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«Yo, en cambio, vine para que tengan vida, y vida en abundancia.» (Juan 10, 10b)
Considerando el combate cuerpo a cuerpo, desde que lo conocí, allá en mi etapa de estudiante de Secundaria, siempre, invariablemente, he considerado que toda pugna dialéctica con una personalidad como la del filósofo Friedrich Wilhelm Nietzsche (y literato, no se olvide, brillante escritor en alemán) estaba condenada al fracaso, esto es, a la inapelable derrota por KO (nocaut), ni siquiera por los puntos.
Sin duda; y no me disgusta, porque no soy tan estúpido. En verdad, me gustaría ser tan buen escritor como Ramón María del Valle-Inclán, tan buen filósofo como Jacques Maritain, y tan buen teólogo como Henry de Lubac, pongamos, solo que reconozco que estoy a años luz de cada uno de los tres autores señalados. Mientras tanto, como es «libre y gratis» sigo soñando con ser buen literato, buen filósofo y buen teólogo (mis tres grandes pasiones; a las que sumemos la historia, el cine, el arte, la música…).
A Nietzsche lo he leído y releído desde ese pistoletazo inicial ya referido. He vuelto a su obra en varios momentos de mi vida. De tal manera que, habiéndolo leído y releído por épocas en estadios ya adultos y se supone que maduros de mi vida, reitero que siempre me he encontrado con la misma sensación agridulce, extraña, como viscosa. A saber: Nietzsche es dinamita, es demoledor, filosofa como quien martillea (filósofo a martillazos lo llaman), no deja títera con cabeza, no tiene contemplaciones con casi nadie (uno con quien sí las tiene, nuestro compatriota Baltasar Gracián, el gran conceptista, con el permiso de Francisco de Quevedo).
Me sigue pareciendo un pensador genial, por más que no lo entienda del todo, siendo además que Nietzsche no me parece un filósofo de los más abstrusos, desde luego; mucho más difíciles me parecen Ludwig Wittgenstein, Heidegger, Gilles Deleuze (este es de los más abstrusos y alambicados con que creo haberme encontrado), incluso Derrida, Kant y Hegel. Pero así es la filosofía: una invitación a pensar por más que del pensamiento de tal autor o de tal otro se te escapen mil y un aspectos. Total, parecido a la poesía: me he leído varias veces Trilce, de mi admirado César Vallejo (en mi biblioteca están sus obras completas), y sigo sin entender del todo este poemario genial.
Varias veces he intentado hincarle el diente a la Fenomenología del espíritu de Hegel, y he acabado desistiendo (no se me caen los anillos por reconocerlo, no me rasgo ninguna vestidura), considerando que igual en tiempos mejores… En cierta ocasión al iniciar un curso de los llamados de extensión universitaria sobre cine, el muy docto impartidor del curso (para mí, probablemente una de las personas que más saben de cine de toda Canarias) incluyó en la bibliografía alguno de los ensayos sobre cine del francés Deleuze; lo abandoné, pues incluso sin ser de los textos más complicados de Deleuze con que me he enfrentado, acabó pareciéndome un tremendo esfuerzo su lectura: una montañita intelectual que escalar para qué, si este mundo nuestro sigue atenazado por la injusticia, el terrorismo, el hambre de cientos de millones de personas, el paro, la esclavitud infantil, los designios del Nuevo Orden Mundial masónico, la apostasía en la esposa de Cristo esposo… Tampoco termino de aprehender qué aporta de diferente verdaderamente el ocasionalismo del sacerdote religioso y filósofo francés Nicolás Malebranche con respecto a las cinco vías clásicas de demostración de la existencia de Dios de santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico (el más sabio de los santos, el más santo de los sabios). Porque desde luego la noción de Dios según Malebranche como la única causa verdadera frente al resto de las causas, que serían ocasionales, en el fondo viene a ser lo mismo que la causa primera o causa incausada de santo Tomás (causa incausada que es Dios).
Volvamos con Nietzsche. Creo recordar que mi primer acercamiento a su persona y a su obra, ya he dicho que, acontecido en mi etapa adolescente de estudiante de Secundaria, estuvo presidido o habitado por una especie de pánico ante la sola y vertiginosa noticia de alguien de quien se decía, en los ambientes estudiantiles y adolescentes de mi época, que «es un ateo absoluto, un asesino de Dios, un deicida». Palabras mayores, como para echarse a temblar.
Tiempos iniciativos de Nietzsche, de deslumbramiento ante los mitos y diálogos de Platón, de Herman Hesse y Albert Camus, de San Manuel Bueno, mártir y El árbol de la ciencia, de Krisnamurti, de socialismo utópico y personalismo comunitario, de deslumbramiento ante los primeros títulos del llamado boom de la novela hispanoamericana… Asimismo, cuando Nietzsche me incomoda y hace rabiar porque siento que me golpea hasta noquearme (nocaut, KO), me repongo y reanimo considerando que Nietzsche fue, sin duda a su pesar, un gran sufriente o sufridor en vida; esto es, un hombre de muchos fracasos, un hombre enfermo prácticamente durante toda su vida, a pesar de su fortaleza física: era musculoso, podía permitirse extensas e intensas caminatas…
En efecto: ni tuvo éxito con las mujeres (nunca se casó, siempre le dieron calabazas), ni tuvo el éxito de público y crítica que sin duda merecía por la genialidad de sus libros (de hecho, se vio obligado a auto costearse la edición de algunos de sus libros, que apenas se vendían, y él los enviaba a algunos amigos y resto de allegados o conocidos), de manera que cuando sí comenzó a llegarle el definitivo reconocimiento, ya testaba inmerso en el mar de su locura, y encima su hermana Elisabeth maquinaba la manipulación de su pensamiento. Amigos tuvo que le fueron fieles de por vida, como Franz Overbeck, teólogo protestante alemán (teólogo liberal, empeñado, entre otros empeños, en demostrar que la patrística no había sido más que un intento de manipular y tergiversar el mensaje evangélico original de Jesús de Nazaret), siete años mayor que nuestro protagonista; solo que indubitablemente la soledad, la enfermedad y la incomprensión de muchos lo acompañaron durante toda su vida, la cual, al menos mirada desde fuera, no parece precisamente la de un superhombre y sí la de uno de esos desgraciados hijos de la moral de esclavos propia del platonismo y el cristianismo, el cual sería a fin de cuentas, según Nietzsche, una suerte de «platonismo para el vulgo, para el populacho».
Ciertamente, hago mías las críticas a la filosofía de Nietzsche procedentes de uno de los filósofos más eminentes del siglo XX, el también alemán Max Scheler (para Heidegger, la cabeza filosófica más potente de la filosofía alemana de todo el siglo XX), fenomenólogo, impulsor de una ética de los valores material y llena de contenido, capaz de superar el formalismo y la abstracción de la ética kantiana. En efecto, para Scheler la acusación que espeta Nietzsche contra el cristianismo acusando a este de fomentador de una moral de débiles, de resentidos contra la vida, de esclavos, no acierta en la diana, toda vez que el resentimiento estaría más bien en esa propia enmienda a la totalidad formulada por Nietzsche contra el cristianismo.
Con todo, más allá de las reservas que acabo de reflejar en el párrafo anterior, me parece aprehender en la vida del filósofo de Röcken episodios que me hacen sentir finalmente empatía por él. No diría compasión, pues esta palabra es maldita en el vocabulario del filólogo-filósofo alemán, en todo su universo de demolición de los valores de la cultura occidental, como bien conocemos herederos del idealismo socrático, el platonismo y el cristianismo.
Con todo, Nietzsche me perturba, me fastidia, me indigna, me jode, me noquea. Y esto me provoca también mucha rabia, porque me parece haber ido descubriendo que en su universo filosófico sin duda genial hay excesos, injurias, juicios temerarios e infundados, una muy indigesta visceralidad, un odio desaforado al cristianismo…
Y justamente de todo querría dejar alguna noticia en este escrito. Asumo el riesgo o reto de que los especialistas en la obra del autor de El Anticristo puedan juzgar que estoy del todo desinformado o equivocado en los juicios que diré, solo que del mismo modo que valoro todo lo que de ellos haya podido aprender hasta la fecha sobre nuestro filósofo deicida, reconozco que lo que voy a decir es estrictamente mi verdad, mi percepción, lo que en las fibras más recónditas de mi espíritu siento yo, hoy por hoy, desde mi condición de lector de Nietzsche. Esto es: son intuiciones, sospechas, conjeturas o tal vez certezas que llevan un tiempo acompañándome.
La primera no puede ser sino esta, a saber: Nietzsche demuestra, en su feroz crítica al cristianismo, que jamás tuvo una experiencia auténtica de Dios. Nietzsche no conoció al Dios que nos manifiesta Jesucristo (esta expresión no es del todo de mi agrado, porque lleva implícita una cierta idea como de subordinación del Hijo al Padre, pero bueno, vale, la pasamos), de suerte que la religiosidad protestante de corte pietista mamada en su hogar y que le duró hasta la primera hora de su adolescencia, no cabe considerarla, me parece, como una sólida experiencia de fe en Cristo y en su Iglesia.
En correlación totalmente directa con la anterior observación, viene esta: para mí sin duda, Nietzsche exhibe en su filosofía que jamás se sintió hijo de la Iglesia católica, que es la única fundada por Cristo sobre la roca de Pedro (cfr. Mt 16, 18), como reconocemos los católicos. Porque un hijo de la Iglesia católica, por muy rebelde que se muestre hacia la madre, no habla de ella con el desprecio y el odio con que lo hace Nietzsche. Ni siquiera en Emil Cioran (hijo de un pope ortodoxo rumano, frente a Nietzsche, hijo y nieto de pastores luteranos), al menos hasta donce alcanza mi conocimiento de su obra me parece haber captado tanto odio contra la Iglesia y el cristianismo todo. Y no digamos Charles Baudelaire, Oscar Wilde o Rubén Darío: los tres llevaron vidas disolutas, alejadas de la práctica sacramental, vidas rebeldes, bohemias, disipadas… Pero los tres se sintieron en todo momento hijos de la Iglesia, hijos pródigos en la esperanza, tensión y espera de retornar arrepentidos a la casa del Padre (según la parábola homónima de que nos da noticia Lucas 15, 11-32). Nada de esto es captable en Nietzsche, ni modo, más allá de una cierta simpatía hacia el Nazareno que exhibe en su obra el autor de Así habló Zaratustra.
Tercera intuición (sospecha, conjetura, tal vez certeza). Las ideas cristológicas de Nietzsche no cabe entenderlas sin el pernicioso influjo de la teología liberal protestante, desarrollada sobre todo en su Alemania natal durante el siglo XIX. En efecto, junto a una formación teológica a todas luces deficiente (por deseo expreso de su madre, con que así continuar la tradición familiar paterna, Nietzsche se matriculó en teología, y no cursó sino un curso), la cristología de la filosofía de Nietzsche asume el presupuesto típicamente protestante liberal de secularizar los contenidos mitológicos del cristianismo (desmitologizando el Evangelio, separando el Jesús histórico del Cristo de la fe, criticando encarnizadamente el dogma, desdogmatizando el cristianismo…).
Cuarta. En algún lugar de su obra Friedrich Wilhelm Nietzsche se permite una afirmación como esta: «Poncio Pilato es el único personaje en verdad noble y digno de estima de todo el Nuevo Testamento». Qué pasada más grande, ¿cómo se puede poner en circulación una afirmación como esta y quedarse tan pancho? ¿Y la supuesta o real admiración de Nietzsche por la persona de Jesús de Nazaret, a quien nuestro pensador llega a juzgar de idiota y de admirable y pacífico preanarquista a quien Pablo de Tarso manipularía hasta convertirlo en hijo de Dios, el Redentor, ¿etcétera? Muy probablemente el autor de El caminante y su sombra no lo sabría, pero hoy conocemos con prácticamente total certeza que el gobernador Poncio Pilato, ante quien compareció Jesús para ser juzgado, fue un mal bicho, un desalmado, un hombre cruel y perverso, un sanguinario, un traidor.
¿Y Nietzsche confiesa admiración por un hombre tan poco virtuoso como el gobernador romano? ¡Qué atropello a la memoria de tanta gente buena que circula por todo el Nuevo Testamento, y a los océanos de personas nobles, justas, loables, pacíficas y buenas que han llegado a ser lo que fueron, en los últimos 2.000 años, gracias al seguimiento discipular de Cristo!
Quinta. En algún lugar de su obra (en ¿Mas allá del bien y del mal, en La genealogía de la moral, en algún otro título suyo?), Nietzsche se permite despreciar el valor testimonial de los mártires del cristianismo. Para él no parecen probar nada, ni merecer consideración o admiración de ninguna clase; solo desdén, desprecio, indiferencia. Desde luego, por muy Nietzsche que nuestro protagonista haya sido, por mucha que sea la simpatía que pueda despertarnos -y que de hecho a mí me sigue despertando-, ¡es una pasada lo de este hombre!
Sexta. Alaba el islam -por el que no siente ni el más mínimo interés en términos estrictamente religiosos o espirituales- por destacar del mismo su rechazo al cristianismo.
Séptima. Aplaude el budismo (en esto sigue a su maestro Arturo Shopenhauer, de cuyo influjo progresivamente se fuera apartando) porque encuentra que el budismo sí cumple con lo que dice, frente al cristianismo, que promete y no cumple. Para nuestro filósofo, el budismo propone un método real, objetivable, inmanente y sensible de combatir el sufrimiento, precisamente frente al cristianismo, que para nuestro filósofo no sería más que una máquina o maquinaria con que prometer irrealidades, idealismos vanos, ilusorios mundos paralelos que desprecian el único mundo sensible y real.
Octava. En toda su inventiva contra el cristianismo, Nietzsche manifiesta que ni por asomo se avino a considerar la posibilidad de que el cristianismo auténticamente vivido, más que despreciar el mundo lo que despliega hacia este es la mirada del ya sí pero todavía no del todo. Esto es: en el cristianismo sí se afirma la vida, se goza de ella, se celebra, se construye el Reino (que es buena noticia para todos, especialmente para los humildes), ya aquí en la tierra, desde la perspectiva de una plenitud que acontecerá en la vida del más allá. De manera que, en la actitud de fondo, en la resolución final que lleva al monje a apartarse del mundo, lo que cuenta y decide no es el desprecio del mundo sino el encuentro personal con Jesucristo. O, dicho de otra manera: sin un amor apasionado por las cosas de este mundo no cabe entender el paso de la opción radical de tantos monjes y monjas que se han acabado apartando del mundo para estar más plenamente ávidos del amor del Dios Uno y Trino.
Novena. El mundo que conocemos, ahora que enfilamos la recta final de este jodido 2020 por causa del COVID-19, con sus altas dosis de relativismo, hedonismo a calzón caído, inmoralidad, egoísmo, individualismo del sálvese el que pueda, vacío de Dios y craso materialismo, le debe mucho a Friedrich Wilhelm Nietzsche; de hecho, es uno de sus padres espirituales. O lo que es lo mismo: la postmodernidad y la llamada posverdad son frutos de la filosofía aforística y hecha como a martillazos de aquel huérfano de padre a los cuatro años, niño que hubo de crecer en un hogar solo compuesto de mujeres: su madre, su hermana, su abuela paterna, una tía soltera… Todas muy piadosas, todas beatas.
Décima. Como reconoció el propio Bertrand Russell (por lo demás, otro de los grandes ateos en el panorama de la filosofía y la cultura de nuestro tiempo), lo que nos parece es que Nietzsche no debió conocer a cristianos verdaderos, a auténticos testigos de Cristo. Y encima desprecia furibundamente lo que a todas luces parece no haber conocido, incapaz de reconocer valores, nobleza, humanismo y bondad en las vidas, durante 2.000 años, de tantos discípulos de Cristo y de su Iglesia. ¡Tremenda injusticia, la verdad!
Undécima (y última). El gran ausente en la filosofía de Friedrich Wilhelm Nietzsche es el otro, el prójimo (obviamente, entendido en claves judeocristianas, vale que también pasadas a través del tamiz socrático-platónico). Y esta ausencia provoca un patético sentimiento de orfandad. No hay calor de hogar en las páginas de Nietzsche. Ausente el otro, el prójimo, ni rastro del Totalmente Otro en la filosofía del autor de Humano, demasiado humano.
Así al menos, sensu stricto, lo veo yo, simple lector de Nietzsche (aunque más lo soy de Soren Kierkeegard, con cuyo pensamiento estoy más en sintonía, aunque tampoco del todo, ni lo entiendo al ciento por ciento; Kierkeegard, sí, con quien comparto una desgracia biográfica que solo conoce bien quien la ha sufrido). De manera que no hace ninguna falta reconocer que estoy a años luz del talento filosófico de Friedrich Wilhelm Nietzsche, solo que tomo a este por su palabra, a saber: cualquier persona puede y aún debe ser filósofa, en el sentido de que las respuestas a nuestros más persistentes interrogantes deben venir de nuestra propia búsqueda de la verdad.
De acuerdo, desde esta certeza: amicus Plato, sed magis amica veritas (Aristóteles dixit, palabra de Aristóteles). Y desde esta otra: «Dios está más dentro de ti que tú mismo, Dios te conoce y te sondea más de lo que tú puedas conocerte y sondearte a ti mismo» (san Agustín dixit, palabra de san Agustín).
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