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La Malamérita, siempre perros, perrazos, de sus amos. En dictaduras explícitas o en tiranías implícitas, beneméritos sicarios del Sistema, el que toque. El brazo criminal de su dueño. 175 años de horror, espanto y pesadilla. El deshonor siempre fue su divisa. Y siempre lo será. Y ahora anhelan lavado de cara. Payasos bailarines de TikTok, lo mismito que la psicópata mafia sanitaria, otro brazo criminal, ambos siempre disciplinando y reprimiendo.
La infinita hipocresía de la «derecha» española
La «derecha», escandalizada. Por los narcopikolos bailongos y rumbosos y sandungueros. O porque fue el cruel brazo ejecutor de la siniestra Segunda República. O porque facilita la inmigración ilegal y descontrolada. O porque se colorea con el totalitario y culero trapo arcoiris de la mafia elegetebeí. Eso sí, cuando tortura a etarras, negratas o gente de «mal vivir», mutis.
De la Malamérita, a esa delirante y absurda «derecha», tan covidiota como la «izquierda», solo le perturba que repriman a los «suyos». Si de joder a «rojos», «greñudos» o fauna semejante, bien merecido se lo tienen. No se coscan, ni se quieren coscar, ains. La Malamérita, tan solo serviles chuchos de sus amos. Y si los amos cambian, las hostias cambian de bando.
Buen rollito multiculti, bailado por los más sádicos
Y ahora, alegría, sionista sobreabundancia de ella, tonada gospel, afro-house, precisemos. Jerusalema. Jerusalema ikhaya lam, Jerusalem es mi hogar. Escrita en idioma venda, hablado en Sudáfrica, todo tan good feeling multiculti, tan falsario e hipocritón. Ole mis cojones.
Su letra habla de Jerusalén como la ciudad celestial en la que encontrarse en grácil y armoniosa comunión con el Eterno. El propio Master KG, patético diyei, vulgo DJ, a la sazón compositor de la lastimosa letra, explicó en su día que la canción Jerusalema es «una canción muy espiritual, por eso, aporta esperanzas al mundo. Es una canción sanadora y hace que la gente esté feliz».
Rebuzna la falsaria versión oficial que Jerusalema deviene «himno de esperanza de los cinco continentes para unir nuestras fuerzas y vencer de una vez la pandemia del coronavirus». La descojonación. La bailaron los sádicos sanitarios. Ahora los sádicos narcopikolos, valga la redundancia. Eso sí, algo bueno tiene la vaina. Parafraseando el Evangelio de Juan, afirma el bodriete Jerusalema que «mi lugar no está aquí» o «mi reino no está aquí».
Mi reino no es de este mundo (menos mal)
Y sobre el particular, dos precisiones. Sobresaturado de circundantes majaderías durante la plandemia, mi casa no es Jerusalén. Obvio. Mi casa es la casa de mi padre, que siempre defenderé. Nire aitaren etxea defendituko dut. Beti. Además, rodeado – casi cercado – como me hallo de perfeccionados zombis y payasos sin fronteras, mi reino hace tiempo – desde marzo ya ni les cuento – que dejó de ser de este mundo. En fin.
Autor
- Nacido en Bilbao, vive en Madrid, tierra de todos los transterrados de España. Escaqueado de la existencia, el periodismo, amor de juventud, representa para él lo contrario a las hodiernas hordas de amanuenses poseídos por el miedo y la ideología. Amante, también, de disquisiciones teológicas y filosóficas diversas, pluma y la espada le sirven para mitigar, entre otros menesteres, dentro de lo que cabe, la gramsciana y apabullante hegemonía cultural de los socialismos liberticidas, de derechas y de izquierdas.
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