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La Constitución cumple años el 6 de diciembre, y su refrendo elevó esta normativa a la consideración de Carta Magna, significando la ratificación de la voluntad común de recuperar las libertades democráticas en nuestra nación. Y desde entonces, los que refrendaron mayoritariamente su texto constitucional elaborado por las Cortes Españolas, la conmemoran y la homenajea todos los años en diciembre como si fuese la panacea del éxtasis democrático, cuando en realidad es el origen y causa de todos los males que afligen a nuestra patria.
Llevamos años sufriendo en el alma la pérdida del paraíso que era la Unidad Católica de España, ese don especial que ha vivificado y permanecido en nuestra Patria durante catorce siglos y que tras el paréntesis de la II República, se recuperó y permaneció cuarenta años como un vergel de paz, bienestar, y orden, al religarse en prolongación igualatoria al siglo de oro español, y que, por la traición y el perjurio de los verdaderos mendigos de la Patria que habían sido elevados por Franco a la categoría de caballeros, se entregó gratuitamente, junto con la Victoria del 39, a los enemigos de Dios y de España, a raíz de la entrada en vigor de la libertad religiosa que rompió el dique que guardaba tan preciado tesoro.
Y llevamos los mismos años luchando contra el desánimo y estudiando posibilidades de reconquistarla nuevamente, sin importarnos la cantidad de los que somos, sino de las calidades de quienes tenemos y conservamos ese espíritu de reconquista, no con la añoranza que inmoviliza e impide la actividad de su consecución, sino con el convencimiento pleno de que el gran tesoro de la Unidad Católica que nos dio Nuestro Señor Jesucristo es único. ¿Porque quién o quiénes nos puede dar algo mejor que el mismo Dios?
Pero ese tesoro, como hemos dicho anteriormente, nos fue arrebatado deliberadamente por la laicidad con la complacencia y participación de ciertos hombres de Iglesia, que embebidos por “la libertad sin ira” y ansiosos de experimentar lo novedoso de la veda abierta al modernismo, condicionaron al pueblo español para que votase favorablemente una Constitución, que ni había leído y consiguientemente era ignorante de su contenido. Primeramente, descomponiendo el Fuero patrio y más tarde, aquel mes de diciembre de 1978, en el que se substituyó la Confesionalidad Católica proclamando la actual Constitución atea.
Y para que sepamos, de una vez por todas, a qué se agasaja y homenajea, escuchemos la respuesta que ella nos da cuando la preguntamos: “¿Quién eres?”
“Yo no soy, nos contesta, lo que todo el mundo se cree. Muchos hablan de mí y pocos me conocen, podría daros la definición que de mí hace el diccionario de la Real Academia de la Lengua, pero eso sería una definición genérica para todas las constituciones, y mi caso es particular. Es por eso que quiero que lleguéis a mi conocimiento por la vía del absurdo, es decir, conociendo lo que no soy para que accedáis a lo que verdaderamente soy.
No soy ni el separatismo, ni el nacionalismo, ni la huelga, ni el cambio de dinástico, ni el Golpe de Estado, ni los aullidos de los homosexuales y mucho menos su engreimiento y jactancia, ni los furores de cierto juez, ni los gritos del silencio de tanto español asesinado, ni las blasfemias de los aberrantes rebotados, ni el minuto callado de los pusilánimes, ni los secretos de la logia, ni las sonrisas lascivas de los infanticidas, ni los falsos testimonios de los perjuros, ni las voces aturdidas de los parados, ni las angustia las familias ante los finales de mes, ni el miedo y la incompetencia de cualquier anciano en víspera de una muerte digna, ni el espanto de tanta perversidad, ni el pillaje ,el robo y la delincuencia, ni la bilis almacenada por tanto rencor, ni el hedor fétido de tanta baba segregada, ni la opresión de los impuestos soportados, ni la infección de las pornografías, ni los pactos de la Moncloa, ni las nuevas teorías civiles, ni las ocurrencias sincretistas de las proyecciones morales, ni la indignidad de los que su vientre es dios y cuya gloria es su vergüenza, ni la hiel de los egoístas que promueven los estatutos, ni la peste y mala baba de los irreconciliables, ni la cloaca de drogadictos, ni la rabia acumulada de cuantos ignoran la bondad , ni la gangrena del sida, ni el pozo negro de la asignatura para la ciudadanía, ni el incendio forestal, ni la usura refrendada y pestilente de tantos opresores, ni el chantaje pactado para destruir el orden y la armonía, ni la malversación y fraude, ni la impotencia del deshecho humano, ni el fraude acreditado, ni la disgregación racial, ni la podredumbre emanada de las frívolas lascivas , ni la hipocresía de los propios acusadores, ni la corrosión familiar, ni el ahogamiento por la infidelidad conyugal, ni el hedonismo prioritario que tiene puesto su pensamiento en lo terreno, ni la misantropía tutora de maldades, ni la corrupción de menores, ni la obscenidad pública, ni la infamia y degradación de tanto hijo de “p…apá”, ni la blasfemia, ni la calumnia, ni la traición, ni la injuria, ni la villanía, ni el vilipendio, ni la deshumanización, ni la cobardía de eliminar el servicio militar obligatorio, ni el libertinaje, ni el haber perdido la noción y sentido del pecado, etc..
No, yo no soy nada de eso, como tampoco soy la consentidora de enmudecer la palabra patria, ni la defenestradora del principio de subsidiaridad, ni soy la Internacional, ni los consensos con los etarras, ni tampoco la alcahueta del orgullo gay, ni de los matrimonios de hecho, del divorcio, del aborto, de la manipulación de embriones, ni de la posible aprobación de la eutanasia, ni la promotora de las profanaciones de tumbas, ni la que legalizó a Bildu, ni la que guarda silencio para ocultar la verdad, ni el absurdo estreñimiento del que padece diarrea cerebral, ni la que ubica un aeropuerto de cinco estrellas “en un lugar de la Mancha”, ni los cuenta cuentos que cada año dificultan la verdad del 23-F, ni la traductora de Senado, ni la que presumiendo de libertad encadena a los otros, ni la consentidora de cuanto se han llevado ¡a saco!, ni la promotora de la profanación de tumbas.
No soy ni Adolfo Suárez, ni Leopoldo Calvo Sotelo, ni Felipe González, ni Aznar, ni siquiera Zapatero o Rajoy, ni, por supuesto, tampoco Pedro Sánchez, ni la inquisición homosexual, ni la ideología de Género, ni el más osado de los españoles, ni Carillo, ni Carod-Rovira, ni Ibarretxe, ni Puigdemont, ni Urkullo y muchísimo menos el terrorismo negociador protagonizado por Otegi. No, yo no soy ninguno de ellos.
Todos esos, mal que pese, son mis efectos y mis hijos, frutos de la proclamación de los derechos del hombre sin importar el honor y los derechos de Dios. Pero yo os aclaro que soy la Carta Magna de todos los españoles y en mí se recogen sus derechos y deberes: Soy la norma máxima del ordenamiento jurídico español. Y mi texto constitucional fue redactados por mis “Padres”: Jordi Solé Tura, Miquel Roca, José Pedro Pérez-Llorca, Gregorio Peces Barba, Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, Manuel Fraga Iribarne y Gabriel Cisneros, quienes se encargaron, tras 29 sesiones, de parirme en un anteproyecto presentado en el Congreso de los Diputados, quienes tras su debate me aprobaron el 21 de julio con 258 votos a favor, 2 en contra y 14 abstenciones.
Y que, una vez aprobado mi texto con la complacencia y participación de ciertos hombres de Iglesia, que embebidos por “la libertad sin ira” y ansiosos de experimentar lo novedoso de la veda abierta al modernismo, condicionaron al pueblo español para que votase favorablemente una Constitución, que ni había leído y consiguientemente era ignorante de su contenido, fue refrendado el 6 de Diciembre de 1978, razón por la cual se celebra mi onomástica en ese día, aunque bien es verdad que fue el Rey Juan Carlos I quien me sancionó en una sesión conjunta del Congreso de los Diputados y el Senado celebrada en el Palacio de las Cortes el 27 de Diciembre de 1978, aunque no se me publicó al día siguiente, como era habitual, por ser el día de los inocentes, fecha en que tradicionalmente se dedica a hacer bromas y para no dar pie a que se me apodase “La Inocente”, como anteriormente se había bautizado “La Pepa, a la promulgada el 19 de Marzo de 1912, por lo que entré en vigor el día 29 cuando se me publicó en Boletín Oficial del Estado”.
Esa es la Constitución que se festeja todos los años el 6 de diciembre, conmemorando la legalidad positiva tiránica de la legitimidad para gobernar con justicia social y como la compensación de la quinta esencia democrática, cuando en realidad es el mayor engaño que hemos sufrido los españoles en toda nuestra historia, que no es tal esencia, sino la implantación de una monarquía parlamentaria en una nación de naciones, vacía de competencias estatales centrales a través de su reparto en 17 autonomía. Y con el sometimiento de los poderes legislativos y jurídicos al poder ejecutivo, al tiempo que es la tapadera aconfesional del laicismo confesionalmente radical y anticatólico de la que emanan todos los males que enlutan al pueblo español como son las autonomías, el deterioro moral y económico, las leyes inicuas y contranatura, los sueldos disparatados a políticos y a sus enchufados, el paro demoledor, las prebendas y subvenciones a sindicatos, titiriteros, chiringuitos LGBT y extranjería, la injusticia de los liberados, el derroche del erario público, el atraso educacional, los impuestos asfixiantes, la congelación de pensiones, la estrangulación moral y económica familiar; amén de estatutos separatistas, la propiciación de odios, la censura de la verdad intentando subvertir la historia, etc.
Juzgad vosotros mismos si para los creyentes españoles, el hecho de que la substitución de Confesionalidad Católica por la tapadera aconfesional de un laicismo confesionalmente radical y anticatólico, es o no motivo de fiesta.
Para mayor esclarecimiento, y dada la gravedad de la ausencia de Dios en la vigente Constitución, nosotros no podemos ni debemos celebrar esa carencia como fiesta, hasta que sea restituido el sacrosanto nombre de Dios en la carta Magna.
Existe un hecho insólito que hay que subrayar y escribir con mayúsculas, y nos referimos a una prueba que no necesita demostración alguna, puesto que el pueblo español ha sido testigo presencial de ella, y es que desde que todos los españoles vimos la coronación del Rey y le escuchamos jurar por Dios en las Cortes los principios que informan el Movimiento Nacional, no hemos vuelto a escuchar ni a mencionar el sacrosanto nombre de Dios, ni una sola vez, desde entonces hasta hoy, ni en la Cámara de los Diputados, ni en el Senado, ni en el Gobierno, ni en las Autonomías, ni en los discursos del Rey. Un hecho asombroso en una nación que asombró al mundo por su catolicismo. Una nación católica en la que se silencia el nombre de Quien debe ser el centro y fundamento de todo estamento legítimo y consecuentemente de su Carta Magna.
Por tanto, si queremos salvar al pueblo español de los males que le afligen hemos de luchar firme y seriamente para devolver a Dios el lugar que por derecho le corresponde. Entonces y solo entonces, cuando el Santísimo nombre de Dios presida nuevamente la Carta Magna española podremos festejar y celebrar el día de la Constitución.
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