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El 18 de julio de «aquel año» de 1936  eran, en realidad, unos muchachos puestos ante la encrucijada más difícil de sus vidas. No sabían lo que era el marxismo ni el capitalismo. No perdían el sueño por saber dónde reside la soberanía ni qué es el sistema proporcional corregido… ni, por supuesto, habían oído hablar de mister D’Hont.

 

¡Ellos sólo sabían que España estaba en peligro y que la Patria sacrosanta se debatía entre el ser y el no ser!

 

¡Ellos sólo sabían que gritar «¡Arriba España!» les encendía el corazón y les insuflaba el espíritu de ansias heroicas!

 

¡Ellos sólo sabían que al besar la bandera nacional habían temblado de emoción y habían sentido un nudo en la garganta!

 

¡Ellos sólo sabían que eso de gritar «¡Viva Rusia!» no podía ser muy español!

 

¡Ellos sólo sabían que la vida es fe y es esperanza… que donde anida el odio y donde el rencor despierta ansias de venganza no puede haber paz!

 

¡Ellos sólo sabían que «allí», a la cabeza, en el sitio de más peligro, donde un fallo se paga con la muerte… estaba el general más joven de Europa, el Caudillo que les hablaba de la unidad de España y del orgullo de ser españoles!

 

¡Ellos sólo sabían que frente a la poesía que destruye estará siempre la poesía que promete!

 

Sí, eran sólo unos muchachos… ¡una esperanza de vida!…

 

¡Fueron los alféreces provisionales de Franco!

 

¡Fueron los tenientes del Pingarrón, los de la Casa de Campo, los de Brunete, los de Oviedo, los de Belchite, los de Teruel… aquellos tenientes que en Vinaroz lloraban de emoción al ver las aguas del Mediterráneo!

 

¡Fueron, tal vez, los capitanes del Ebro y del Jarama… aquellos que entraron en Bilbao y en Barcelona, aquellos que se disputaban el honor de morir por España!

 

¡Fueron los oficiales de la Victoria!

 

Cuarenta años después eran los «generales de Franco» y en sus manos estaba el que a la muerte del Caudillo se conservase o no el espíritu de aquel 18 de julio. Ya no eran los muchachos llenos de ímpetu y de esperanza que aquel día se lanzaron a la conquista del ser de España; ya no eran aquellos muchachos que se disputaban el honor de morir por la Patria; ya no eran aquellos «soldados invictos» que mostraban orgullosos sus medallas y sus honores.

 

Eran los huérfanos que buscan comprensión y un poco de afecto. Eran los «abuelos» que se emocionan al hablar de camaradería y de reconciliación. Sí, querían la reconciliación de las dos Españas, querían el abrazo fraterno con los enemigos de ayer.

 

¡Y si había que pagar un «precio» estaban dispuestos a pagarlo!… Siempre que en ese «precio» no entrase la unidad de España, ni la bandera de la Patria ni la lealtad a la Corona (a ese joven Rey que Franco designó su sucesor para mantener lo «fundamental» de aquel Movimiento Nacional de progreso y convivencia).

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Un día el presidente del Gobierno les convocó para hablarles de la «reforma» que había que hacer en el sistema para adaptarse a los nuevos tiempos… y ellos lo comprendieron y mostraron su mejor espíritu de servicio y colaboración. Sólo preguntaron si en esa «reforma» iba también incluido el más encarnizado enemigo de entonces: el comunismo. Y aquel joven presidente, un «cachorro» salido de la Victoria y amamantado por el Movimiento Nacional, les prometió, y se comprometió, que en la «reforma» no habría comunismo.

 

Y se emocionaron. Otra vez la esperanza de ayer renacía en sus corazones. La reconciliación… bien valía una misa. La paz de sus nietos… bien valía renunciar a los flecos de la Victoria. La democracia en convivencia… bien valía el sacrificio de lo accidental. Todo, cualquier cosa; cualquier sacrificio personal, antes de volver a la lucha fratricida. Todo, cualquier cosa, cualquier sacrificio personal, con tal de que se mantenga intocable la unidad de España y en el mástil más alto la bandera de la Patria e indiscutible el mando del capitán general de los Ejércitos.

 

Pero, llegó aquel Sábado Santo -9 de abril de 1977- y cuál no sería la sorpresa de todos al enterarse por televisión de que el comunismo también entraba en la «reforma». Y entonces comprendieron que habían sido «engañados» y sorprendidos en su buena fe y que lo que se les había prometido no era verdad… y lo que es peor: que la «reforma» era «volver a empezar»… que el sacrificio de ayer había sido inútil y que todo lo que habían hecho había que ocultarlo. Y que, en realidad, no habían sido más que unos rebeldes, que se habían sublevado contra la legalidad vigente y en contra de los deseos del pueblo libremente expresados en las urnas.

 

Desconcertados por el «engaño» y atrapados en la «nueva legalidad» (una legalidad que, además, les prohibía hablar) sólo supieron dirigir a su capitán general el «Acuerdo» que habían adoptado:

 

 

ACUERDO DEL CONSEJO SUPERIOR DEL EJÉRCITO

 

– Hacer llegar a S. M. el Rey directamente el disgusto del Ejército y que su figura se está deteriorando a consecuencia de la actitud del Gobierno (dejaciones, permisividad, falta de autoridad, indecisión).

 

– Hacer saber al Presidente del Gobierno:

a) La burla que para el Ejército ha supuesto su actitud en contra de lo que dijo a los tenientes generales de Tierra y Aire y almirantes de la Armada.

 

b) Que es inadmisible que por un «error administrativo» se tenga al ministro del Ejército en la ignorancia de una decisión tan trascendental.

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c) Que el responsable de ese «error administrativo» salga del Gobierno.

 

d) Que garantice que la actuación del Partido Comunista, no interfiera en lo más mínimo a las Fuerzas Armadas en el cumplimiento de su misión.

 

e) Que se adopten las medidas para que por ningún medio se ataque: LA UNIDAD DE LA PATRIA, LA CORONA y a las FUERZAS ARMADAS, que éstas están dispuestas a defender con todos sus medios.

 

Pero, como fieles soldados acataron la «nueva legalidad» y disciplinadamente se pusieron a las órdenes del Rey. Es verdad que ya no eran los «generales de Franco» y que les habían cambiado hasta el juramento de la bandera, pues donde ayer tenían que jurar:

 

SOLDADOS: ¿JURÁIS A DIOS Y PROMETÉIS A ESPAÑA, BESANDO CON UNCIÓN SU BANDERA, RESPETAR Y OBEDECER SIEMPRE A VUESTROS JEFES, NO ABANDONARLES NUNCA Y DERRAMAR, SI ES PRECISO, EN DEFENSA DEL HONOR E INDEPENDENCIA DE LA PATRIA Y EL ORDEN DENTRO DE ELLA HASTA LA ÚLTIMA GOTA DE VUESTRA SANGRE?

 

Hoy tenían que jurar esto otro:

 

SOLDADOS: ¿JURÁIS POR DIOS O POR VUESTRO HONOR Y PROMETÉIS A ESPAÑA, BESANDO CON UNCIÓN SU BANDERA, OBEDECER Y RESPETAR AL REY, A VUESTROS JEFES, NO ABANDONARLES NUNCA Y DERRAMAR, SI ES PRECISO, EN DEFENSA DE LA SOBERANÍA E INDEPENDENCIA DE LA PATRIA, DE SU INTEGRIDAD TERRITORIAL Y EL ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL, HASTA LA ÚLTIMA GOTA DE VUESTRA SANGRE?

 

¡Lo malo, lo triste, lo ingrato, lo penoso… es que aquellos jóvenes, aquel espíritu , aquella España, aquel Caudillo… por lo que se ve hoy, ya solo son un recuerdo para un viejo como yo¡

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.