Aunque la sociedad, en su mayoría, aún no parece percibirlo, es indudable que vivimos tiempos convulsos. Resulta desolador seguir día a día la vida española, sobre todo, porque es la que nos afecta directamente, si bien el deterioro se extiende, como mínimo, a Europa y al resto del mundo occidental. La patria está azotada por la asfixiante corrupción, debido a que la mafia política, con sus derivaciones económicas y sociales, sigue cometiendo atropellos sin fin contra la ciudadanía, y ésta soportándolos con indiferencia y, cuando toca, premiándolos en las urnas.
Corrupción del dinero, corrupción del poder y corrupción y relativismo moral. Ataques a la familia, crisis de religiosidad y de valores, gobiernos sectarios, justicia prevaricadora, inmigración lesiva, explotación laboral, paro endémico, droga, vicio, sexualidad extraviada, depravación infantil. Todo esto y mucho más es el panorama que contemplamos cada vez que amanece. Esta perversión la viene padeciendo España desde hace cincuenta años, cada vez más profunda, sin que nadie sea capaz de remediarla. ¿Existe mayor estafa que la del perjuro que traiciona a la patria y a quienes debiera proteger? ¿Hay mayor corruptela que la de apropiarse del Estado en beneficio particular y sectario? ¿Puede darse mayor aberración que arrumbar la verdad, la libertad, la razón y la vida en aras del privilegio o del desmán de unos pocos?
Pero no está claro si los González, Guerra, Aznar, Arzaluz, Pujol, Rubalcava, Zapatero, Chaves, Rajoy, Otegi, Montero, Iglesias, Puigdemont, Feijóo, Sánchez, etc., de turno son el problema o sólo el síntoma. Estos líderes nauseabundos han sido o son forúnculos dolorosos que nos han salido a los españoles en sálvese la parte, pero indican que la sangre de la sociedad que ha hecho historia durante las últimas décadas está infestada, que nuestro organismo social se halla putrefacto en gran parte, si no en su totalidad. Olvidamos que tales líderes han dirigido o dirigen los caminos de la nación porque, primero, los han escogido unos partidos políticos desleales a la patria y a la condición humana y, segundo, por elección mayoritaria del pueblo. Y que, más terrible aún, a pesar de sus taras y delitos han sido reelegidos en numerosas ocasiones.
Esta chirinola, pues, ha estado presente en nuestras vidas porque así lo ha decidido una mayoría de españoles. ¿Por qué? Sin duda porque la bojiganga que compone la Farsa del 78, con sus características personales y sus subsecuentes decisiones, les garantizan muchas aspiraciones y realidades, aunque ninguna de ellas, ni en el aspecto personal ni en el comunitario, sea ejemplar. Alguien con estirpe intelectual y ética debería advertir al pueblo que no se puede servir a quienes incapaces de razón quieren que el entendimiento sea cómplice de su locura. Porque resulta absurdo, si no abyecto, que mientras los delincuentes han trabajado y trabajan en nuestra ruina, se les hayan dado y se les sigan dando las gracias, como si en vez de nuestra humillación hubieran establecido nuestra fortuna.
Y así, finalmente, los traidores han gobernado indemnes y acordes con sus particulares intereses, de suerte que, en lugar de ayudarnos los ayudábamos a ellos y los gratificábamos, al paso que nos vendían. Pero lo terrible es que nadie con poder para cambiar la deriva destructiva -corona, judicatura, ejércitos, intelectualidad-, posee la probidad y valentía suficiente para aherrojar al vesánico piloto y evitar el ineludible topetazo de la nave contra los acantilados. Nadie es capaz de alertar a esta sociedad acomodaticia, insolidaria y blandita, ensimismada en sus mezquinos problemas consumistas, ni de parar los pies a quienes mediante el fraude y la traición se han apropiado del Estado con absoluta impunidad.
El caso es que, como la nefasta Transición ha sido toda ella un mercadeo inmoral, los rojos y sus cómplices han evitado o se han despreocupado de ofrecer a los ciudadanos posibilidades reales de trabajo, de vivienda, de sanidad, de educación, de cultura y de justicia; de dotar de una libertad, en definitiva, que, junto a la defensa de nuestros derechos, exija responsabilidades y obligaciones. Por el contrario, decidieron alentar a los más vagos, insanos y transgresores con legislaciones aberrantes, recurriendo al cambalache sociopolítico para sacar adelante los negocios del poder. Tú me das tu voto para seguir depredando y yo te compenso con algo proporcional. En eso se resume la tragicomedia.
Y fue de este modo como adquirieron carácter de símbolo social figuras inmorales y antisociales: las subvenciones sectarias o arbitrarias a fondo perdido, los profilácticos, las intervenciones quirúrgicas de sexualidad extraviada, los abortos (todo ello gratuito), los «botellones», las okupaciones…; o cómo las autonomías se han convertido en taifas donde anida todo tipo de parásitos y logreros, siendo así que las Vascongadas tienen un sistema fiscal propio que reduce significativamente su aportación a la caja común del Estado, y Cataluña más de lo mismo, entre otros casos vergonzantes. Da pánico comprobar hasta dónde están siendo capaces de llegar estos chekistas y sus compinches, en su codicia y deslealtad, subastando la patria al mejor postor con tal de colmar su ambición y sadismo, demostrando hora a hora que el asunto del dinero y del sufrimiento humano estimula en extremo su natural abominable.
La realidad histórica es contumaz y nos recuerda permanentemente que los rojos y demás secuaces, expertos en fraguar Estados sin garantías constitucionales, son también, en consecuencia, hábiles forjadores a la hora de labrar campañas de descrédito y desgaste contra sus oponentes, con métodos tan inaceptables en la forma como inconsistentes en el fondo. De ahí que determinados resortes de poder se pongan al servicio de este juego sucio y que desde instancias oficiales se alimenten tareas inquisidoras contra los escasos funcionarios o profesionales institucionales honestos y contra los parvos adversarios sociopolíticos, abusos gubernativos que no deberían quedar sin ejemplar castigo.
Pero nadie, insisto, logra convencer a los ciudadanos de que no es buen pueblo aquel que se muestra incapaz de advertir su decadencia y su bancarrota, o espera sentado la venida de un profeta capaz de aniquilar al mal y cambiar el mundo, sino la nación que se respeta a sí misma y trabaja, estudia y se afana en la mejora individual y colectiva con ilusión y esfuerzo. Un pueblo atento a elegir a los mejores para la administración del patrimonio común, y presto para exigirles el compromiso empeñado, de igual modo que es capaz de exigirse a sí mismo a la hora de participar en el engrandecimiento de la comunidad.
Un pueblo insensible que, atiborrado de abulia, no espere a que sea la fortuna, o la Providencia -que guía los casos por extraños caminos y tiene parte en todos los sucesos-, quien lo acabe disponiendo todo de otro modo.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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