
La soledad del hombre aquilata su profundidad o la resiente. Al echar anclas en el puerto de la madurez, un hombre sólo es como el reverso de un tapiz, una serie de nudos incongruentes, pigmentos sueltos que manchan el blanco de la paz. Hay un hueco irreparable en el corazón del hombre solo, una herida fría de nido vacío, una llaga que cruje entre las ramas desnudas. En el corazón del hombre solo se puede escuchar el chirrido de las hamacas de una plaza lejana, un aroma a higos de infancia, a colonia de domingo, a humo de hojas secas en la casa de la abuela. El hombre solo que alguna vez amó de verdad, intuye que la sucesión de los días es como la perfidia de un buril labrando el mármol de su propia lápida. Aun así, el hombre solo sigue creyendo que la riqueza de su mundo interior, los leños incinerados en la hoguera de sus días, pueden ser incienso que perfume otras vidas.
La aparición de una nueva presencia, el recorte carnal y místico de un nuevo rostro, la sombra lúdica de una piel desvelada ¿puede reeditar el amor en el corazón del hombre solo? La pregunta no resiste la especulación sin nombre propio. La respuesta, aunque nuestra vocación de mártires se resista a aceptarlo, es “sí”.
No sé en qué anónima mañana de invierno llegaste a mi vida, yo andaba errabundo entre los ecos de un amor ido, ausente, con esa lejanía que ni la nostalgia puede salvar. Quizás fue el prodigioso mapa de tu piel de niña, el color aguamansa de tu mirada, la resurrección de viejas formas anheladas, esas figuras que bajan por los surcos que dejan los deshielos de nuestro inconsciente, “derroteros psíquicos” que llama Jung. Quizás fue el íntimo dictado de un pecado inconfesable o el ángel que nos besa en algunas madrugadas con besos perfumados para hacernos más buenos.
Ante mi asombrada incredulidad fuimos macerando las miradas de un vino lento, de esos vinos que prometen pero que jamás maduran para alegrar la mesa de los hombres. Tu mano abierta se abrió para mi ofrenda, pero el agua de mi soledad, que reclamaba cuencos de barro tibio, se derramó besando la tierra, una tierra polvorienta que no era precisamente tu boca.
En el camino de regreso, puedo ver más allá, en los montes calcinados que quedan a tus espaldas, las tres cruces de un Gólgota interminable. Hay redención posible porque el Maestro del Amor fue entregado por un beso, pero a mi vida no le queda siquiera el talento para robarme el cielo como Dimas, el buen ladrón. Corre una Brisa –sí, con mayúsculas- por las arenas de mi vida y vuelvo solo a la tinta que manchan los libros, al lecho que agoniza conmigo en cada sueño, a la ilusión que no colma, al eco ahogado que no acompaña, a la boca que no muerde suave en el beso contenido. La redención existe, habita en tu nombre, en tu costado, en la vida que rebosa en tus ojos cada noche, bajo las luces de neón. La redención existe, sí, pero no puede ser y no será. El sueño prolijo de la aceptación ordena la vida pero no la redime. Quiera Dios existan manos sabias que puedan cuidarte, no sólo por tu belleza indecible, sino porque por un momento me has hecho olvidar que volvía del país del dolor: bendita seas.
Diego Chiaramoni
Echábamos de menos la pluma de nuestro argentino más querido. Belleza de columna sobre el amor humano y su primo hermano, el dolor. Gracias ÑTV