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Gracias al cristianismo y a la Iglesia primitiva la cultura clásica no fue totalmente destruida por las invasiones bárbaras. Los cristianos enaltecieron lo que de trascendente existe en el ser humano, respetaron la idea de familia, elevaron la posición de la mujer, defendieron a la infancia, cimiento del futuro, convirtieron el matrimonio, no en una institución para el deleite, sino para la abnegación, la humildad mutua, el enriquecimiento espiritual. Forjaron una sociedad solidaria, con responsabilidad cívica y, además, conscientes de que la miseria constituía una humillación para los cuerpos y las almas, atendieron a los débiles y desasistidos, cuidando de los enfermos, de las viudas y de los huérfanos.
Durante la Edad Media, Europa disfrutó una cultura floreciente y una estructura social asentada en la familia, en la comunidad, en el gremio y en la Iglesia, siempre en estrecha colaboración con el prójimo cercano, que tenía idénticos o similares problemas. Era una sociedad vital, esperanzada, impelida por una envidiable fuerza social, religiosa, incluso intelectual y artística. En la Edad Media no se construyeron las catedrales con estructuras mezquinas ni ordenamientos tenebrosos que reflejaran ignorancia, temor o pobreza de espíritu, sino mediante invenciones espléndidas empeñadas en elevarse hacia la luz y la belleza celestiales. Fueron las convicciones, las esperanzas y la fe quienes engendraron ese dinamismo y esa voluntad.
Aquella vigorosa inquietud intelectual explica por qué se hicieron necesarias las universidades. Fueron años de sorprendentes avances culturales y sociales en los que se protegieron las obras clásicas, y nacieron las literaturas y las técnicas plásticas que finalmente darían paso a la eclosión renacentista; surgieron los creadores del lenguaje, encargados de asentar las respectivas lenguas nacionales; la música moderna se inició gracias al canto gregoriano, y el comercio adquirió universalidad mediante los innovadores procedimientos contables.
Y por si tantas muestras de energía precisaran un resumen que las simbolizara, se puso en marcha lo que las crónicas conocen como Camino de Santiago, una de las mayores contribuciones a la civilización. Una encarnación debida sin duda a la necesidad causada por la fidelidad al dogma cristiano, por la confianza en el futuro y por las habilidades mercantiles y temporales que, de modo espontáneo, concibieron y legitimaron esa espina dorsal capaz de unir en una sola fe a aquella pujante sociedad.
España, que tras la SGM -durante el franquismo- fue el único país europeo capaz de reconstruirse y elevarse a potencia sin necesitar la ayuda estadounidense, también ha sido el único país conquistado por el islam medieval que pudo recobrar su independencia. La Reconquista, ese período histórico de casi ocho siglos de duración, supuso una soberbia aventura fraguada por realidades y leyendas. En ella, gracias a las aportaciones insustituibles de cada uno de sus estamentos sociales, se recobró la idea de España, si no como pueblo, que era una idea ya anterior, quizá, a la dominación romana, sí como el Estado constituido por Leovigildo. Nobles, campesinos libres y monjes intelectuales y guerreros fueron ganando lenta pero inexorablemente las tierras que el despego, la indolencia y la traición se habían dejado usurpar.
Si la Reconquista fue una tarea tan material como espiritual -una cruzada o una misión similar en esencia a la de 1936-, que sirvió para restaurar el Estado, también contribuyó a hacer de España la sociedad más avanzada de su época en cuanto a los derechos humanos. Aunque las tres culturas -judíos, musulmanes y cristianos- nunca convivieron en plan de igualdad como pretende el mito, pues siempre hubo una que impuso su hegemonía, no fue en la zona islámica, sino en la cristiana donde se consiguieron mayores cotas de igualdad y convivencia. Fue en España donde nació la conceptualización de lo que hoy conocemos como derechos humanos. La reina Isabel, primero, prohibiendo la esclavitud en su Testamento, y luego Carlos I, con las Leyes de Indias y a través de la Escuela de Salamanca, fueron los pioneros y los fundadores del Derecho de gentes.
El breve recuerdo de todo lo anterior viene a cuento porque en la actualidad nos encontramos con nuevos desidiosos, lozanos traidores y recientes invasores. Y nueva necesidad de fe, es decir, de reconquistas y cruzadas. Considerando su historia, ni España ni la civilización occidental pueden olvidarse de sí mismas y de lo que significan sin que perezcan. Si, como parece, los pueblos de Occidente, convencidos por sus enemigos, acaban creyendo que lo que importa es solamente lo material, la ciencia y la técnica como fin en sí mismas y no como instrumentos para la mutua armonía entre administradores y administrados, terminarán renunciando a su inmemorial herencia. Si se abandona la cultura clásica y el Derecho inherente a ella, y se desiste de toda religiosidad, ese camino, lejos de conducirles a la felicidad prometida por los amos plutócratas y a sus lacayos, los llevará a la sinrazón y a la angustia, a los sombríos calabozos comunistas o a los fanatismos mahometanos.
No obstante, aún albergamos la esperanza de que Occidente, lejos de suicidarse, acabará reviviendo, porque la Historia demuestra que la Humanidad ha conseguido siempre derrotar a las coacciones de esta índole. Para ello, los líderes regenerativos del futuro han de insistir en el retorno a la sabiduría clásica. Repasar, por ejemplo, a Agustín de Hipona en su Ciudad de Dios, para distinguir el camino del verdadero progreso. Discernir entre ese amor propio que desprecia a Dios, que es la enseñanza terrena propugnada por las oligarquías del Plan Kalergi o Nuevo Orden, y ese amor a Dios que desprecia a sí propio, que es el magisterio de lo intangible y perenne.
El primero de los caminos se gloría en sí mismo, mientras que el segundo lo hace en la Creación, porque aquél busca la gloria de los hombres, y éste tiene por máxima gloria a la Verdad, testigo de su conciencia. En aquél, sus príncipes y las naciones avasalladas se ven bajo el yugo del afán de dominio, y en éste sirven apoyándose en los frutos del entendimiento y la amistad. Aquél ama su propia fuerza en sus potentados, y éste ama a la fuerza de la virtud. En aquél, sus sabios, que viven según la carne, engallados en su propia sabiduría a exigencias de su soberbia, no han buscado más que los bienes y goces materiales; en éste, sus doctores honran y agradecen humildemente a la divinidad los dones concedidos. En aquél se adoran simulacros como el relativismo y el cientifismo; en éste se sirve al espíritu y a la grandeza de la Creación.
Y como esto no tiene nada que ver con la beatería, como piensan algunos piticiegos sociopolíticos con prejuicios, sino que son las armas más poderosas para el imperativo ataque civil contra el Sistema, los líderes destinados a conducir a los pueblos hacia la regeneración han de conocer con claridad el buen camino, y han de poseer energía para recorrerlo sin dilaciones ni temores. Pongamos, pues, la fe y la voluntad en una civilización de Occidente renacida.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Este artículo, es EXCELENTE, está escrito con una altura periodistica y una precisión sobre lo que trata sin igual.
Pocos articulistas y analistas políticos quedan ya como el que escribe esto.
ENHORABUENA