Papa hubo también de vencer las reticencias del Emperador. Maximiliano II, que, educado entre protestantes, se mostraba simpatizante hacia el luteranismo, aunque deseaba sinceramente el entendimiento entre católicos y reformados. En cuanto a Polonia, se reafirmó como la avanzada católica en el extremo oriental de Europa, compensando en parte la inclinación protestante de los reinos escandinavos. Y, en una Francia azotada por las guerras de religión, Pío V apoyó decididamente al partido católico contra los hugonotes, llegando a poner en guardia a la reina madre Catalina de Médicis contra el entorno hugonote de su hijo el rey Carlos IX. Pero el mayor peligro se hallaba en Inglaterra y Escocia, donde, tras el cisma anglicano de Enrique VIII y la protestantización sufrida bajo el débil Eduardo VI, fácilmente influenciable por el obispo Cranmer, el primero de los dos reinos había intentado la reconversión al catolicismo en el reinado de María Tudor (1553-1558).
En tan intrincada coyuntura y división de la Europa cristiana, cabe imaginarse los enfrentamientos y problemas con el cada vez más fuerte, belicoso y amenazador Imperio Otomano. Sin embargo, podría decirse que, de alguna manera tuvo más suerte Pío V contra los enemigos de la Fe que contra sus supuestos fieles y amigos.
Los turcos, no contentos con haber tomado Constantinopla, querían apoderarse de toda la Cristiandad, cuyas fronteras occidentales asediaron constantemente, aunque sin éxito. En 1565 emprendieron el sitio de Malta, donde desde 1530 estaban asentados los Caballeros Hospitalarios de San Juan por concesión del emperador Carlos V tras la pérdida de Rodas. Gracias a la intervención española, el sitio fue levantado, pero los turcos se lanzaron sobre las islas Cícladas y del Egeo Central, tomando Quíos, Naxos, Andros y Ceos. De allí se dirigieron al Adriático y amenazaron Ancona, adonde el Papa envió un ejército de 4.000 hombres para su defensa, al tiempo que proclamaba un jubileo para el triunfo cristiano en la guerra contra el Turco el 21 de julio de 1566. El sucesor de Solimán, Selim II, odiaba el nombre de cristiano y lanzó una nueva ofensiva, invadiendo Chipre. Nicosia fue tomada el 15 de agosto de 1570 a costa de 15.000 cristianos muertos y más de 2.000 reducidos a esclavitud. Crecidos con esto, los infieles se lanzaron a la conquista de Famagusta, la segunda ciudad chipriota, defendida por el veneciano Marcantonio Bragadin, quien pidió auxilio al Romano Pontífice. Éste convocó a los príncipes cristianos, logrando reunir una coalición en la que participaron Felipe II de España, las repúblicas de Venecia y Génova, el duque de Saboya, el gran duque de Toscana, el Estado Pontificio y los Caballeros de Malta. Pero Famagusta fue tomada a traición y su defensor Marcantonio Bragadin fue desollado vivo. Pero la llamada de auxilio de este último fue el denotante de la puesta en acción de la Liga Santa que llevaría en Lepanto a la victoria de la Cruz sobre la Media Luna.
En Efecto, fue la caída de Famagusta con el martirio de Bragadin la señal de la ofensiva cristiana. La armada comandada por don Juan de Austria, hijo del Emperador Carlos V y hermano natural de Felipe II, se enfrentó a la flota del Sultán dirigida por Alí Pachá en el golfo de Lepanto (entre el Peloponeso y Epiro). El 7 de octubre de 1571, tras un intenso combate naval, las armas cristianas reportaron una decisiva victoria, que proporcionó un gran alivio a la Cristiandad amenazada y un gozo indecible al Papa, que mandó conmemorar cada año en tal día a la Virgen –a la que atribuía el triunfo por habérselo encomendado, a fuer de buen dominico, mediante el rezo del rosario– bajo la advocación de Nuestra Señora de la Victoria. También ordenó que en las Letanías Lauretanas se añadiera la invocación “Maria Auxilium christianorum, ora pro nobis”.
Mucho se ha escrito, también, sobre la azarosa vida de don Juan, el héroe de “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros“, por plumas como las de Juan Rufo, Larra, Borges, Coloma, Uslar Pietri o González de Cremona; mucho de su vida novelesca de sus lances amatorios; y mucho se ha escrito, también, sobre el genio militar de esta figura, desde su juventud en la Guerra de Granada, pasando por sus gobiernos de Túnez e Italia, hasta su cristianamente ejemplar muerte a causa de las fiebres en la casa, más bien palomar a decir de Van Der Hammen, donde se alojaba don Bernardino de Zúñiga, capitán de Infantería y criado de don Juan, del campamento donde se enfrentaba a los rebeldes flamencos.
La historia pasa, los siglos se suceden y hoy San Pío V es objeto de culto en su sepulcro de Santa María la Mayor, un conjunto diseñado por Dominico Fontana, donde vemos la efigie esculpida por Leonardo Sormani, todo ornamentado con bajorrelieves de Nicholas Cordier y Silla Longhi da Viggiu. Y la bizarría de Juan De Austria, su prestancia y dignidad son admiradas hoy en el mármol de Carrara esculpido por Giussepe Galleoti bajo el que descansa en el Panteón de Infantes de El Escorial. La inscripción de éste sepulcro, que pudiera muy bien ser la más bella tumba de la octava maravilla del mundo, no puede ser más sencilla <JOHANNES AUSTRIACUS CALOLI V FIL. NATURALIS> [Juan de Austria, hijo natural de Carlos V]. En este mármol yace, como un infante, honra que se le negó en vida a quien no se reconoció ni el derecho a dosel ni el tratamiento de Alteza. Su cabeza descansa en dos cojines. Sobre su pecho la el collar de la orden del Toisón de Oro; la espada con que derrotara a los moros y herejes firmemente asida entre sus manos, en cuyos dedos se cuentan los dieciséis anillos que quedan al descubierto, porque, de acuerdo con los usos de la iconografía, al no haber muerto en batalla, no lleva los guanteletes que reposan paralelos a sus piernas; y a sus pies, como símbolo de la fortaleza del soberano, un marmóreo león.
Pero, como me gusta recordar, hay cosas que no cambian y hoy, pasados 450 años de Lepanto, igual que las divisiones entre los reyes cristianos no permitieron culminar debidamente la victoria de Lepanto y dejaron rearmarse al Turco, hoy otros intereses (nacionalistas, políticos, económicos, partidistas…) distraen la atención de los gobernantes de Europa, donde el cristianismo y la civilización tal y como nosotros podemos entenderla, vuelven a sufrir la tremenda amenaza del Islám, donde las bombas han desplazado a los alfanjes y, los jeques, sin califa pero con el dinero del petróleo, cada vez movilizan más fanáticos terroristas.
Así, hoy como entonces, Islám con su credo insensato e ignorante continúa siendo la espada de Damocles de que la sociedad debe sacudirse. Nuestro, más o menos cuestionable, sistema de convivencia y libertades, resulta siempre preferible a la ponzoñosa teocracia mahometana, tiene que decidirse a librar la batalla definitiva contra los asesinos con chilabas y turbantes que quieren privarnos de nuestra manera de vida para imponer la suya, aunque hoy hayan sustituido las galeras por pateras y las bombardas por los vientres de sus mujeres.
Cuatro siglos y medio después de Lepanto, el Islam político continúa sediento de extirpar las raíces judeocristianas de una Europa y de Ámerica, a cuyos gobernantes, por el mismo bien intrínseco de sus ciudadanos, resulta cada vez más urgente dar un escarmiento al fanatismo de los que usan la religión para destruir todo cuanto se crea en el conjunto de unas naciones libres, a las que pretenden intimidar y esclavizar, a veces valiéndose de la violencia, en ocasiones de forma silenciosa, pero desde siempre con vocación expansionista. Es hora de dejarse de contemporización y tibieza y comprender, actuando en consecuencia, que la neutralidad o la equidistancia entre quienes defienden el “Estado de derecho” según la concepción occidental y quienes se entregan a quebrarlo, liquidarlo y suplantarlo sólo pueden contribuir de forma inicua y obscena a legitimar y fortalecer a estos últimos.
Traigamos, para concluir, a la memoria la Surah 256: “No se puede forzar a nadie a aceptar la religión. El buen camino ha quedado claramente diferenciado del extravío. Así que, quien descrea de los falsos dioses y crea en Dios, se habrá aferrado al asidero más firme, en el que no hay fisuras. Dios todo lo oye, todo lo sabe”. Sería inconsciente pasar por alto, bajo el camuflaje de pretendidos derechos y libertades que para los creyentes del islam no se trata de convertir los corazones, sino de una sumisión, que tal es el significado de la palabra “islam” en la mayoría de los relatos de la vida de Mahoma, mientras que, muy al contrario, el fin del cristianismo es la conversión de los corazones por la enseñanza y la fe, y no por la toma del poder y el terror consiguiente, como el que ahora está de moda en Afganistán.
Maria Auxilium christianorum, ora pro nobis.
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