24/11/2024 14:23
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Con el confinamiento habido se ha puesto en el filo de la navaja una de las cuestiones más importantes y sublimes que poseemos los seres humanos, me refiero al tema controvertido de “LA LIBERTAD”, piedra de toque de la responsabilidad humana.

     Y para ello, hace unos años dibuje un águila portada entre sus garras la península ibérica librándose de unas gruesas cadenas rotas que dejaban libre el horizonte en el que se asentaba una patria en paz e irradiada por un sol de justicia, que presidía la cabeza del águila de San Juan. 

     La palabra libertad puede enfocarse bajo distintos puntos de vista. Así, filosóficamente se emplea para designar la facultad del ser humano que le permite llevar a cabo o no una determinada acción según le indique su voluntad. En sentido político es la capacidad y habilidad de la libre determinación como expresión de la voluntad del individuo. Moralmente la verdadera libertad en el hombre es el “signo eminente de la imagen divina”, que le impulsa a obrar el bien y evitar el mal. Esta ley resuena en su conciencia.

    La libertad es mucho más que un eslogan pegadizo que se trae a cuento para justificar nuestras acciones: es un don que requiere ser administrado cuidadosamente, porque toda elección conlleva responsabilidad y al tomar una decisión entre las diferentes opciones y posibilidades se producen inexorablemente unas consecuencias y unas responsabilidades propias del sujeto que elige.

    Estudiar la libertad no bajo el prisma filosófico o político, sino desde la perspectiva católica encauzada al bien del individuo hemos de referenciar que hay quienes creen que puede hacer lo que se les antoje, sea malo o sea bueno. ¿Por qué? les preguntamos. Y nos contestan: “Porque somos libres”.

    ¡Error! El hombre no es libre para hacer el mal, sino que el libre para elegir el bien, porque la libertad es una virtud que Dios nos ha conseguido y las virtudes no son el instrumento de las maldades.

    Los que creen que el hombre es libre para hacer lo que se le antoje, confunden la libertad con el desenfreno. Pues si uno cualquiera quita con su libertad la de los demás, no cree en la libertad ajena, sino en la suya propia, o sea que no cree más que en la que le conviene.

    Eso no es ser libre; eso es ser déspota. Y eso es exactamente lo que este gobierno pretende con el subterfugio del confinamiento.

     La libertad, por consiguiente, consiste en escoger de todos los bienes que tenemos a mano el que mejor puede servir al Interés general.

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   Ahora bien, un ciudadano no es libre si no lo es la nación a que pertenece. Por eso, antaño gritábamos con un clamor que salía del corazón: ¡España libre!

    Toda la libertad para España, para que ella sola sea dueña de sus destinos. Siendo ella libre, lo seremos todos los españoles. Esa libertad nacional es independencia, soberanía, potencia y grandeza. Queremos a España igual a las mayores potencias del mundo, porque su historia lo reclama y el esfuerzo y sacrificio de sus hijos lo exige.

    Yo, os prometo que haré uso de mi libertad para demostrar en todo momento que soy un buen español. No sé cómo es ninguna otra clase de libertad, pues si no me sirve para el bien, se convertiría en tirano mío y yo en su esclavo. Y eso ya no sería libertad.

    Realmente hemos de ensalzar a la libertad como lo que realmente es: virtud, nos es recomendada para que la utilicemos como habito que ha de llevarnos a obrar el bien, porque la verdadera libertad en el hombre es signo eminente de la imagen divina.

     El hombre debe seguir la ley moral que le impulsa “a hacer el bien y a evitar el mal”. Esta ley resuena en nuestra conciencia. 

    Con esa enseñanza y disponibilidad se logró, hace décadas, que fuésemos libres, a pesar de que se nos dice machaconamente que somos libres gracias a la democracia, pero cá, éramos verdaderamente libres y podíamos salir y entrar, obrar y disponer de lo que hiciese falta, porque nadie molestaba a nadie y nadie temía por sus pertenencias, puesto que por la propia libertad sabíamos que nada iba a ocurrir. Y sobre todo no existía el desenfreno presente, no había mafias, las drogas no podían circular y no había prácticamente ningún escándalo público. Y sobremanera no había cosas tan lamentables como las que vivimos hoy, donde los abusos de menores, la pedofilia, el aborto libre, la fractura de tantas familias y en las que los hijos son las verdaderas víctimas del adulterio, del divorcio, de tanta indecencia y libertinaje, etc.

     “El cambio” del orden y la justicia por la “libertad sin ira”, han dejado a España sumida en las cenizas de una crisis moral y económica que jamás habríamos podido sospechar.

    Es paradójico que los sedicentes demócratas afirmen que durante cerca de cuatro décadas la dictadura franquista encadenó la libertad de los españoles, prohibiendo la libertad de prensa y de expresión, con una autonomía individual y colectiva  atada a una censura insufrible, cuando la verdad es que la delincuencia entonces era mínima y los delincuentes no quedaban impunes como ocurre en la actualidad en que incluso se les quiere indultar, porque hoy tenemos la mayor de las censuras en la justicia, al permitir desestimar las corrupciones de sus dirigentes, hasta el punto de inventar comisiones parlamentarias para dejar al corrupto en el olvido y al pueblo español en la mayor de las burlas.

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    La verdad, quiérase o no, es que a la muerte de Franco el panorama nacional era muy otro del que estamos padeciendo. Puesto que la religiosidad se respiraba en cuatro puntos cardinales de nuestra España, y hoy, ante los ojos de cualquier observador imparcial, se puede apreciar claramente un hecho indiscutible: el alejamiento cada vez más acentuado por parte de los españoles de todo cuanto signifique creencia en Dios y práctica religiosa.  Amén de que las familias gozaban de una unión indisoluble de la que hoy carecen al estar destrozadas; las gentes disfrutaban de buena educación, vecindad y apoyo; los obreros disponían de buen trabajo y de unas condiciones de vida como jamás habían tenido; y para colmo, en diciembre del año 75 las arcas del Estado quedaron llenas con un superávit de más de 100 mil millones, cifra que puede comprobarse en los informes bancarios de la época.

     Pero no, se prefirió cambiar libertad por libertinaje, confesionalidad católica por aconfesionalidad, independencia hispánica  por borreguísimo servir europeo, para dejar sumida a nuestra patria en una nación irreconocible y en bancarrota,  exhaustos sus fondos económicos, descoyuntada por las banderías de los partidos políticos, desorientada por el fracaso y la destrucción  innegable de sus clases dirigentes, minadas por ideologías de importación contrarias a su razón de ser, comunidad histórica y a su modo de concebir la vida y el destino último del hombre. Abandonada a la voracidad del separatismo nauseabundo y desleal, atomizada y presa del pánico que engendra el paro, los desahucios, la indigencia y el egoísmo organizado de las mismas alturas del poder, con una política económica y social hecha astillas y en liquidación total.

Autor

REDACCIÓN