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No comprende uno muy bien que es lo que puede hacer pensar a cierta gentuza que el amor al peligro es una pasión que colma de voluptuosidad a los miembros de los Ejércitos si no fuera para desacreditarlos en interés de ciertas corrientes comunistas y nacionalistas que se dan en España en las últimas décadas para estigmatizarlos de violentos y fascistas.

Decía Vigny, un oficial francés que equivocó su profesión, en «Servidumbre»: «no sé si será verdad decir o escribir que hay en los Ejércitos una pasión que les es particular y que les da la vida; una pasión que no tiene ni amor, ni gloria, ni ambición; es una especie de combate cuerpo a cuerpo con el destino, una lucha que es el origen de mil voluptuosidades, desconocidas al resto de los hombres y cuyos triunfos interiores están llenos de magnificencia; es, en fin, ¡el amor al peligro¡».

Nada hay más falso; no ama el peligro quien lo conoce; lo que se sabe, o se adivina peligroso, deja de ser amable; moverá en el alma otra emoción, o un deseo distinto, picante, si se quiere, pero no amor.

Tras el peligro está siempre, en potencia, la muerte. Lo que se le pide al militar y lo que da serenamente los Ejércitos no es amor a la muerte; es, más sencillamente, no temerla. Sólo teme a la muerte el que no espera nada después de ella, o el que siente miedo de hallar tras la muerte un daño irreparablemente grave.

Para el que cree que hay vida después de la muerte, en cambio, arriesgar la vida en el cumplimiento del deber no es un trance deseable pero tampoco lo rehúye porque sabe cuánto vale la vida que Dios nos ha dado, mide bien la importancia de su sacrificio; pero si ha de entregarla, como es, para muchos, el mismo Dios quien se lo pide, descansa en sus designios el cuidado de conservarla, con lo que se descarga de esa preocupación de seguridad que constituye el miedo.

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Con razón se ha afirmado que la fe religiosa, sea cual fuere la religión que se profese, es uno de los factores que más poderosamente contribuyen a mantener en el soldado una digna actitud moral.

No dejan de tener interés las disquisiciones de Antonio Vallecillo en torno al miedo, al temor y a la cobardía.

El miedo es una aprensión del ánimo suscitada por un supuesto peligro, desconocido o inexistente, mientras que el temor es la repugnancia que inspira un peligro real y conocido; el temor es un afecto ingénito, consecuencia natural del instinto de conservación y de aspiración al bienestar, natural al hombre; el miedo tiene sus raíces en la ignorancia y en la educación inadecuada; es una manifestación de egoísmo, que coincide con un tipo de vida descendente, enferma, quebrantada. El miedo es un defecto corregible por la educación y el razonamiento; el temor necesita ser vencido por un esfuerzo del ánimo, que es el valor; la ausencia de valor en la ocasión en que se requiere constituye la cobardía.

En consecuencia, podemos dirimir de todo ello que no sólo los miembros de los Ejércitos y no sólo ellos tienen el valor para vencer el temor dando ejemplo de valor. Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, los militares, los bomberos, los médicos, las enfermeras, sus Auxiliares, los transportistas, los ganaderos, los agricultores…, y todos aquellos que vencen el temor a ser contagiados ahora mismo por una enfermedad desconocida en beneficio de unos muchos, han abrazado el valor como valía de su educación y virtudes morales que no son exclusivas de los miembros de los Ejércitos como queda demostrado en esta ocasión.

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Quizás la gentuza que excluye a los Ejércitos de cumplir con su vocación de servir a la Sociedad se ha olvidado que los hombres de bien, en todas las profesiones que he mencionado antes, tienen Dios, el que fuere, Patria, familia y ejército, esto último en el más sentido genérico de la palabra y que representa a España; todos formamos un ejército de hombres y mujeres que han demostrado valor en el más estricto sentido de la palabra en la lucha contra esta pandemia.

Valor que debe ser correspondido por los políticos que nos gobiernan como un deber u obligación moral y fáctica.