
Pedro Sánchez, personaje de muy poca monta, nos recuerda a aquél que incendió el célebre templo de Diana sólo para que se hablase de él en el mundo. «¿Qué dirá de mí la Historia?», dicen que se pregunta diariamente ante el espejo. No comprende el insensato que la posteridad habrá de quemar su efigie, y que su fama, que tanto le preocupa, será por fuerza funesta. Pero se me podrá advertir que esto le importa a él una higa, que si lo que ansía es un reconocimiento mundial, le trae al pairo que esa identificación sea para bien o para mal. No es él el primero, ni será el último, que haya pasado por la vida sembrando y ejerciendo el mal, arrasando ciudades, victimando vidas y abrasando reinos, nada más que para que se hablase de ellos; extinguiendo su honra, pero no su infamia. Porque son numerosos los que sacrifican su biografía al idolillo de la vanidad, haciendo de su vida una cadena de atrocidades, convirtiéndose en bárbaros, exponiéndose a sátiras, reproches y censuras (y a cosas peores), sólo por el gusto de andar en las crónicas, colmándolas de oprobio.
«¡Qué falta de cordura! ¡Qué notoriedad lograda a tan alto precio!», se dirán, con razón, las gentes que oran, laboran y caminan con seso. Pero, al decirlo, olvidan que muchos de sus semejantes, arrastrados por la vanidad, «sueñan en opinión de juicio». Personas que habitan un mundo irreal, que se halagan a sí mismas y tienden a vivir en una interioridad de soberbia, evaluando sus sueños desde una perspectiva subjetiva y autocomplaciente. Es decir, sujetos que tienen una visión distorsionada y excesivamente favorable de sí mismos y de sus aspiraciones, incapaces de autocrítica ni de considerar un análisis objetivo.
Así pues, nuestro doctor lego no es un bicho raro desde el punto de vista histórico, es decir, de la humanidad, y nadie debe admirarse de su presencia, circunstancia que sin duda merece la sociedad española de nuestra época. Yo aseguro a mis amables lectores que ni él mismo se conoce. Y hasta dudo que lo conozcan los psicólogos actuales, si han sido engendrados por una Universidad tan enferma como los tiempos. Pedro Sánchez, ese gran desconocido de sí mismo, que quiere que todo el mundo le aquilate, no repara en que surgió del polvo de la tierra; más bien piensa haber nacido entre narcisos y terciopelos, y criado entre limpios pañales. Pedro Sánchez cree que, al ser el más estirado, se halla por encima del bien y del mal, y no es hijo del barro y nieto del vacío. No se representa ni se siente como una sombra más, como una víctima más del tiempo y de los gusanos que devorarán su carne, con un futuro de pudrición a las espaldas, como el que él y los suyos están proporcionando en vida a la patria despreciada y desprotegida.
Este doctorcete, tan entrañable para no pocos millones de españoles que le admiran, nada sabe ni sospecha acerca de que, si hoy se ve como una flor, mañana será estiércol o ceniza; que, si cuando recibe a Soros, abraza al colega Zelenski o merodea alrededor de Biden para arrancarle una atención, se siente maravilla mundial, mañana será tiniebla de sarcófago. A Pedro Sánchez ni se le pasa por la imaginación que si hoy, aquí, parece algo, rodeado de sabandijas halagadoras y tan sedientas y caliginosas como él, mañana, allí, nada será, desaparecida ya su mórbida soberbia. Porque los que siendo hijos de la nada, presumen ser algo, o mucho, o todo, como es el caso, acabarán siendo también entumecidas oquedades. Y más profundas tal vez serán las fosas, y más mefíticos los cenagales, de quienes hicieron vanidad de lo que debió ser humillación y vergüenza.
Pero Pedro Sánchez ya no puede parar, pues ha llegado a un punto en el que el detenerse equivaldría a una inmolación. Y Pedro Sánchez es dueño de un alma incapaz de todo sacrificio que comprometa a su endiosamiento o a su seguridad. Por eso nunca se va a plantear nada relacionado con el altruismo, ni va a reflexionar sobre si ha merecido la pena su delirio. Para Sánchez, el mundo no es redondo y se encuentra cómodo en este cajón de sastre controlado por él, en el que todo está confuso o al revés. Siempre, desde que accedió a la política, ha tratado de cantar mal y de porfiar en ello. Y no va a variar su trayectoria. A este doctor lego de nuestros pecados, a quien la patria sólo le importa como objeto de destrucción, hay que echarlo, pues por iniciativa propia no se desentronizará. El problema es que uno de sus méritos ha consistido en hacer que los leones den balidos y las gallinas cacareen sin despertar a los gallos.
Dicen que la verdad es como el río Guadiana, que aquí se esconde y allá sale. Hoy no osa chistar, parece que anda sepultada, pero de vez en cuando asoma, un día por esquinas y rincones y otro por plazas y avenidas. Ha de llegar el día de su parto -de su renacer- para que las Crónicas recojan en sus páginas esta época infernal, tras habernos desembarazado de ella, puesta la mirada en un esclarecido porvenir. Mientras tanto, a pagar nuestros imperdonables errores; a llorar como ligeros lo que no supimos defender como prudentes.
Autor

- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.