20/09/2024 22:39
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¡Hay demasiados bares y cafés en retaguardia; demasiados autos y servicios de guardia; demasiados jóvenes que se pavonean al sol; demasiados vividores que sabotean la revolución; demasiados restaurantes superfluos; demasiada gente que tiene por misión hacer rápidos viajes turísticos; demasiados vagos y desocupados; demasiados milicianos que jamás han militado!

 

Al principio se persiguió a los elementos fascistas. Luego la distinción se hizo borrosa. Se detenía y se fusilaba a personas pertenecientes a la derecha, luego a sus simpatizantes, más tarde a los miembros del partido radical del Sr. Lerroux, y luego -error trágico o venganza de clase- se incluyó a personas de la izquierda republicana…. Cuando se comprobaban aquellos errores, se echaba la culpa de los asesinatos a los fascistas y se continuaba.

 

Los muros y tapias de la Casa de Campo, cuartel general de las milicias, pudieron sentir, apretados contra ellos, los míseros y trémulos cuerpos de gente aterrorizada para la cual fueron el último contacto con la vida.

 

CAPÍTULO XI:

CAUSAS DE LA DEBILIDAD DE LOS GUBERNAMENTALES 

 TRES de esas causas eran visibles y fueron decisivas desde el principio, a saber: la carencia de técnica, la ausencia de disciplina y la desmoralización de la retaguardia. 

 

Carencia de técnica

 LOS partidos españoles de extrema izquierda con frecuencia han mostrado un profundo desprecio hacia la técnica en todos los campos, por lo menos hacia la técnica «burguesa», la única que lógicamente podía existir en el país con el advenimiento de la República. A su juicio era suficiente poseer la fe y el entusiasmo revolucionarios para cumplir con cualquier tarea en el gobierno[1]

Ese desprecio no podía dejar de manifestarse en el momento de la lucha. 

El gobierno esperaba vencer la sublevación militar gracias al fervor republicano y revolucionario de sus artesanos. Esperaba también que los ejércitos insurrectos se encontrarían pronto faltos de oficiales. Así, desde el principio del alzamiento se apresuró en decretar el permiso de todos los reclutas que se encontraban en las filas de los regimientos insurrectos. Había anunciado a los soldados que se les relevaba de toda la obediencia debida a sus jefes. Esta medida provocó un cierto número de deserciones entre los soldados. 

El decreto supuso un serio golpe al avance de los insurrectos. Pero estos conservaban intactos sus mandos; les bastaba con detenerse y esperar con paciencia a los refuerzos marroquíes, organizando sus propias milicias, como el gobierno. Una vez constituidas las milicias se encontraron con que poseían un ejército de combatientes no menos numeroso que el del gobierno y -cosa que le faltaba a éste- a las órdenes de oficiales que conocían su oficio. 

El gobierno, por su lado, ganó ciertos refuerzos gracias a los soldados que dejaron su regimiento[2] y se hallaron más o menos voluntariamente enrolados en las filas de los gubernamentales, pero careció casi absolutamente de técnicos, de oficiales. No disponía más que de cinco o seis generales fieles y de otros pocos oficiales, número que cada día disminuía en virtud de la falta de disciplina de las tropas. 

Esta carencia de técnica tuvo poderosa influencia durante las operaciones militares y es notorio que paralizó el ataque que se debiera haber efectuado contra los insurgentes en un momento en que sus filas clareaban debido a la deserción de soldados ya que, con tal escasez de tropa, podrían haber sido fácilmente vencidos tal y como lo fueron en Madrid, Barcelona y otros lugares. 

El parón impuesto a los insurrectos por la falta de soldados era pasajero y fácilmente subsanable. El parón impuesto al gobierno por la ausencia de cuadros técnicos era irreparable y definitivo. 

El mismo defecto se evidenció en la marina de guerra. En casi todas las unidades los oficiales se pusieron del lado de los alzados. Su colaboración hubiese sido muy importante para estos últimos ya que el general Franco contaba con aquellos barcos para poder transportar rápidamente las tropas marroquíes a la Península. 

Sin embargo los marineros, informados y fieles al gobierno, ahogaron rápidamente la sublevación arrestando o ejecutando a sus oficiales. 

El ejército rebelde sufrió un duro golpe, que habría sido devastador si el gobierno hubiese sabido aprovecharlo[3]. Pero como no supo, la fidelidad de los marineros resultó inútil. En efecto, las unidades navales permanecieron en manos de la marinería[4] que, ignorándolo todo de la técnica, no supo hacer funcionar las máquinas ni pudo defender los barcos ni usarlos en interés del gobierno. Una sola unidad naval de los insurrectos valía tanto como varios buques gubernamentales y los militares desembarcaron en la Península todos sus efectivos marroquíes con ayuda de unos pocos barcos y de ocho hidroaviones. 

 

 

Falta de disciplina 

 LA falta de disciplina acompañaba, como era de esperar, el desprecio por la técnica. Los gubernamentales consideraban a todos los oficiales como insurrectos. Por otra parte estimaban que los oficiales no le eran necesarios al ejército. En consecuencia los milicianos se negaron a obedecer a los pocos oficiales que permanecieron fieles. Nadie pensó en nombrar ni en aceptar un mando único. Cada uno ejecutaba sus pequeñas iniciativas e insistía en combatir recurriendo al personalismo y con independencia. La primera consecuencia de esa desastrosa mentalidad fue la auténtica carnicería perpetrada con toda facilidad por los nacionalistas durante los combates del frente de Somosierra, a las puertas de Madrid. Se ignoraron y despreciaron los principios más elementales de la técnica. Los milicianos corrían a su aire contra el enemigo en terreno descubierto o se agrupaban torpemente durante los bombardeos aéreos y las bombas hacían diana sin esfuerzo. A consecuencia del desorden y de la mediocridad del mando, el fuego de barrera de los gubernamentales alcanzó con frecuencia a sus propios hombres. Otros, surgiendo a destiempo de los refugios donde se escondían conseguían que los hirieran sus propios compañeros. 

Madrid, espantado, vio numerosos camiones trayéndole centenares de heridos, convoyes que evocaban con elocuencia los muertos que quedaron ahí arriba, sobre las rocas. 

Esta falta de disciplina era todavía más grave en la medida en que se sumaba a la desconfianza que los milicianos sentían por sus oficiales, desconfianza nacida de la absoluta ignorancia de las necesidades de la técnica. Cada miliciano pretendía ser el juez de la actividad e incluso de las iniciativas de sus oficiales. Un ataque retrasado, una batería mejor o peor colocada, un orden de alto el fuego, con frecuencia fueron considerados sospechosos y a numerosos oficiales los asesinaron en el frente. 

Varios oficiales se pasaron entonces a las filas de los insurrectos. Si tenían que morir querían al menos no ser deshonrados. 

Estas deserciones de oficiales, que el gobierno mantuvo en secreto, no fueron menos numerosas y por consiguiente sí mucho más importantes que las de soldados. Se produjeron en todas las armas. Los primeros días de la defensa, los diarios no regateaban elogios a célebres aviadores, entre los cuales un amigo del aviador Franco, junto al que había luchado cuando la revuelta antimonárquica de 1930. De repente no se oyó más su nombre. Corrió el rumor de que se había marchado tras el asesinato de su hermano, oficial superior ejecutado por un grupo de milicianos. 

Los comunicados del ministerio de la Guerra darán idea de lo que es un ejército sin jefes. Mientras que rara vez se oía hablar de los jefes, se alababa continuamente «la actividad cumplida por la sección al mando del sargento Fortea» o por «aquella mandada por el cabo Díaz» o también «el éxito obtenido por el sargento Mayordomo con dos de sus hombres…». 

Además se exhibía un supremo desprecio por toda dirección y los periódicos proclamaban: «El hombre de la Revolución francesa fue Robespierre, el de la revolución Rusa fue Lenine, el de la revolución española es Juan Español». 

Esta falta de disciplina impidió también al gobierno disponer de ciertos regimientos de provincias para mandarlos a un frente determinado. Estas columnas, sin orden superior, sin consultas previas, exaltadas y mandadas por aventureros, habían decidido por su propia cuenta dejar la Península y lanzarse a la conquista de dominios insulares rebeldes cuya ocupación no tenía ninguna influencia sobre la marcha de las operaciones. 

El Sr. Indalecio Prieto, improvisado estratega de la República, mencionó este hecho a finales de agosto en un artículo del Informaciones. Con medias palabras que querían ocultar el penoso fracaso de la expedición del capitán Bayo para reconquistar Palma de Mallorca, Prieto se quejaba de la falta de disciplina del ejército y reclamó un mando único invocando el precedente de los Aliados durante la guerra mundial. Afirmaba que la marcha de las columnas de Bayo hacia Mallorca había dejado el frente Sur desguarnecido. 

Hete aquí cómo al cabo de seis semanas de lucha, el jefe efectivo del ministerio de la Guerra se veía forzado a solicitar humildemente de las milicias, en las columnas de un periódico, ese mando único que él debía haber impuesto y del que gozaban los insurrectos desde hacía mucho; ese mando único que el gobierno nunca se avino a nombrar a pesar de tan amargos exordios[5]

Y el hecho que provocaba estas observaciones del Sr. Prieto era todavía más grave de lo que se atrevía a confesar. Se trataba de lo siguiente: una columna de 1.500 hombres, organizada por el capitán Bayo se embarcó en Valencia dirigiéndose a las islas Baleares que estaban en manos de los sublevados. Se apoderaron primero de la pequeña isla de Ibiza, mal defendida. Cegados por tan modesto triunfo fueron por Palma, la capital de Mallorca. La columna desembarcó en Porto Cristo. Los militares la dejaron avanzar y a trece kilómetros de la costa la derrotaron completamente. Resultado: 300 muertos, 600 heridos y el resto de la columna huyendo en desbandada, tratando de salvarse a nado. 

Este penoso fracaso no tuvo siquiera el efecto de incitar a la prudencia a los aventureros milicianos que, sacrificando cualquier utilidad a la gloria de una genial iniciativa, regresaron a Palma con una segunda columna de 1.500 hombres que fue aniquilada por los rebeldes. 

Tras esta segunda paliza el Sr. Prieto se quejó amargamente de la anarquía que reinaba en el mando. ¿No podía el gobierno imponer de una vez ese mando único que él se limitaba a preconizar? No, no podía. El gobierno fue, desde los primeros momentos, prisionero de aquellas mismas fuerzas que había desencadenado. 

Algunas fotografías de los periódicos de Madrid conservan el elocuente recuerdo de la falta de disciplina de los milicianos. En una ocasión era la fotografía de matrimonios contraídos en las líneas de frente de la Sierra entre milicianos y milicianas, parejas combatientes de las que cabe sospechar que estarían mejor dispuestas para el goce de su felicidad que para hacerse matar en primera línea. En otra ocasión se mostraba a los milicianos de Navalperal otorgando, por su propia voluntad, el grado de general al comandante Mangada, hombre exaltado más rico en buenas intenciones que en conocimientos estratégicos. 

Sucedieron al principio otros hechos más graves: dispuestas a aprovechar la estupenda ocasión que se presentaba, todas las mujeres de vida alegre -que la guerra condenaba al paro- desaparecieron de la capital y se infiltraron entre otras que, con un respetable sentimiento y una sincera fe luchaban en el frente en las filas de los milicianos. Es imaginable, en consecuencia, el desenfreno que reinaba en el frente y numerosos combatientes tuvieron que ser hospitalizados. 

Se comprende que las llamadas al orden y a la disciplina hayan sido el estribillo de todos los discursos de los hombres con alguna responsabilidad. Los diarios obreros las repetían sin cesar[6]

Incluso se oía en la boca de los anarquistas. En su emisión radiofónica diaria, la radio de la C.N.T. y de la F.A.I. todavía repetía, el 4 de octubre: «¡Los fusiles, al frente! Nadie tiene derecho a pavonearse en la ciudad con armas que serían más útiles en otro lugar. ¡Apelamos a nuestros camaradas!». 

Pero estas llamadas al orden nunca tuvieron mucho éxito ya que la C.N.T. tuvo de nuevo que publicar, el 22 de octubre, la siguiente nota que describe con bastante fidelidad la actitud de las milicias: 

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¡Hay demasiados bares y cafés en retaguardia; demasiados autos y servicios de guardia; demasiados jóvenes que se pavonean al sol; demasiados vividores que sabotean la revolución; demasiados restaurantes superfluos; demasiada gente que tiene por misión hacer rápidos viajes turísticos; demasiados vagos y desocupados; demasiados milicianos que jamás han militado! 

 

Es un discurso elocuente. Claro que la paga de diez pesetas diarias abonada a los milicianos y milicianas, el hecho de poder presumir en la ciudad y, para algunos, el saqueo y la venganza, eran carnaza suficiente para atraer a las milicias a mucha gente que tenía que haber estado en la cárcel. 

 

 

III. El terror de la retaguardia 

 

DESDE los primeros días de lucha, un indecible terror reinaba en Madrid. La opinión pública tuvo al principio la tentación de atribuir a los anarquistas las violencias sufridas por los civiles, y en particular en Madrid. La historia dirá algún día si fueron justos quienes los consideraron responsables de esos hechos. En todo caso debieran ser todos los gubernamentales, sin distinción, quienes asumieran la responsabilidad. 

Tenemos que subrayar que, mientras que en Cataluña los anarcosindicalistas, que constituían la casi totalidad de las fuerzas obreras, lucharon en masa contra Goded y han ido en número considerable a luchar al frente de Aragón, en Madrid, esas mismas fuerzas obreras se han negado a marchar al frente en su mayoría, cuando no en su totalidad. Previendo una futura lucha contra socialistas y comunistas tras el triunfo del Frente Popular, los anarcosindicalistas se cuidaron de hacer acopio de armas y municiones para la «lucha final» y para «limpiar» la capital de la República de fascistas más o menos auténticos, en primer lugar, de republicanos, en segundo lugar, e incluso de los marxistas. 

Los periódicos socialistas y comunistas, sintiendo la misma preocupación que a Prieto le hacía pedir el mando único, empezaron a aconsejar «amistosamente» el envío de sindicalistas al frente y el fin del terror. Esos periódicos proclamaban en grandes sueltos y titulares muy visibles: «¡Ni un solo fusil lejos de la línea de fuego!» «¡Todas las balas contra el enemigo!» «¡Se necesita seguridad en la retaguardia!». 

Puede uno darse cuenta por la prensa de Madrid y por las emisiones radiofónicas de Barcelona de cuánto inquietaban a la población y a los dirigentes aquellas milicias armadas de la retaguardia. Hasta el 7 de octubre la emisora de Barcelona continuó dirigiéndose a los milicianos armados a los que exhortaba a «ir al frente en lugar de ser una continua amenaza para la tranquilidad de la población civil»[7]

Observaciones y medidas tan inútiles como las del Sr. Prieto quien, sin desmoralizarse, predicaba una teoría análoga en los artículos diarios con que inundaba la prensa. 

En efecto, tal y como muestran con elocuencia las exhortaciones de los periódicos gubernamentales, en la retaguardia reinaba el terror desde el principio de la lucha. Patrullas de milicianos comenzaron a practicar detenciones en domicilios, o en la calle, en cualquier lugar donde pensaran encontrar elementos enemigos. Los milicianos, al margen de toda legalidad, se erigían en jueces populares y hacían seguir aquellos arrestos de fusilamientos. Pronto se hizo corriente en retaguardia una frase trágica: se llevaba a alguien «a dar un paseo». Pasear a todo sospechoso o todo enemigo personal se convirtió en el apasionado deporte de los milicianos de retaguardia. 

El gobierno hizo un esfuerzo y, las primeras noches, intentó detener aquellas patrullas sanguinarias haciendo circular por toda la ciudad numerosos coches de guardias de asalto. Durante algunos días llegó a reducir el número de ejecuciones, pero poco después volvían a perpetrarse. Los guardianes de la ley se mostraban indiferentes o impotentes ante el número de verdugos que cumplían tan odiosa labor. 

Al principio se persiguió a los elementos fascistas. Luego la distinción se hizo borrosa. Se detenía y se fusilaba a personas pertenecientes a la derecha, luego a sus simpatizantes, más tarde a los miembros del partido radical del Sr. Lerroux, y luego -error trágico o venganza de clase- se incluyó a personas de la izquierda republicana como el infeliz director de un colegio para muchachos, el Sr. Susaeta, hijo de un ex-diputado radical-socialista… Cuando se comprobaban aquellos errores, se echaba la culpa de los asesinatos a los fascistas y se continuaba. 

Los muros y tapias de la Casa de Campo, cuartel general de las milicias, pudieron sentir, apretados contra ellos, los míseros y trémulos cuerpos de gente aterrorizada para la cual fueron el último contacto con la vida. 

Tras espeluznantes ejecuciones en masa efectuadas en la Casa de Campo, el gobierno, incapaz de impedirlas, cerró aquel enorme parque imposible de vigilar. Las ejecuciones de personas detenidas prosiguieron, con la única diferencia de alargar un poco la agonía del «paseo». Llevaban a la gente al depósito del cementerio municipal o a la Pradera de San Isidro, o bien a las carreteras que rodeaban la capital. El gobierno hallaba todos los días sesenta, ochenta o cien muertos tumbados en los alrededores de la ciudad. 

Iban a buscar a la gente en pleno día a su casa, a su trabajo o en la calle. Si no encontraban al que buscaban se llevaban a algún miembro de su familia. 

Para las familias privadas de uno de sus miembros empezaba entonces un largo calvario, que iba desde la Dirección General de Seguridad, donde no encontraban nunca a la persona detenida hasta las carreteras conocidas como depósitos de gente asesinada, a la que con frecuencia sólo se podía reconocer por la ropa. 

Los ministerios de la Guerra y del Interior mostraban de continuo su incapacidad ante la ola creciente de terror, publicando comunicados y notas que se pueden leer en todos los periódicos, en los que desaprobaban los arrestos domiciliarios no ejecutados por agentes o por guardias de asalto. Se invitaba a los ciudadanos a no abrir su puerta a las milicias y se proporcionaban números de teléfono a los que llamar en caso de detención. 

Por la angustia que se transparentaba en aquellos comunicados el gobierno «legal» mostraba su desacuerdo con las milicias y, por desgracia, también su impotencia. 

Sin embargo el gobierno hubiese podido detener los saqueos y la anarquía ya que disponía de la Guardia Civil que, muy numerosa en Madrid, no se había puesto del lado de los alzados. Esa fuerza, por su número y formación, habría bastado para mantener el orden en la capital si se hubiese querido emplear. 

¿Por qué no la utilizó el gobierno puesto que, por su instrucción militar y su origen, esta fuerza siempre ha servido para mantener el orden establecido y perseguir el bandolerismo? 

Se ha podido constatar, en efecto, que si algunos escuadrones de la Guardia Civil fueron mandados al frente, otros permanecieron acuartelados y les quitaron incluso sus fusiles, dejándoles sólo sus armas cortas. 

La explicación se buscará en el hecho de que los obreros odiaban a la Guardia Civil a la que acusaban de haber reprimido duramente las revueltas obreras, en particular la de Asturias, y mostraban en relación con ella la misma desconfianza que manifestaban respecto del ejército. El gobierno no quiso pues utilizar esa fuerza que, para restablecer el orden, hubiese debido reprimir los actos violentos de los milicianos. 

El número de ejecuciones efectuadas en Madrid por las patrullas de milicianos despertó también la inquietud de partidos políticos que por lo menos intentaron organizar las matanzas -admitamos en su favor que con la esperanza de reducirlas-. Un tribunal revolucionario, especie de «tcheka» extra-legal, compuesto por miembros de todos los partidos integrantes del Frente Popular, se constituyó en los sótanos del Círculo de Bellas Artes de la calle de Alcalá, edificio que enarbolaba la bandera rojinegra de los anarquistas. Los detenidos eran conducidos ante ese tribunal. Juzgados al cabo de unas horas eran luego fusilados. Algunas de las personas detenidas y sometidas a ese tribunal tuvieron la sorpresa de recobrar la libertad. 

Pero la existencia del llamado tribunal revolucionario no consiguió detener los registros seguidos de asesinatos que se sucedieron en número creciente. Nunca se llegará a conocer el número de personas asesinadas a raíz de una simple denuncia, por venganza personal, por rencor, o simplemente, y de esto hubo muchos casos, porque el denunciado era acreedor del denunciante. 

Toda la ralea de una gran ciudad actuaba libremente, con desbocada pasión y gozaba de la impunidad que brindaba la ausencia de fuerza pública que el gobierno debía mandar a combatir en distintos frentes o que temía utilizar, como fue el caso de la Guardia Civil. 

Los sospechosos intentaban esconderse. Algunos llegaron a salvar la vida refugiados en escondites increíbles. Otros no se atrevían a dejar su casa y cuando llamaban a su puerta, no la abrían. 

Una tropa, de la que los periódicos alababan la actividad, llamada «Escuadrilla del Amanecer» porque empezaba su triste labor a la una de la madrugada, efectuaba registros y arrestos. 

No se veía en las calles un solo sacerdote porque aquellos que se habían arriesgado a salir durante los primeros días habían sido exterminados. Las monjas que habían sido expulsadas de orfanatos y hospitales tuvieron que huir vestidas de civil. Como su cabello corto estaba de moda, pudieron pasar desapercibidas. Los ciudadanos que, siendo funcionarios o empleados, debían forzosamente salir a la calle, lo hacían disfrazados de «descamisados». 

Madrid, la ciudad coqueta por excelencia donde, por tradición, las mujeres cuidan su peinado y su calzado, pareció transformada por la varita de una bruja fea y mala. El sombrero femenino considerado como un tocado «burgués» fue desterrado. Nadie osaba llevarlo por la calle y las pocas mujeres que se empeñaron en hacerlo tuvieron que claudicar ante las miradas desconfiadas y las amenazas. 

Madrid ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando levantando el puño y gritando en todas las ocasiones el saludo comunista para no convertirse en sospechosos, hombres en mono y alpargatas copiando de esta guisa el uniforme adoptado por los milicianos; mujeres sin sombrero; vestidos usados, raspados, toda una invasión de fealdad y de miseria moral, más que material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir[8]

La gente que en tiempo normal llenaba las calles y las terrazas de los cafés, yacía bajo tierra o se disfrazaba. 

Durante la noche Madrid no dormía, temblaba. Uno escuchaba atentamente los ruidos de la calle, acechaba los pasos en la escalera… se esperaba siempre un registro de los milicianos. 

Al final del mes de agosto el gobierno adoptó la única medida inteligente que opusiera a la actividad letal de los milicianos. Abolió el servicio de serenos[9] y ordenó que todos los vecinos guardaran la llave de sus casas; que éstas se cerraran a partir de las once de la noche; que los porteros no abrieran la puerta a nadie y telefonearan a la policía «si las violentas llamadas indicaban que se trataba de milicianos pretendiendo entran». 

Esta disposición por lo menos permitió a los madrileños dormir con algo más de tranquilidad. Pero sólo duró durante unos días porque más tarde los milicianos obligaron a los porteros a dejar la puerta abierta durante toda la noche. 

De día Madrid ofrecía el aspecto inquieto y febril de las ciudades que pasan por una revolución. Cortejos de niños circulaban cantando canciones revolucionarias al ritmo del estribillo: 

 

Sí, sí, sí, queremos un fusil. 

No, no, no, queremos un cañón. 

 

Como obedeciendo a una consigna, se repartían entre los niños armas de juguete. Incluso los bebés, en los brazos de sus madres, levantaban un pequeño fusil o una pistola. 

Al anochecer las tropas revolucionarias llenaban las calles del centro. Milicianos montados en camiones trepidantes enarbolaban toda suerte de tocados donde predominaba el rojinegro anarquista y llenaban Madrid con sus gritos. Cantaban también a coro estrofas de guerra y de matanzas, todo ello amenizado por el estribillo: 

 

Fai, fai, ceneté 

Fai, fai, ceneté[10] 

 

La gente se estremecía… Adivinaba que aquellas incursiones callejeras señalaban el principio de los registros, que ese coro rabioso, ruidoso y terrorífico, cuando alcanzara su punto de excitación, se desperdigaría por Madrid en pequeños grupos que irían por todas partes «a pasear» pobre gente entregada por la pasividad gubernamental a aquellas bestias feroces. 

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Las calles se mostraban casi desiertas, los taxis habían sido retirados de la circulación, los coches privados habían desaparecido, habiéndose apoderado de ellos los milicianos desde el primer momento. Circulaban paseando milicianos y milicianas que apuntaban sus fusiles y sus revólveres contra los paseantes o las ventanas de las casas. 

Madrid tocaba el fondo del mal gusto y de la desorganización. En los elegantes edificios de las principales calles enormes pancartas anunciaban que estaban destinados al uso de los distintos y numerosos grupos, secciones, organizaciones y células obreras. 

Las ventanas y los balcones eran ocupados todo el día por grupos de milicianos que charlaban, sin el menor recato. A los madrileños les esperaban sorpresas: un día, en la calle de Alcalá, la más elegante de Madrid, frente al Círculo de Bellas Artes, un grupo de milicianos despedazaba un enorme toro… Los paseantes tuvieron una arcada creyendo, en un primer momento, que se trataba de la ejecución de alguna sentencia pronunciada por la terrible checa que se asentaba en el Círculo. 

La falta de seguridad personal fue tal que muchas personas que, lejos de ser fascistas pertenecían a partidos no perseguidos por el gobierno, empezaron a suplicar a las autoridades que las pusieran a disposición de la Dirección de Seguridad, único medio -pensaban­ de disfrutar de la protección de la ley, aunque fuera entre los muros de una prisión. Así, tanto este tipo de arrestos como los que se ordenaban de personas consideradas sospechosas acabaron llenando las cárceles. La de Madrid rebosaba de prisioneros con siete u ocho personas por celda y su número pasaba de tres mil así que hubo que habilitar conventos en cárceles suplementarias para hombres o para mujeres. 

A su vez, militares arrestados bajo la inculpación de simpatía por los insurrectos al no considerarse seguros en las cárceles pidieron su traslado al hospital militar, invocando su débil estado de salud. Este fue el caso del general López Ochoa, detenido por el gobierno como responsable de los fusilamientos de obreros con ocasión de la revolución de Asturias. 

Pero hubiera debido esconderse bajo tierra para escapar de la ferocidad de los carniceros de retaguardia. Un día del mes de agosto la chusma se presentó gritando frente al hospital militar situado en Carabanchel, a las puertas de Madrid. Afirmando que se preparaba la evasión del general, se apoderó de su cuerpo que fue despedazado, siendo paseada la cabeza en el extremo de una pica. 

La situación de los prisioneros civiles no fue mejor. Un día corrió el bulo de que las milicias rodeaban la cárcel de Madrid, dispuestas a tomarla para fusilar a los fascistas que estaban allí encerrados. Se reforzó la guardia y no ocurrió nada. Pero días después una noticia sorprendente recorrió Madrid: ¡se pretendió que los detenidos habían pegado fuego a la cárcel para evadirse a favor del incendio! 

De los miles de prisioneros encerrados en la cárcel central de Madrid, sólo dos muchachos consiguieron escapar. Todos los demás fueron exterminados1. Entre ellos se encontraban personalidades como don Melquiades Álvarez, antiguo republicano, jefe del Partido Republicano Liberal Demócrata y el Sr. Rico Avello, ex-ministro del Interior en el gobierno presidido por el Sr. Martínez Barrio en 1933 y alto comisario en Marruecos en febrero de 1936. Los fusilamientos duraron toda la noche en el interior de la cárcel, sembrando el terror en las casas vecinas. 

En los archivos de la Dirección de Seguridad se encuentra una foto donde se ve el cadáver del Sr. Melquiades Álvarez, exhibiendo en el cuello una enorme herida provocada por un bayonetazo. El cuerpo de Rico Avello se encontraba echado a propósito sobre un montón de cadáveres destinados a la fosa común. 

Durante esos mismos días, un tren que iba a Madrid llevando doscientos prisioneros y rehenes desde Alcalá de Henares y Guadalajara fue detenido por los milicianos en la estación de Vallecas y los prisioneros fueron fusilados en el acto. 

Estos últimos hechos decidieron por fin al gobierno a tomar la dirección de la represión formando un tribunal compuesto por miembros de la magistratura y un jurado popular reclutado entre los partidos inscritos en el Frente Popular. Ese tribunal, dada la publicidad que tendrían sus sentencias, estaría obligado a medir su alcance y a justificarlas. Sin embargo no temió pronunciar sentencias condenatorias como las de los Sres. Salazar Alonso, Abad Conde y Rafael Guerra del Río[11], ex-ministros del partido radical en el gobierno Lerroux, acusados -sin ninguna prueba, por cierto-, de haber favorecido el alzamiento. Su pecado era muy distinto, el de pertenecer al antiguo partido radical, bajo el gobierno del cual habían sido ministros en distintas ocasiones. 

Salazar Alonso había sido perseguido encarnizadamente por los socialistas que lo acusaban de haber puesto trabas a sus actos revolucionarios. Murió en plena juventud y, pese a sus errores políticos -si es que cometió alguno- conservó siempre un temperamento generoso y cordial. A Guerra del Río ni siquiera se le podía reprochar el haberse opuesto a los socialistas ya que siempre le habían atraído los elementos obreros e incluso simpatizaba con ello. 

Con estas dos víctimas del furor revolucionario desaparecía todo un símbolo del pasado de las luchas republicanas españolas. Habiendo pertenecido siempre al partido republicano radical, llamado histórico, que presidía Lerroux, esos dos hombres habían luchado por la libertad y sufrido numerosas persecuciones. Guerra del Río, ante el pelotón encargado de su ejecución habrá visto quizá pasar ante sus ojos lo que fue su vida, las veces en que bajo la monarquía tuvo que recorrer las calles de Barcelona, detenido como agitador y conducido al cuartelillo de policía, esposado y en ocasiones encadenado a un compañero sindicalista, ese «compañero» sindicalista que en aquel momento debía estar ampliamente representado en el pelotón de ejecución. 

Los marxistas a la izquierda, los monárquicos a la derecha no tendrán que enfrentarse en el futuro a esos republicanos cuyas convicciones se habían formado al abrigo de una lucha sostenida por la República y por la libertad. 

 

* * * 

 

Estos hechos elocuentes, la carencia de técnica, la falta de disciplina y el terror en la retaguardia, bien pronto informaron a los republicanos y a sus simpatizantes sobre las posibilidades de éxito de la resistencia gubernamental. El tercer hecho en particular, el terror en la retaguardia, les mostró la suerte que podía depararles el triunfo sobre los insurrectos. Los entusiasmos por la «República democrática» se enfriaron. Muchos republicanos, incluso los afiliados al Frente Popular, empezaron a intercambiar reflexiones acerca de los asesinatos. «Mañana nos tocará a nosotros». Muchos intentaron alejarse con distintos pretextos y en el frente los republicanos eran una mino­ ría que menguaba más cada día. 

Ese terror que reinaba en las ciudades que permanecían en manos del gobierno pero de las que ya no era dueño le hicieron perder la simpatía y el apoyo tanto material como moral de cantidad de personas que constituían la pequeña burguesía liberal y demócrata, la cual en un primer momento se había opuesto a la sublevación militar. Cada día el gobierno se vio más aislado entre las fuerzas socialistas, comunistas y sindicalistas. Por cierto que parecía estarlo muy a gusto. Sin embargo, poco a poco, a los ojos del pueblo republicano pero pacífico, liberal pero amante del orden, demócrata pero temeroso de la anarquía aún más que de la dictadura, el gobierno republicano perdía su carácter de legítimo y legal adquirido por las elecciones. 

Por mucho que se diga que la exasperación provocada por una guerra civil puede explicar, si no justificar, todos esos excesos, lo cierto es que los ciudadanos pacíficos, el modesto comerciante, el funcionario, el pequeño burgués, en definitiva, todos aquellos que no miran la vida sobre el plano histórico sino tal y como se presenta día a día, comprendieron el peligro que suponía para ellos ese terror ejercido por una chusma rencorosa envenenada por una odiosa propaganda de clase. 

Los terroristas han trabajado en favor de los alzados tanto o más que sus propios partidarios. 

Esos elementos han impuesto al gobierno la continuación de la lucha, y por buenas razones… Disfrutan de una vida de ensueño: provistos de dinero, saqueando, organizando matanzas, y saciando su sed de venganza y sus más bajos instintos…

 

[1] El Sr. Azaña decía antes de las elecciones del Frente Popular: «Yo confío más en el pueblo sencillo e ingenuo, en esos hombres modestos que vienen a pie desde sus pueblos; no confío en el técnico ni en el intelectual». Véase CLARA CAMPOAMOR Mi pecado mortal: el voto femenino y yo, Madrid, Imp. Barnés, 1936, p. 305. 

[2] Tampoco eran muy numerosos, ya que el gobierno, presintiendo la sublevación, había dado permiso a un gran número de soldados. En Zaragoza no había, en julio, más de unos quinientos soldados y en Sevilla el mismo número. 

[3] Sobre 2 dreadnougths de 15.700 toneladas, 8 cruceros de 5 a 10.000 toneladas, 16 contra torpederos y 15 submarinos, al principio no se pasaron al bando insurrecto más que los cruceros Canarias y Baleares y un submarino. 

[4] El diario Le Temps de 1° de octubre, en el relato que hace del salvamento por el paquebote Koutouvia de los hombres del torpedero gubernamental Almirante Ferrandis, bombardeado y hundido por el crucero insurgente Canarias, reproduce estas palabras pronunciadas por el capitán francés: «A las 11 h. 45 di orden de regreso a mis embarcaciones. Trajeron al Koutouvia 40 hombres, y entre ellos el comandante del Almirante Ferrandis, que es un simple alférez de navío, el jefe mecánico único oficial a bordo, y el médico». 

[5] Sólo por el decreto de 22 de octubre el gobierno se decidió a organizar los batallones, sustituyendo por números los nombres fantasiosos que ellos mismos se habían dado y sustituyendo la inspección general de las milicias por una «jefatura de milicias» que le fue conferida al Sr. Largo Caballero. Pero ¿puede considerarse mando militar único aquel que se confiere a un hombre que jamás ha sido militar, a menos que tenga a su lado a un hombre competenre -quizá un extranjero- para aconsejarle? 

[6] «Defendemos mejor nuestra vida permaneciendo en las posiciones atacadas en lugar de huir» (Claridad, diario socialista); «Para conseguir la victoria debemos someternos todos a la disciplina» (Mundo Obrero, diario comunista). 

[7] En Madrid hubo de recurrirse, finando octubre, a una medida radical: no proporcionar armas a los milicianos mas que en el frente y prohibirles regresar armados a Madrid de permiso. 

[8] Lo grotesco, que nunca ha de faltar, incluso en las situaciones más trágicas, nos hacía oír constantemente en la emisora de Madrid -empresa nada marxista- el apelativo «camaradas» dirigido a los oyentes, el saludo marxista «salud» y la Internacional

[9] Cuerpo de vigilantes nocturnos que poseen las llaves de todas las casas y abren la puerta a los vecinos. 

[10] Estas palabras eran las iniciales de los partidos anarquista y sindicalista: F.A.I. (Federación Anarquista Ibérica) y C.N.T. (Confederación General del Trabajo). 

[11] Sentencias anunciadas en la prensa. 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.