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Virginia Giuffre, posible víctima del pedófilo millonario Jeffrey Epstein, presentó, el pasado día 10 de agosto, una demanda contra el príncipe Andrés de Inglaterra, duque de York, ante un tribunal federal de Nueva York por agresión sexual, justificándose ante la prensa con unas interesantes declaraciones: «Lo que hago es exigir al príncipe Andrés que responda por lo que me hizo. Los poderosos y ricos no están exentos de que se les considere responsables de sus acciones. Espero que otras víctimas vean que es posible no vivir en el silencio y el miedo, sino recuperar la vida al hablar y exigir justicia. Hace veinte años, la riqueza, el poder, la posición y las conexiones del príncipe Andrés le permitieron abusar de una niña asustada y vulnerable a la que nadie protegía. Ya es hora de que rinda cuentas». Posteriormente, el pasado día 13 de agosto, una mujer, identificada como JC, presentó una demanda (según la prensa) contra Bob Dylan porque el cantautor, supuestamente, abusó de ella hace 56 años, en 1956, cuando la demandante tenía 12 años de edad. Ambas pretensiones se basan en la Ley de Victimas Infantiles de Nueva York, aunque, para que sean satisfechas, debe acreditarse de manera contundente el hecho que generó el daño y que se ajusta al ámbito de aplicación de esa norma.

 

Los relatos narrados por los demandantes en los diferentes casos descritos pueden ser ciertos o no, algo relativo en la medida en que lo que se cuenta de los hechos no tiene porqué coincidir con los mismos, al realizarse la narración aportando los datos de manera contaminada a causa de las percepciones, sentimientos y objetivos de las partes, que, obviamente, pretenden conseguir la satisfacción de una pretensión y, para ello, deben mostrar un relato cuya contundencia va a depender de ciertos matices ligados a la verosimilitud y a la gravedad del daño o perjuicio que indiquen haber sufrido.

 

En algunos casos, se pueden llegar a utilizar las acciones civiles ante los órganos jurisdiccionales como elementos con los que presionar para negociar un precio para el silencio e impedir, de ese modo, que se deje de hablar del tema en la opinión pública. La razón es simple.

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Es posible que una demanda se sustente en unos hechos que sean difíciles de acreditar, bien porque se produjeron hace mucho tiempo, bien porque no hay testigos ni medios de prueba fiables, bien porque los hechos alegados por el demandante no existieron. Sin embargo, hasta que se terminen los actos procesales pasará el tiempo suficiente como para deteriorar la imagen del demandado, contribuyendo todo ello a favorecer una peligrosa instrumentalización del proceso civil para alcanzar fines que no le son propios y siendo cierto que la progresiva putrefacción de la fama de una persona será más rápida cuando tenga más relevancia y los trámites procesales tarden más en desarrollarse.

 

Michele Taruffo, en La Prueba. Artículos y Conferencias, señala que «se acostrumbra a decir que la función de la prueba es la de ofrecer al juez elementos para establecer si un determinado enunciado, relativo a un hecho, es verdadero o falso», debiendo destacarse, «a su vez, se dice que un enunciado fáctico es verdadero si está confirmado por pruebas y es falso si las pruebas disponibles confirman su falsedad; y no está probado si en el proceso no se adquirieron pruebas suficientes para demostrar su verdad o falsedad». El mismo autor, en La prueba de los hechos, explica la problemática intrínseca a la averiguación de la verdad de lo sucedido mediante el proceso civil, llegando a afirmar que «el proceso debe desarrollarse en un tiempo limitado, dado que intereses tanto públicos como privados presionan para que la finis litium se alcance rápidamente, y éste es un gran obstáculo para la búsqueda de la verdad» y que «además, existen limitaciones legales al uso de los medios judiciales de conocimiento y a los procedimientos con los que aquéllos pueden ser producidos y utilizados; y existen normas de prueba tasada que imponen al juez una «verdad formal» que a menudo no se corresponde con la realidad de los hechos», siendo cierto que «se pueden mencionar muchos otros aspectos del proceso, como, por ejemplo, la necesidad de precluir con la cosa juzgada la posibilidad indefinida de corregir la decisión sobre los hechos o bien el principio dispositivo, que permite a las partes limitar el ámbito de los hechos jurídicos a determinar, para mostrar cómo bajo muchos aspectos el proceso no es capaz de funcionar como mecanismo para determinar la verdad de los hechos».

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Podrían calificarse algunas demandas relativas a supuestos abusos o acoso sexual producidas hace décadas como temerarias o difamatorias, pero no se puede descartar que recojan la verdad. En cualquier caso, los medios de comunicación suelen distorsionar la cuestión fáctica en el proceso al tomar como verdad absoluta cualquier denuncia sobre ciertos temas, sirviendo así para ayudar a que las demandas cumplan una función extrajudicial para lograr importantes indemnizaciones prontamente, pues, en caso de esperar el demandado y señalado por el abuso o acoso a la lucha por la desestimación de la pretensión, pasarán años en los que la imagen del demandado quedará por los suelos antes de poder descubrirse toda la verdad, hecho que incentiva la aceptación de negociaciones para pagar un silencio sobre algo que sucedió de un modo muy distinto al narrado por el demandante o que a lo mejor no sucedió.

 

En España no existe el riesgo de que lo visto en Estados Unidos pueda llegar a suceder, pero no es desdeñable que, dentro de unos años, se puedan presenciar escenarios similares.

 

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REDACCIÓN