24/11/2024 11:24
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Según le confesó a Cayetana Álvarez de Toledo: “Lo reconozco, es verdad, le he entregado todo el Poder a Teo, todo el Poder”

 

“Un Partido político no debe ser una estructura militar, como pretende Teo”

“La clave de mi destitución estuvo entre la libertad y la autoridad en el ejercicio de la política”

“No te hablo ya como una amiga, sino como una hermana. Confía en ti mismo. No tengas miedo. Sí, lo tienes. No sacudas la cabeza. Segregas miedo. Miedo a la Izquierda. Miedo a la Derecha. Miedo a los medios. Miedo al qué dirán”

Nos complace reproducir el ultimo capítulo de la obra de Cayetana Álvarez de Toledo, “Políticamente indeseable” en el que resume y clarifica lo que es el Partido Popular en su interior y sobre todo lo que es y lo que está haciendo con el Partido el actual Secretario General, Teodoro Gracia Egea, más conocido entre la clase política como el “fullero compravotos de Murcia”.

 

Pasen y lean:

 

EMPATÍA

Estaba deseando ver a mis hijas. Habían pasado tres semanas en el norte: frontón y bicicletas en el viejo jardín de Durango, helados y olas en Comillas. Y yo las esperaba en mi refugio de Mallorca: sol, sal y s’Avall. Fui a recogerlas al aeropuerto y de camino al hotel les prometí que serían quince días felices y familiares, mínimo móvil y mucho tiempo de calidad. Unas horas más tarde recibí un mensaje de Pablo Casado: «Me gustaría verte mañana. Estaré en el despacho todo el día. Ya me dices a qué hora te viene mejor». Supe inmediatamente que se habían acabado la paz y la portavocía.

Lo he apuntado ya: la mía fue una destitución a cámara lenta. La conversación que mantuve con Pablo en Génova, el mediodía del 17 de agosto de 2020, fue sólo el capítulo final. No hace falta volver sobre episodios ya relatados: la cita del Wellington, las filtraciones de Génova, mi marginación durante la pandemia. Los he ido incrustando en la crónica, con detalle. He querido desenredar una madeja. Explicarme también a mí misma cómo, en apenas año y medio, dos políticos adultos, con una sensibilidad parecida y un objetivo común pudieron protagonizar una ruptura tan sonora como desastrosa. O tal vez nuestras sensibilidades no fueran tan parecidas ni nuestros objetivos idénticos. Pablo quería llevar al PP al poder; yo, al Gobierno. No es exactamente lo mismo. Lo primero es una cuestión técnica: formar una mayoría y entrar por las puertas de la Moncloa. Lo segundo tiene un componente moral. No basta con ocupar el mando. Hay que ahormar con antelación, enarbolar con coraje y ejecutar con determinación una alternativa al modelo político y cultural vigente. Nivelar, como mínimo, el tablero. Curiosamente, nadie ha explicado con más precisión la diferencia entre su visión y la mía que el propio Casado. Fue ante la Junta Directiva del PP del 20 de agosto de 2020 y para justificar mi relevo. Pero antes, el proceso.

El paso previo a mi caída fue la destitución de Gabriel Elorriaga como jefe de la Asesoría Parlamentaria. He contado el entusiasmo con el que Pablo saludó la incorporación al Grupo Parlamentario de Gabriel, un político curtido, elegante y con todos los atributos para el cargo. Sin embargo, en poco tiempo, apenas celebradas las elecciones de noviembre, Teodoro se lanzó a la operación sabotaje. En diciembre, Gabriel organizó un viaje a Bruselas para coordinar el funcionamiento de las tres Asesorías Parlamentarias —Congreso, Senado y Parlamento europeo— de cara a la nueva legislatura. Teodoro lo suspendió en el último minuto con un pretexto banal. Todo se perdió: los billetes, los hoteles y mi último rescoldo de ingenuidad. Comprendí que García Egea veía en Gabriel un obstáculo para su dominio despótico del Grupo y que la convivencia no iba a ser fácil.

A la ambición malentendida del secretario general del PP se sumaba la de su mano derecha, Isabel Borrego. Mi nombramiento como portavoz había supuesto para ella un triple disgusto. Primero, yo no era un objeto fácil de domeñar. Conocía el Congreso y, aunque mucho más abierta a las influencias externas de lo que ella o cualquiera pueda imaginar, tenía criterio propio y estaba dispuesta a defenderlo razonadamente. Segundo, después de sus característicos vaivenes, Pablo decidió que Guillermo Mariscal fuera el número dos del Grupo y no ella, que llevaba siéndolo en el ínterin desde las elecciones de abril. Y tercero, Gabriel fue nombrado jefe de la Asesoría en sustitución de un murciano de su máxima confianza. Para compensar la decepción de su fiel Isabel, Teodoro le prometió poder fáctico y le concedió licencia para someternos a toda la dirección —y a mí muy especialmente— a una vigilancia soviética. Como secretaria general adjunta, tenía facultades de control sobre las iniciativas, el personal y la gestión cotidiana del Grupo, que ejercía con la vista puesta estrictamente en el interés de su jefe. Y no era Casado. Pero su afición a la delación y, al parecer, mi agnosticismo —tendría que haberle recordado el segundo mandamiento—, nos fue distanciando. No podía fiarme de ella, y bien que lo sentí, porque me parecía una mujer eficaz. A esta circunstancia se unió mi excelente relación laboral y personal con Mariscal, al que ella puenteaba sin piedad y, gracias a mí, con menos éxito del que hubiera querido. Borrego perdió comba y no lo pudo soportar. De su despacho salieron las filtraciones sobre un presunto núcleo de poder subversivo en el Grupo. «¡El núcleo de FAES!», clamaban. Con Pablo Casado, el más aznarista de todos nosotros, como presidente del partido.

Durante los primeros meses del año, pandémicos y terribles, las maniobras contra Gabriel se atenuaron. Hasta que un día, a mediados de junio, recibí una visita de Víctor Calvo-Sotelo, hijo del expresidente del Gobierno y viejo amigo. Venía a postularse para la jefatura de la Asesoría Parlamentaría, que según le había dicho Pablo Hispan quedaría muy pronto disponible, Sorprendida, le expliqué que no tenía ninguna intención de prescindir de Gabriel, ni aunque corriese la lista y llegara a ser diputado. El reglamento del Grupo establecía, con toda claridad, que la jefatura de la Asesoría era un puesto de estricta confianza del portavoz y compatible con el escaño. Víctor se marchó disculpándose por lo que ingenuamente interpretó como un malentendido.

Unas semanas más tarde la exministra Isabel García Tejerina se despidió de la política, Gabriel juró su cargo como diputado por Madrid, y Génova volvió al ataque. Pero yo no podía dejarle caer. Primero, por un respeto elemental a la meritocracia. No había ningún motivo objetivo para sustituirle. Todo lo contrario. Elorriaga era una garantía de buen criterio y solvencia jurídica en un puesto clave, Pero además por egoísmo. Era perfectamente consciente de que si Gabriel caía, caía yo. El 22 de julio subí a El Escorial —de Madrid a El Escorial se sube como de Londres a Oxford— para una mesa redonda organizada por el Partido Popular Europeo. Intervinimos los responsables de los tres Grupos Parlamentarios con Teodoro de moderador. Pablo observaba en un silencio atribulado desde la primera fila. Al acabar, en un patio severo y desolado, me acerqué a los jefes de Gabinete de Pablo y Teodoro, y les dije que Gabriel era imprescindible y que no podía aceptar su relevo. Según Pilar, testigo discreto, «fue un intercambio franco de pareceres». Pero sirvió de poco.

Esa tarde recibí un mensaje de Teodoro. Me citaba al día siguiente, después del Comité de Dirección, en su despacho de Génova. No exagero cuando digo que es la conversación más desagradable que he tenido en mi vida. Sabía que García Egea podía ser injusto y avasallador. Pero jamás imaginé la sima de irracionalidad y despotismo en la que era capaz de hundirse. Un político dispuesto a aplastar cualquier signo de inteligencia, sensibilidad o criterio. No sólo cargó salvajemente contra Gabriel, al que sentenció. Como en aquella cómica cita en el Wellington, pero de forma todavía más agresiva, disparó contra toda la dirección del Grupo Parlamentario. Contra Guillermo, al que nunca había querido como secretario general. Ferozmente contra Mario, cuya inteligencia le revolvía. Contra Carlos, al que no consideraba suficientemente dócil. Contra Adolfo, al que acusó de aprovecharse de la memoria de su padre para romper la disciplina de voto.

Contra todos, salvo contra Isabel, En cuanto a mí, bah, me perdonó la vida. Si estaba dispuesta a ejercer de simpático y servil florero, podría seguir en el puesto. Por lo demás, a callar y obedecer 

Con la voz rota por la estupefacción, le dije lo que opinaba de su manera de ejercer la Secretaría General del Partido Popular. Le gustaba que le compararan con Francisco Álvarez Cascos, al que llamaban el «general secretario» de Aznar. Pero incluso para eso había que tener una mínima autoridad, no diré moral, pero sí política y estratégica. Si se le hubiera ocurrido invocar, patrióticamente, la necesaria centralización del partido frente a la pulsión centrífuga del país, que no se le ocurrió, tampoco habría resultado convincente. Lo suyo era una ambición puramente personal, infantil y desatada, y a su paso estaba causando destrucción. No sólo en la imposición en el PP de una subcultura del peloteo y la mediocridad, de una falsa lealtad basada en el terror o el puro cálculo personal: la necesidad de conservar la nómina. También en lo orgánico.

En el País Vasco, la sustitución a manotazos y en el último minuto de Alfonso Alonso por Carlos Iturgaiz sólo sirvió para alumbrar una mustia campaña electoral de perfil bajo y gestión —¡gestión contra al PNV!— que hundió al partido hasta los seis escaños. No fui invitada a participar en la campaña. Para compensar, el proetarra Arnaldo Otegi me dedicó su mitin de cierre. Me llamó «la representante genuina, clasista, estirada, parte de la nobleza. A Cayetana no le gustamos. Nos alegra. Ella tampoco nos gusta a nosotros […]. Nosotros gustamos a la gente con ideas más avanzadas, más ilustradas». Seguro: al liberalismo internacional. En Castilla y León también se produjeron estropicios. La exigencia genovesa de adhesiones perrunas desembocó en la apertura de un expediente disciplinario al propio presidente de la Junta, Alfonso Fernández Mañueco, por haber nombrado asesor parlamentario al exgerente del partido. «Es que es un sorayista», me dijo Pablo a modo de explicación. A estas alturas… En la Comunidad Valenciana, fulminaron a Isabel Bonig, una constitucionalista corajuda que había dirigido el partido en las circunstancias más áridas, y nombraron a un afín, cuyo primer anuncio fue el giro hacia un PP «valencianista». En Andalucía, los recelos de Genova hacia Juanma Moreno, por sorayista pero, sobre todo, por barón con proyección, provocaron desgarros inter¬nos y públicos en varias provincias, incluida Sevilla. En Madrid, la creciente popularidad de Ayuso generó pánico en la séptima, donde se urdió una operación destinada a promover a Almeida como candidato alternativo a la presidencia del PP regional. He hablado ya del tema, y lo que nos queda por hablar. Aunque lo peor, y por razones obvias lo que más sentí, fue lo de Cataluña. Como dicen los porteños, a Alejandro Fernández «le serrucharon el piso». Teodoro conspiró con sus adversarios internos, promovió como su sustituto al exalcalde de Castelldefels, Manuel Reyes, y le montó gestoras en tres de las cuatro provincias, incluida Barcelona. Alejandro, lo mejor que ha tenido el PP en Cataluña desde Vidal-Quadras y la única esperanza de una recomposición del constitucionalismo en torno a las siglas del PP. Todavía el pasado septiembre Casado iba por Barcelona preguntando a gente diversa si Reyes o incluso Dolors Montserrat serían buenos candidatos para presidir el PPC.

Salí de la reunión descompuesta. De hecho, me levanté y me marché. Tenía una entrevista con mi amigo Miguel Ángel Quintana Paz, para The Objective, y llegué con las pulsaciones disparadas. Esa tarde le pedí a Pablo que me recibiera. Quedamos en su despacho. Fue nuestra penúltima conversación y, como todas, cálida en el tono y de una gran franqueza. Le supliqué que frenase las embestidas de Teodoro. Que me lo quitase de los tobillos y de la yugular, porque así era imposible no ya ejercer mis obligaciones como portavoz, sino respirar. Incluso le advertí de las consecuencias de su inhibición. No ya para mí, sino para su propio liderazgo. Su respuesta me dejó atónita: «Te lo reconozco: le he entregado a Teodoro todo el poder, todo el poder». Es imposible imaginar a Aznar diciendo algo parecido de Cascos. Ni siquiera a Rajoy de Acebes o Cospedal.

Efectivamente, Pablo había delegado en su número dos unas cotas de poder sin precedentes. Teodoro estaba en todo, desde lo más nimio hasta lo más delicado. Desde la contratación de un asesor en el Senado hasta las negociaciones clandestinas para la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Unos días antes, había celebrado su cumpleaños en Murcia, con un derroche de influencia y poderío. Pablo declinó la invitación por pudor y por prudencia. Yo, igual El entorno de Pablo también se molestó por un artículo que Teodoro publicó en El Mundo, con tono y contenido de valido con aspiraciones.

A mí estos roces entre ellos, carnaza de clics, me parecían irrelevantes. Al final, un «número dos» es lo que decide que sea el «número uno». Y yo me resistía a colocar a Pablo en el papel de víctima. Entre otras cosas, por el respeto que le tenía. Ni su acreditada bonhomía, un hombre encantador, ni su aversión a la engorrosa gestión de los asuntos internos del partido, que yo compartía y con la que me solidarizaba plenamente, ni siquiera su confesión de debilidad, que de algún modo me conmovió, justificaban que no asumiera la responsabilidad del líder. Incluso preferí pensar que en su desahogo había un punto de impostura, el gesto de un profesional de la empatía. A fin de cuentas, culpar a Teodoro era una forma de identificarse conmigo y exculparse a sí mismo. Por eso, con todo el énfasis del que soy capaz, le rogué que no quitara a Elorriaga: «Te lo pido por favor, Pablo: destituir a Gabriel es destituirme a mí». Y Pablo tomó nota.

El viernes 28 de julio, mientras almorzábamos en un rin- concito de la simpática Trattoria Pulcinella, Alfredo recibió una llamada de Hispán informándole de la destitución inmediata de Gabriel como responsable de las tres Asesorías Parlamentarias y del nombramiento de un tal Arce, al que yo no había visto en mi vida. Pas mal, tratándose de un cargo de mi confianza… Pablo no se había atrevido a comunicármelo directamente. Gabriel, más flemático que el periodista y explorador que encontró al doctor Livingstone en Ujiji, siguió comiendo su pizza. A mí se me atragantó la mía. Sobre todo cuando Alfredo nos contó cómo el gentil emisario Hispán había rematado la conversación: «¿Y qué va hacer ahora Cayetana?». La frase era una confesión. Esperaban que yo dimitiera. Que la cámara lenta fuera tan lenta que pareciera un suicidio. El maestro en el arte de las destituciones inducidas fue Mariano Rajoy. Recuerdo bien la de Acebes, pero hay decenas de ejemplos. Mariano te iba dejando caer hasta que solito te tirabas por el precipicio y él luego seguía su camino con un gesto de infinita y sincera conmiseración. Un genio. Los nuevos eran algo menos hábiles, o yo venía aleccionada. No por ningún ventrílocuo ni titiritero, como preguntó Hispán en un instante poco inspirado: «¿Quién está influenciándola?». De mi obcecación soy enteramente responsable. En ese instante, la pizza fría y apelmazada, decidí no dimitir. Si Pablo quería echarme, que asumiera el coste.

Esa tarde puse un mensaje en el chat de los diputados:

Queridos compañeros,

Acaba el periodo de sesiones más extraño y difícil de la democracia. En torno a 45.000 compatriotas han perdido la vida y más de 1.000.000 sus empleos. Es una tragedia inconmensurable ante la cual sólo cabe un consuelo: el de la responsabilidad cumplida. Habéis sido enormemente valientes en la denuncia de los errores del Gobierno y absolutamente infatigables en la presentación de iniciativas para paliar los efectos más devastadores de la pandemia. Como portavoz del Grupo, pero también como una española más, os doy las gracias de corazón. A todos. A los que más protagonismo habéis tenido —y aquí permitidme que agradezca de manera especial a Cuca y Ana por su excelente labor al frente del Comité Anti-COVID y la Comisión de Reconstrucción, respectivamente— como a los que todavía no habéis podido intervenir en el Pleno. Estoy segura de que lo haréis muy pronto y de manera brillante. No hace falta que os diga que el verano será cruel para muchos y el otoño, aún peor. Ni que os anime a combinar vuestro merecido descanso con la vigilancia y la cercanía a los ciudadanos. Sabéis mejor que nadie que España os necesita más que nunca. Cuidaos bien. Disfrutad de unos días serenos y soleados junto a vuestras familias. Y volved con vigor.

No era un mensaje de despedida, sino de feliz verano, y acababa con una palabra desconcertante incluso para quienes no juegan a los TEDAX con las palabras. La consecuencia fue una campaña de acoso en los medios. Mi memoria la había reducido a un par de crónicas estivales. Sólo ahora, cuando he repasado los periódicos de aquellos días, he sido consciente de su crudeza y extensión.

La primera pedrada me la lanzaron el 5 de agosto a través de Okdiario, el digital de Eduardo Inda, y al cráneo: «Marejada en el PP: García Egea exige la cabeza de Cayetana como portavoz en el Congreso». Según la crónica, Teodoro prefería en el cargo a una persona de perfil «más moderado». Como él, deduzco. Se la mandé a María Pelayo con un comentario irónico y me respondió que la pieza era mentira, «un encargo de Inda para joder a Teo». Le contesté: «¿Contra Teodoro? Curiosa manera de interpretar una información. La cabeza que se pide no es la suya, sino la mía. Y por enésima vez. Las filtraciones son siempre en la misma dirección y con el mismo objetivo. Lo único que me sorprende es que en esta ocasión no se incluya en el resumen de prensa [que se distribuía a diario entre todos los cargos del partido] cuando lo habitual es que se haga. Baste como ejemplo el formidable párrafo de aquel reportaje de Lamet sobre los expertos, que no sólo se incluyó, sino que el propio Teodoro difundió con entusiasmo en el chat del Grupo Parlamentario. Algunos no descansan. Espero que tú sí».

Cinco días después, Okdiario volvió a desenvainar sus fuentes, o Génova a desenvainar a Okdiario: «Casado piensa en Cuca Gamarra para sustituir a Cayetana como portavoz del PP en el Congreso». A María no volví a escribirle. Ni a ninguno de los periodistas que me enviaron mensajes, alarmados por la noticia, o por perdérsela. De pronto, Alfredo recibió un whatsapp de una joven redactora de El Independiente, Ana Belén Ramos. Sus fuentes le habían contado que Gabriel había sido cesado y que yo estaba pensando en dimitir, y quería detalles. Le pedí a Alfredo que no hablara con ella. Hablar es revelar. Sólo tenía que contestarle una frase y por escrito. Una frase que era la respuesta moralmente obligada a un hecho ¡fáctico!: Cayetana considera que la destitución de Elorriaga «es una mala decisión y un error». Todos los diputados, compañeros y amigos de Gabriel iban a enterarse de su destitución por la prensa. Era de mínima justicia dedicarle un epitafio.

La crónica se publicó al día siguiente y la leí con enorme interés. El titular era pistolero: «Álvarez de Toledo, a punto de dejar la portavocía del PP: “Si no se va, se le invitará a irse”». Ni Pablo Iglesias en el saloon. Pero, a diferencia de muchas noticias, que ya no son más que un titular pirotécnico sobre una pila de hojarasca, esta venía cuajada de datos. A la vista de los acontecimientos, es el relato más exacto de lo que estaba ocurriendo en Génova 13. Estos son sus nítidos y suculentos primeros párrafos:

La balanza del PP comienza a inclinarse inexorablemente hacia la moderación como piedra angular del nuevo curso político. Con los Presupuestos Generales del Estado por negociar, una moción de censura —presentada por Vox— por debatir, y una crisis económica como telón de fondo, Casado empezará septiembre con una estrategia política completamente renovada que le diferencie de Santiago Abascal «ensanchando el partido hacia el centro», como sostuvo el propio presidente en el Comité Ejecutivo Nacional del PP el pasado mes de julio, y apostando por un perfil gestor en lugar de la bronca y el ruido. Y en ese «giro» táctico, Cayetana Álvarez de Toledo camina definitivamente por la cuerda floja. Ni siquiera Casado podría frenar ya su salida.

La presión sobre el jefe de filas populares en lo que respecta a la continuidad de la portavoz parlamentaria —apuesta personal del propio Casado— ha sido una constante en los últimos meses por parte de dirigentes de peso de la Ejecutiva popular y de distintos barones territoriales. Se ha pedido su cabeza no sólo por su marcado perfil conservador, sino por «ir por libre» en contra, en ocasiones, del criterio de la dirección. La histórica victoria de Alberto Núñez Feijóo el pasado 12-J, adalid de la moderación como hoja de ruta política, ha llevado a la dirección a preparar la salida de Cayetana al frente de la portavocía del Congreso, en una operación que no podría extenderse más allá del mes de agosto para minimizar el impacto político que podría tener para la formación.

El partido ya ha movido la primera ficha y ha cesado, sin comunicarlo públicamente, a Gabriel Elorriaga, el hasta ahora jefe de Asesoría Parlamentaria del PP y apuesta personal de Álvarez de Toledo, según confirman a El Independiente fuentes solventes de lá dirección popular. La decisión se ha tomado a pesar de las advertencias de la portavoz parlamentaria que, según las mismas fuentes, llegó a sugerir que si se prescindía de Elorriaga, ella sería la siguiente.

El fulminante cese del que fuera subdirector del Gabinete de Presidencia de José María Aznar y patrono de FAES se enmarca en una estrategia de presión contra Cayetana Álvarez de Toledo para que sea esta la que caiga por su propio pie y no Casado el que tenga que firmar el despido de su portavoz. «Si no se va, se le va a invitar a irse», comenta una fuente de la Ejecutiva nacional. Y «de este mes no pasa», prosigue.

Fuentes cercanas a la portavoz parlamentaria consultadas por este medio certifican que la noticia ha caído como un jarro de agua fría, y la enfrenta, de nuevo, a la dirección de Casado. «Ella considera que es una mala decisión y un error», sostienen en su entorno. El despido de Elorriaga —mantiene su acta como diputado, al que accedió tras la salida de Isabel García Tejerina— es la última bala guardada en la recámara de los críticos de Cayetana, un sector que cuenta con cada vez más peso dentro de Génova.

A partir de ahí, la periodista se entretenía en la narración de mis tres hits como portavoz. Buenos, más que hits, los tres hitos que habían convencido a la dirección del PP de la imperiosa necesidad de tirarme por un barranco: mi decisión de no participar en la manifestación del 8-M por un doblemente subversivo feminismo amazónico, mi enfrentamiento con Pablo Iglesias, inaceptable en cuanto que habría eclipsado a Casado, y mi exigencia a Sánchez de que rompiera con Podemos e iniciara conversaciones para la formación de un Gobierno de Concentración Constitucionalista, no sé si demasiado duro o demasiado blando. Al acabar de leerla pensé: «Bueno, podría ser peor». Guerra cultural, nivelación del tablero y patriotismo. Si añadíamos lo de Gabriel —apuesta por la meritocracia en los partidos— parecía un programa político. Sólo quedaba intentar disfrutar del verano mientras Pablo encontraba la manera de echarme. Porque de eso ya no me quedaba la más mínima duda: la decisión estaba tomada. Y cualquiera era capaz de verlo. Esa mañana, una veterana periodista parlamentaria de la Cadena SER le escribió a Pilar: «Hola, qué campaña contra Cayetana, ¿no? A mí me llegó a principios de mes, pero no lo publiqué por si era un globo sonda… Pero veo que el temporal es peor que el que hoy cae en Madrid». Llovía como me encanta que llueva: con saña subtropical, como en mi adolescencia en el campo argentino, cuando a través de las ventanas abiertas llegaba en ráfagas el perfume de la alfalfa mojada.

La información de El Independiente fue un salto cualitativo y motivó otro todavía mayor: la irrupción de El País. Y Génova, en este caso directamente Pablo, empezó a inquietarse. El periodista Javier Casqueiro, otro veterano del Grupo Prisa, llamó a María Pelayo para pedirle detalles de la destitución de Gabriel. Y María, rebobinando, lo limitó a una decisión meramente técnica, obligada por la incompatibilidad que los estatutos del Grupo fijaban entre la Asesoría y el escaño. La pena es que no era verdad. Los estatutos se habían modificado en febrero, en una reunión del Grupo Parlamentario. Cuando Casqueiro pidió verlos, no se los dieron. Cuando, ya mosqueado, insistió, le dieron los antiguos. El resultado fueron dos crónicas seguidas de pura casquería, y de verdad que no va con segundas: Javier es un profesional. El 11 de agosto: «Casado abre otra crisis con su grupo en el Congreso al relevar a un afín a Cayetana Álvarez de Toledo. La dirección nacional encabezada por Teodoro García Egea intenta recortar el poder y autonomía de la portavoz parlamentaria». Y el 13 de agosto: «Los dos cargos más relevantes del PP disputan su influencia sobre Casado».

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El riesgo no lo vi yo, sino Alfredo. De seguir así mi inevitable destitución acabaría pasando como el resultado de una pelea en el barro por el poder o por la oreja de Casado. Y no, no había sido una lucha, sino un linchamiento. Y desde luego no había sido por el poder o la influencia. Mis diferencias —inimaginables cuando acepté volver al PP— no eran con Teodoro García Egea, sino con Pablo. Y eran políticas en el sentido más noble de la palabra: de posicionamiento ideológico y estrategia. Y por eso cuando Casqueiro me escribió proponiéndome una entrevista el domingo siguiente en El País le dije que sí. Para hablar de la política grande. Con mayúsculas, como dicen los minúsculos. Y no con el pasamontañas del off the record, sino a cara despejada.

Hicimos la entrevista por teléfono. Yo desde mi habitación en Mallorca, con vistas sobre un austero campo de almendros, y a lo lejos, muy a lo lejos, un hilo de mar. Como había hecho y espero hacer siempre, medí y cuidé cada frase, cada palabra. El periódico dedicó el titular de portada, en una columna lateral, a mis reflexiones sobre el funcionamiento del PP: «Un partido político no debe ser una estructura militar». Dentro, a cinco columnas, retumbaba la política nacional: «Urge un Gobierno de concentración moral y constitucional en España». El titular, algo forzado, pretendía dar la impresión de que esa coalición la pedía ya, ahora, con este Sánchez. Pero el texto, que supervisé al milímetro, dejaba perfectamente clara mi posición. De hecho, no lo había releído desde que se publicó. Y eso que Pablo esgrimió la entrevista como el motivo de mi destitución. Los dos sabíamos que no era verdad. Ninguna de mis respuestas justificaba no ya un relevo, sino una reconvención. Y al repasarlas ahora lo reafirmo. La prueba definitiva de que mi entrevista en El País no fue la causa de nada es que coincidió con la publicación de la siguiente filtración, otra vez al digital de Inda:

Inminente salida de Cayetana como portavoz del PP en el Congreso. […] Todo indica que su recambio se anunciará a principios de la próxima semana. […] Como adelantó en exclusiva Okdiario el pasado lunes, Pablo Casado tiene sobre la mesa el nombre de Cuca Gamarra como nueva portavoz del PP en el Congreso de los Diputados.

Sólo fallaron en la fecha. Mi destitución se produjo al día siguiente.

Recibí el mensaje de Pablo citándome en su despacho mientras leía los periódicos bajo la misma amable encina a cuya sombra escribo hoy. Dormilonas, mis hijas hacían la grasse matinée, exactamente como ahora. El rumor de la fuente. La presencia reconfortante de Francisca supervisando las novedades de la huerta y los progresos del jardín. Sentí una mezcla de tristeza y alivio. Sabía que estaba a punto de concluir la etapa más excitante de mi vida como política, mi primera y vigente vocación, pero también la pesadilla de una larga campaña de acoso y derribo. Sobre todo me pesaban dos cosas: el desengaño y el fracaso. Por desengaño me refiero a mi relación personal y política con Pablo. Por fracaso, la constatación objetiva de un proyecto truncado.

Alfredo me acompañó hasta la puerta de Génova y de ahí subí sola al despacho de Pablo. Nos sentamos donde siempre, frente a frente, junto al ventanal y sin ganas de foreplay familiar. Lo primero que me dijo fue: «Acuso recibo». Supuse que se refería a la entrevista de El País, pero me quedé callada esperando a que me lo explicase. Insisto, lo tenía complicado. No había nada en mis declaraciones que justificara haberme convocado en pleno verano y menos para echarme. Le dejé que hablara. Su disección de la entrevista reflejaba una mezcla de paranoia y mala voluntad. Le habían, se había, calentado la cabeza, o más bien estaba buscando desesperadamente un pre¬texto. Empezó hablando de Elorriaga: que cómo podía yo aguantar el pulso. Obvió lo que decía el reglamento del Grupo y, sobre todo, las consecuencias de su destitución para mi supervivencia. Así lo había explicado en El País:

 

P, ¿Qué ha pasado, según su versión de los hechos, en esta polémica reciente con Teodoro García Egea sobre el relevo de su colaborador, Gabriel Elorriaga, como director de la Asesoría Parlamentaria del PP?

Elorriaga ha sido destituido y eso me parece una mala noticia para el Grupo, para el partido y desde luego para mí.

 

Pero ¿qué ha pasado?
Yo no lo hubiera destituido. Ejercía su responsabilidad con una notabilísima eficacia.

 

La dirección del PP mantiene que los estatutos no se han cambiado y que estos no permiten compatibilizar ese cargo de asesoría con ser diputado.
Los estatutos no establecen esa incompatibilidad. Su reforma se aprobó en una reunión plenaria del Grupo el 6 de febrero. Esos estatutos, al igual que los antiguos, establecen que el nombramiento del jefe de la Asesoría se realiza a propuesta del portavoz. Las tensiones entre el Grupo Parlamentario y el partido son un clásico. Es natural que haya diferencias, pero creo que también debe haber un respeto a la autonomía nacida de la confianza. En este caso, se ha producido una invasión de competencias sobre la que habrá que conversar para ver el modo de ser más eficaces.

El segundo reproche de Pablo fue mi mención al Gobierno de concentración constitucionalista: que cómo podía insistir en esa fórmula contra su criterio. Obvió la literalidad de mis palabras, que estoy segura habrían suscrito muchos dirigentes del PP. Incluido él:

 

Ha defendido usted que habría sido bueno un Gobierno de concentración del PSOE y el PP ¿Lo mantiene tras este episodio de la Monarquía?
Un Gobierno de concentración constitucionalista habría evitado la grave crisis política que vivimos y permitido encarar las profundas reformas que España necesita. El problema es que el PSOE emprendió el camino contrario: hizo una coalición ultra con un partido rabiosamente radical, otro que participó en un golpe de Estado y los herederos impenitentes de una organización terrorista.

 

¿Esa coalición constitucionalista todavía es factible? ¿Cómo encajaría en la estrategia de oposición del PP?
Como proyecto moral español tiene sentido, es urgente y seguiré defendiéndolo. Es verdad que esas coaliciones entrañan riesgos para el partido menos votado, pero en determinados momentos esos riesgos devienen en sacrificios patrióticos. El problema ahora es la involución del PSOE. El gran obstáculo para un imprescindible Gobierno de concentración constitucionalista es la podemización de Pedro Sánchez.

 

¿En esta fase pospandemia PSOE y PP no deberían sellar algunos pactos o reformas para la reconstrucción del país?
Sánchez ha hecho una gestión trumpiana de la pandemia. Ha mentido de forma sistemática. Ha manipulado sin pudor. Y su vicepresidenta primera, una presunta moderada, ha llegado a insinuar en el Congreso que Pablo Casado estaba tramando un golpe de Estado. Son actitudes que les invalidan para un gran acuerdo de fondo. Sánchez coquetea con la ruptura mientras desprecia la reforma. La historia democrática de España es la victoria del reformismo sobre la ruptura. Las fuerzas reformistas, de izquierdas y derechas, hicieron la Transición e impulsaron la modernización. Hasta el Partido Comunista de Carrillo abrazó la reforma. En la ruptura se quedaron los más radicales: terroristas y antisistema. Hasta ahora. Hoy los antisistema están dentro del propio Gobierno. Y la gran pregunta es: ¿qué es hoy el PSOE? Un mero instrumento de poder del que se aprovechan fuerzas antidemocráticas para avanzar en sus objetivos. Sánchez es el vanidoso útil de Podemos y los separatistas.

 

Pero Sánchez no solo se entiende con Podemos. Con Ciudadanos tiene ahora una relación que hace poco tiempo pudo desembocar en un Gobierno.
Un Gobierno de Albert Rivera con Sánchez sin Podemos ni ERC habría ahorrado a España muchos problemas. Pero ahora Sánchez no busca sustituir el Gobierno Frankenstein sino añadirle un nuevo muñón.

 

La siguiente recriminación tenía al menos la ventaja de la novedad: que cómo podía yo criticar a la Monarquía, sobre todo cuando él mismo venía de defenderla en ABC. Obvió que en la entrevista yo también defendía a Felipe VI y no con la fe del cortesano, que siempre me ha parecido inútil y hasta contraproducente, sino con argumentos. Mis críticas se centraban en Don Juan Carlos, por su decisión de marcharse de España, y especialmente en el Gobierno, por instigarla:

 

El 3 de agosto el rey emérito, Juan Carlos I, abandonó España, y hemos escuchado críticas del PP contra el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, por su cuestionamiento de la Monarquía. ¿El Gobierno ha gestionado mal esta situación? ¿Qué habría hecho el PP?
Pedro Sánchez está haciendo, en relación con la Monarquía, un uso indecente de su tacticismo. Lo está proyectando sobre los hechos presuntamente cometidos por el rey Juan Carlos. Hechos ciertamente lamentables pero que jamás debieron ser objeto de una negociación política. El rey Juan Carlos no debió marcharse. Debió someterse al escrutinio de la propia Casa Real y, por supuesto, dar una explicación a los españoles. Su salida de España es un error y ha perjudicado al rey Felipe VI, que a lo largo de su reinado ha demostrado siempre una actitud ejemplar, profesional y valiente. Lo que en este caso apunta a una influencia nociva del Gobierno, A partir de ahí hay una reflexión obligada: en España la discusión sobre la Monarquía es una discusión sobre la Constitución. Y nuestra Constitución, imperfecta como todas, consagra varios anacronismos vinculados a derechos históricos. La Monarquía no es el único. Ahí están también los privilegios fiscales vascos. Todos los aprobó el pueblo español en 1978. Por tanto, que nadie intente aislar el debate sobre la Monarquía del resto del pacto constitucional. Quien lo haga topará con la lógica y con la fuerza del PP, que tiene suficiente capacidad de bloqueo para desbaratar cualquier operación táctica abanderada por fuerzas que se dicen republicanas y no lo son.

 

¿Qué son?
España exhibe una paradoja interesante. Hoy la figura que mejor encarna los valores republicanos es Felipe VI. Su firme defensa de la libertad, la igualdad y la fraternidad en Cataluña soliviantó a quienes se hacen llamar republicanos y buscan la discriminación por motivos identitarios y la conversión de vecinos en extranjeros. Lo mismo ocurre con Podemos, Pablo Iglesias no promueve la República sino la erosión de la democracia. Es un republicano de hojalata, fake. El problema es que Podemos forma parte de un Gobierno presidido por un hombre cuyo tacticismo se proyecta incluso sobre el orden constitucional.

Finalmente, en un gesto que impute al berrinche, Pablo me echó en cara que hubiera dicho que el PP no tenía alternativa. La verdad es que no había dicho tal cosa, aunque podría haberlo hecho. Si en agosto de 2020 el PP hubiera tenido una alternativa no habría celebrado en octubre de 2021 una Convención ideológica con el propósito explícito de construirla. Estas fueron mis palabras:

 

¿Está el PP siendo útil para la política española en estos momentos tan críticos?
Sí. Y lo será aún más cuando construyamos la alternativa que España necesita, que no podrá articularse mediante la contemporización con los nacionalistas. Hay un terreno nuevo y fértil para un partido que defiende la libertad y la igualdad: el de la batalla cultural. Cada vez son más las voces de la socialdemocracia, progresistas, ilustradas y modernas que se alzan contra la espiral identitaria. Que rechazan la deriva reaccionaria emprendida por las élites de izquierdas a finales de los 60 y que hoy se expresa mediante la discriminación, la intolerancia, lo que ahora llaman cancelación. El PP tiene que ensancharse a esas voces y liderar el gran espacio español de la razón.

No fue hasta el final de su letanía de lamentos, agotados los pretextos, cuando asomó la verdadera razón de una destitución anunciada: que por qué iba por libre, que cómo podía cuestionar su autoridad. Y entonces hablé: «Has empezando diciendo: “Acuso recibo”. No sé qué significa. Jamás he cuestionado tu autoridad. Nada de lo que he dicho en El País ni en ningún otro lugar, ninguna de las polémicas que he protagonizado, que han sido muchas, lo reconozco, fueron en detrimento de tu liderazgo. Siempre he buscado el mejor interés del PP y tu llegada a la presidencia del Gobierno. Cuando me fichaste me pediste que hablara y opinase con libertad. Volviste a pedírmelo cuando me nombraste portavoz. Eso he hecho. Con libertad y con lealtad. Porque la libertad y la lealtad son perfectamente compatibles».

 

Esta fue una de las claves de mi destitución como portavoz: la relación entre la libertad y la autoridad en el ejercicio de la política. También me había preguntado por esta cuestión Casqueiro:

¿Por qué encaja tan mal en la disciplina de su partido? ¿Es culpa propia o ajena?
En España no estamos acostumbrados al ejercicio de la libertad en los partidos. Confundimos la discrepancia con la disidencia y la libertad con la indisciplina. Etiquetamos al que opina libremente con esa denominación despectiva de verso suelto. Y la libertad no es indisciplina. Es esencial para la conversación democrática adulta. También dentro de los partidos. Yo opino y discurro con libertad, no por capricho personal. Lo hago porque creo firmemente que la libertad y el espíritu crítico son una obligación del que se dedica al examen de la realidad.

 

Usted sostiene que no ha asumido el cargo de portavoz para estar pendiente de las luchas fratricidas. Pero ¿hacer política no es también sobrevivir a los puñales de los compañeros?
No soy ingenua. Sé que las tensiones internas en los partidos existen. Y es natural que existan porque se cruzan ambiciones legítimas, intereses, debilidades… Otra cosa es el peso que todo eso tenga en tu acción política. En la mía, mínimo. A mí me interesa mucho la política y muy poco el poder. Huyo de las facciones y no me gustan el conchabeo ni la maquinación. Un partido no debe ser una estructura militar. Aunque sí debe imitar algo básico en el ejercicio castrense, que es la autoridad desde el ejemplo.

Esta última frase resume mi visión de la autoridad política. Por ponerme latinuda, más autorictas que potestas. Y Pablo se sintió aludido. Su reacción fue acusarme de «deslealtad». No a la cara, pero sí en conversaciones privadas y en filtraciones a los medios. «Cayetana ha sido desleal, terriblemente desleal…». No lo fui jamás. Ni con las ideas que motivaron mi vuelta al PP. Ni con el propio partido para cuyo éxito electoral trabajé. Ni desde luego con Pablo Casado. El ejercicio de la libertad nunca es un ataque a la autoridad bien entendida. Y jamás lo fue en mi caso. Durante mi etapa como portavoz dije cosas heterodoxas que no gustaron a la izquierda, al nacionalismo e incluso a algunos compañeros de partido. Pero nunca las dije en detrimento del liderazgo de Pablo ni de los intereses del centroderecha. Al revés. Pensaba que mi actitud y estrategia contribuían a la reconstrucción del PP como fuerza hegemónica de la derecha y alternativa al PSOE. Y también que Pablo necesitaba rodearse de personas con criterio propio. Leales, por supuesto, pero con criterio propio. Capaces de argumentar, debatir y discrepar. Sí, la libertad y la lealtad son compatibles. Incluso en un portavoz parlamentario. Salvo que prefiramos portavoces como aquel socialista Antonio Hernando, que primero defendió un categórico, inapelable y definitivo «no» a la investidura de Rajoy, y dos meses después, con la misma voz —y la misma cara—, la abstención.

Esta forma de entender la portavocía la hacía extensible a los demás parlamentarios y cargos del partido. No consideraba que la libertad fuese un privilegio mío, consecuencia de mi cargo ni de cualquier otra circunstancia personal, sino un derecho y una necesidad. Rechazaba las expresiones «verso suelto» y «va por libre», porque redundaban en el desprestigio del PP y en su ya inquietante descapitalización. El mensaje que difundían hacia dentro era deprimente: «¡Abajo la inteligencia, arriba la obediencia!». No soy ingenua. Los partidos se acercan, por definición, a la peor versión del colectivo. Pero no tienen por qué asumir su lógica ni sus métodos. Los militantes somos antes individuos. Individuos con criterio propio que trabajamos por un objetivo común desde las convicciones compartidas y la confianza mutua.

«Confianza», otra palabra clave. No es frecuente en España. Ni entre instituciones ni en las instituciones. Ni entre individuos ni en el individuo. Esto último es lo más grave. En España todavía infravaloramos la fuerza constructiva del pensamiento crítico. Confundimos la discrepancia con la deslealtad, la oposición con la crispación, la autonomía ton la autodeterminación. Exigimos adhesiones no ya inquebrantables, sino zalameras y denigrantes. Buscamos blindar la autoridad del líder, lo que no deja de ser otra —quizá la máxima— expresión de desconfianza. Si ni siquiera creemos en la capacidad del más destacado de nuestros individuos para imponerse por sus propios méritos… He meditado sobre los motivos de este fenómeno, que nos aleja del ideal democrático y de muchos países de Europa. Quizá sea el resultado de una convivencia demasiado extensa con la dictadura: arrastramos una mentalidad gregaria, un punto funcionarial y sumisa. O, al revés, quizá sea un mecanismo de defensa ante nuestra escasa adhesión a las normas. El caso es que no cultivamos la libertad ni la responsabilidad individuales. Y cuando asoman, las aplastamos por perturbadoras y peligrosas.

Miré a Pablo y le dije: «La pregunta relevante es: ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué me has pedido que venga a Madrid un 17 de agosto?».

Vaciló. No me contestó. Así que lo hice yo: «Me has llamado para destituirme. Es todo. Tu decisión lleva semanas en los periódicos y no sé cuánto tiempo en tu cabeza. Como mínimo, desde mi exclusión de la Comisión de Reconstrucción. No hace falta que cites la entrevista de El País. Dímelo sin más».

Pero en lugar de asumir su responsabilidad, me la trasladó:

 

—Bueno, quiero saber qué vas a hacer. Cuál va a ser tu actitud a partir de septiembre.

—¿Mi actitud en qué exactamente?

—Respecto al Consejo General del Poder Judicial y a los Presupuestos Generales del Estado.

 

Me quedé parada. ¿Los presupuestos? Jamás habíamos hablado de los presupuestos ni de si el PP debía o no apoyarlos. Entonces recordé que en la última filtración a Okdiario, fuentes cercanas a García Egea, es decir Teodoro, incluían como uno de los motivos de mi imprescindible relevo la voluntad de llegar a un acuerdo con el Gobierno sobre las cuentas públicas. La verdad es que el titular podría haber sido apoteósico: «Casado destituye a Álvarez de Toledo por proponer un Gobierno de concentración sin Podemos y para poder aprobar los presupuestos de Podemos». A qué nivel de degradación habrá llegado un sector del periodismo para que tampoco parezca imposible. Le contesté que no sabía a qué aspecto de los presupuestos se refería y él tampoco me lo aclaró.

En lo que sí me detuve fue en el Poder Judicial. Pablo conocía de sobra mi inquietud ante el obsceno asalto del Gobierno a la Justicia, mi opinión sobre los tribunales como dique de contención frente al Proceso, y mi defensa de una vuelta al modelo constitucional —y del Consejo Europeo— de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial. Yo era una firme partidaria de la despolitización de la Justicia y él lo sabía. Sin embargo, desde aquella remota conversación de enero en Génova, en la que me apoyó frente a las tesis de Teodoro, no habíamos vuelto a hablar del tema. Mientras tanto, esporádicamente aparecían en la prensa referencias a negociaciones clandestinas para el reparto de cromos en el CGPJ, de las que yo no sabía nada. La última noticia se había publicado nada menos que la víspera, el 16 de agosto, también en El Independiente: «Gobierno y PP ultiman el pacto de renovación del CGPJ y el TC. El partido de Pablo Casado quiere proponer a diez vocales y que el PSOE proponga otros diez, además del presidente, que aceptaría. El PSOE pretende que entre también una cuota de representación de Podemos, su socio de Gobierno».

Le recordé a Pablo todas estas circunstancias, le reiteré mi convicción de que era mejor aguantar la presión que entregar la Justicia al Proceso, y le dije que suponía que las negociaciones estaban llevándolas en secreto él, Teodoro y el responsable del área de Justicia del partido, el exmagistrado Enrique López. No me lo admitió, pero tuve la impresión nítida de que el pacto estaba cerrado. El País publicaría algunos detalles el 7 de septiembre: «Casado aceptó en un whatsapp a Sánchez renovar el Poder Judicial. El líder del PP dio marcha atrás en el desbloqueo de las instituciones después de destituir a Cayetana Álvarez de Toledo, que rechazaba ese pacto», Al parecer, la intención de las partes, que habían negociado intensamente a lo largo del mes de julio, también en reuniones presenciales, era hacer público el acuerdo a finales de agosto. El propio presidente del Poder Judicial, Carlos Lesmes, había dado por cerrado el acuerdo. Tras mi destitución, Génova justificaría su abrupto descarrilamiento por los ataques de Podemos al rey. Pero ¿cuándo no habían atacado Iglesias y sus huestes al rey, los tribunales, las instituciones, la Constitución, la unidad nacional o la democracia? La ruptura del pacto judicial fue una consecuencia inmediata de mi destitución. Una de esas batallas que se ganan a lo Cid Campeador, después de muerto.

Con la inútil arrogancia de ultratumba diré que no es la única que he ganado. También celebré la decisión del Tribunal Constitucional de anular el cerrojazo del Congreso como una victoria póstuma. Y hasta el éxito de la estrategia política y dialéctica de Ayuso en Madrid. Aunque la celebración que más espero y deseo afecta al asunto que, sopesados todos los hechos, explica que apenas durase un año como portavoz del Grupo Popular: mi insistencia en la batalla cultural.

Mi oposición frontal a las políticas identitarias; mi impugnación del nacionalismo, el feminismo de tercera ola y la memoria histórica; mi insistencia en la necesidad de ahormar una alternativa cultural a la izquierda… Al final, creo que esto es lo que más incomodidad y malestar produjo en Pablo Casado y su entorno. Por eso, más que una destitución a cámara lenta, podría decir que la mía fue una cancelación a cámara lenta. Lo pensé cuando leí en una columnita de El PaísEl Mundo ni siquiera dio la noticia— que Sánchez había sustituido a Adriana Lastra como portavoz del PSOE. Una destitución puede producirse por muchos motivos, desde la pérdida de confianza hasta los vulgares celos pasando por una decisión técnica: hay alguien más capacitado para el puesto. Una cancelación tiene un ingrediente añadido: la voluntad de acallar una posición contracorriente, ideológica y culturalmente incómoda. ¡Indeseable!

Muchos meses después de mi salida, el entorno de Pablo le filtró al periodista Lamet su intención de invitar a Pinker, Ignatieff, Mark Lilla y otros progresistas ilustrados a la convención ideológica de octubre. Algunas citas de la crónica daban eso que mi cuñada Viridiana llama alipori: «Queremos traer a Pinker, con ese toque canalla que gusta y que defiende nuestras ideas de forma moderna: el capitalismo es bueno y ayuda». Yo no había llegado tan lejos. En la entradilla de la entrevista que le hice a Pinker para El Mundo, describí su aspecto físico como «una mezcla de Camarón abuelo y angelito». Al día siguiente me mandó un simpatiquísimo correo dándome las gracias por la publicación. Sólo tenía una objeción: «Mis amigos no acaban de ver lo del langostino angelical». Un hombre encantador. Y una pena que al final no viniera a la Convención. Sin embargo, el mero hecho de que le invitaran me pareció un destello, la chispa de una rectificación. Durante mi etapa como portavoz, nadie de la dirección del PP había dicho nunca nada parecido. En órganos internos, en actos públicos, en entrevistas y conversaciones bilaterales… Me había quedado sola en la insistencia en la batalla cultural. Y hasta en la sugerencia de estos mismos nombres como referentes y aliados necesarios. A Pablo, la batalla cultural le parecía un lujo innecesario y hasta un error estratégico. Así me lo dijo, incluso con un punto de irritación, aquel mediodía terminal del 17 de agosto de 2020 en su despacho, las calles vacías, Madrid Baden-Baden. «La batalla cultural no interesa. No importa». Venía la segunda ola de la pandemia, con su ruina económica y su previsible impacto electoral.

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La segunda parte de nuestra conversación tuvo un tono distinto, menos áspero, más cercano, evocador de nuestra relación original. Ya me había destituido, el calvario había terminado y quise dirigirme a él desde otro lugar. Reconstruir la palabra hablada es un ejercicio siempre delicado. ¿Cuáles son los límites de la memoria? ¿Qué veracidad tiene una transcripción? Sin embargo, el párrafo que voy a reproducir ha retumbado en mi cabeza desde que salí por la puerta del despacho de Pablo. Lo he repetido decenas de veces, la primera vez por escrito esa misma tarde, junto con las notas para mi rueda de prensa frente al Congreso, y luego en conversaciones con mis amigos más íntimos. Son la última estación de un viaje que empezó en aquel no tan lejano y excitante encuentro en II Tavolo Verde:

No te hablo ya como una amiga, sino como una hermana. Confía en ti mismo. No tengas miedo. Sí, lo tienes. No sacudas la cabeza. Segregas miedo. Miedo a la izquierda. Miedo a la derecha. Miedo a los medios. Miedo al qué dirán. Hay una nación huérfana, devastada, esperando que la lideres. Y no te diriges a ella. Sólo pareces preocupado por la vida interna del partido. Controlar tal o cual provincia para asegurarte unos compromisarios mas en un eventual congreso. Como si alguien fuera a disputarte el liderazgo. Tu liderazgo depende de la fortaleza de tu proyecto político, de tu capacidad de convicción y arrastre, no de tu dominio absolutista de la estructura del partido. Eso es lo que te ha hecho creer tu vecino de despacho, que está arrasando con todo indicio de vida inteligente en el PP. Por fin me has destituido. Llevan meses diciéndote: «¡Te eclipsa, te eclipsa!» Y te lo has creído. Te han convencido, o quizá te hayas convencido a ti mismo, que a más yo, menos tú. Es falso. Cuando yo salga por esa puerta, no estarás más fuerte ni mejor protegido, sino menos. Sabes bien que, a diferencia de algunos barones, incluso de Teodoro, jamás he tenido aspiraciones de poder. Ni territorial, ni orgánico, ni institucional. Yo era tu rompehielos, abriendo camino en terrenos difíciles. Y también tu pararrayos, absorbiendo los golpes del adversario. Creo que ese es también el papel de un portavoz. Dar y recibir los golpes para que el líder pueda elevarse. Mi protagonismo no era una amenaza para ti. Mi libertad tampoco. La única amenaza que planea sobre tus posibilidades de ser presidente del Gobierno son tus vaivenes y vacilaciones.

Mientras hablaba, ya en pretérito, recordaba, efectivamente, aquella cita inaugural y secreta en la recóndita calle Villalar. La sorpresa y la ilusión que me hicieron su propuesta de presentarme por Barcelona y su insistencia en que mantuviera el espíritu libre, independiente y crítico. Qué mal había acabado todo. Qué gran malentendido. Evidentemente, él se había excedido en el ofrecimiento, movido por sus ansias de convencerme. Le pasa a menudo. Por agradar, muere. Pero yo también debí ser más fría, más realista. ¿Un temperamento como el mío en un partido liderado por Casado? Es una pregunta difícil, a la que a pesar de todo respondo afirmativamente. Pudo funcionar. Debió funcionar. Y si no funcionó es porque lo malo de Pablo se impuso a lo mejor. A menudo, las polémicas entre dos personas se dirimen en el imaginario colectivo con un reparto equitativo de culpas. Es otra manifestación de nuestro gusto por la equidistancia. Y una gran falacia. Así como la verdad no se sitúa por defecto en el punto medio, tampoco la responsabilidad es siempre divisible a partes iguales. Me lo preguntó un día Ángel Acebes, uno de los más entusiastas valedores de Pablo y buen amigo de los dos: «¿Cómo es posible que hayáis roto así?». Le expliqué: «Fue unilateral».

En respuesta a mis palabras, también en otro tono, Pablo me ofreció hacerme cargo de la nueva fundación del partido, un ente todavía sin actividad, al frente del cual ya estaba Adolfo Suárez… con Teodoro de vicepresidente primero y jefe de facto. En otro momento, en otras circunstancias, habría contribuido felizmente a la construcción de la alternativa ideológica del PP desde un lugar distinto a la portavocía. Pero así y ahora era un puro apaño para minimizar el impacto mediático de mi destitución. Rechacé la oferta y le avisé que mi salida no sería pacífica. Se lo tomó mal, como una amenaza. Pero cuando lo argumenté, pareció estar de acuerdo: «No somos tantos los líderes nacionales del PP. Mi destitución causará una cierta conmoción, en las bases y en los medios. Creo que los dos debemos ser conscientes de ello». Entonces, para mi desconcierto, me propuso que dejáramos el anuncio de mi relevo para los primeros días de septiembre. Le contesté: «La decisión la has tomado hoy y debemos hacerla pública hoy. De hecho, es mucho mejor para ti. El 1 de septiembre ya estarán de vuelta Federico, Herrera, Alsina y toda la primera línea mediática. Ahora el revuelo no durará más de tres días». No fue hasta unas horas después cuando por fin entendí por qué me había propuesto esperar. Todavía no tenía lo que vulgarmente se llama una cortina de humo. El papel de red herring le tocó a Almeida, ascendido ese mismo día a portavoz del partido. Supongo que también contra Ayuso, dos pájaras de un tiro.

Eran casi las cuatro de la tarde. Llevábamos más de dos horas y media hablando, y no quedaban ya cartas guardadas. Los minutos finales los dedicamos al asunto crucial de la comunicación. Pablo me propuso que difundiéramos una nota conjunta desde Génova. Pero yo tenía suficiente experiencia e intuición como para saber lo que eso podía significar: un «Cayetana se ha ido encantada» o hasta un «Cayetana ha dimitido». De hecho, es lo que Génova llevaba semanas intentando hacer: presentar mi salida como una dimisión voluntaria. Le dije que prefería dar la cara y avisé de que lo haría con transparencia, condición para mí esencial. La política adulta exige decir la verdad a los ciudadanos, tanto sobre las decisiones importantes que tomamos como sobre cualquier hecho relevante, y mi relevo como portavoz lo era. Tenía la obligación de explicar a mis votantes en Cataluña, y a todos los españoles a los que representaba como diputada y a los que me había dirigido como portavoz, por qué, apenas un año después de ser nombrada, cesaba en el cargo. Mi conversación con Pablo no había sido una charla privada, entre dos amigos. Había sido una conversación política de primer orden, con consecuencias políticas, como mínimo para el PP.

Pablo me acompañó hasta el ascensor. Antes de despedirnos, tuve un último reflejo. Me di la vuelta y le dije: «Me has destituido. Lo sabes, ¿no?». Asintió con la cabeza. «Dale un beso a Isa de mi parte». Isabel, su mujer: guapa, con una sonrisa limpia, sincera y amable, nos llevábamos bien. Bajé al garaje y me dirigí al Media Ración, donde, con los platos y las copas ya vacías, me esperaban Alfredo y Pilar con caras de circunstancia. Les vi y me desplomé en una silla, entre lágrimas de estupor y cansancio.

Lo que quedaba de tarde osciló entre el esperpento y la catarsis. Como no tenía una sala de prensa adonde ir —no iba a volver a Génova y el Congreso estaba cerrado por vacaciones— pedí a mi equipo que convocase a los medios frente a los leones del Congreso. María Pelayo intentó impedirlo, primero pidiéndonos que no hablásemos antes de la reacción oficial del partido, que no llegaba, que no llegaba, y luego negándonos el listado de teléfonos de los periodistas. El parvulario. Al final comparecí cerca de las siete de la tarde. Lo recuerdo porque en medio de mis palabras empezó a sonar el canillón de la carrera de San Jerónimo dando la hora. La luz de Madrid tenía ese resplandor terminal, vespertino, que adoro. Me vino a la memoria la brillante presentación de Libres e Iguales, en ese mismo lugar. Qué ascenso y qué caída.

Las cámaras y los micrófonos se arremolinaron a mí alrededor. Esperé unos instantes, tomé aire y empecé a relatar mi conversación con Pablo. Con detalle y transparencia, como lo había previsto y anunciado. Cada tanto irrumpía el grito de ánimo de algún transeúnte. Los periodistas, en cambio, guardaban un silencio extraño, entre afectuoso y funerario. Lo primero que hice fue dar las gracias a los diputados del PP, a los que tuve el inmenso honor de dirigir. Españoles de procedencias y sensibilidades distintas, que habían tenido que ejercer su alta responsabilidad en circunstancias muy difíciles y a los que había procurado tratar con justicia y respeto. No había podido conocerles a todos a fondo, por culpa de la pandemia, del politiqueo y también de mi propia timidez. Soy soberbia, dicen. Sí, venero la inteligencia y soporto mal la estupidez. Pero sobre todo soy introvertida, muy reservada. Me abro con pocos y de a poco.

Como casi siempre, también esa tarde terminal me extendí en mis declaraciones. Avisé que no ahondaría en las especulaciones y que sólo me referiría a lo conversado con Pablo. Hablé del arbitrario relevo de Gabriel, del funcionamiento interno del partido, de la renovación de los órganos judiciales, del Gobierno de concentración, y de la batalla cultural. Sobre cada uno de estos asuntos expliqué la posición del presidente del PP, la mía y nuestras divergencias. Lo único que no mencioné fueron sus comentarios sobre la Corona, para no dar más trascendencia a un pretexto absurdo con implicaciones delicadas. El resumen de mis palabras fue esta frase que se convirtió en titular: «El señor Casado considera que mi concepción de la libertad no es compatible con su autoridad, y yo no lo comparto». Algunos compañeros de partido se sorprendieron, y molestaron, por este uso del «señor Casado». También lo había medido. No iba a llamarle coloquialmente Pablo ni enfáticamente presidente. El empleo del «señor» es una de mis adherencias anglofrancesas. Pero admito que en este caso al debido respeto se añadía, sí, el desencanto.

Cuando acabé, un periodista me preguntó si pensaba dejar el escaño. Dejé la respuesta abierta. Tenía que meditar. No sería hasta una semana más tarde cuando, en una entrevista, le contaría al periodista de El Mundo Rafa Latorre, el mejor de su generación, que de momento me quedaba en el Congreso, por respeto a los constitucionalistas catalanes que me dieron su voto y para comprobar hasta dónde llega la libertad de un diputado.

El streaming todavía caliente, las redes en ebullición, mi móvil colapsado, Alfredo, Pilar y yo regresamos de los leones a mi despacho. Aquel páramo de madera clara y escay. Ahí seguía, prácticamente vacío, como si nunca hubiera sido del todo mío. Quizá no lo fue. Se lo había dicho a Mariscal pocos días después de nuestro nombramiento, mientras desde la tribuna una diputada de Podemos hilvanaba improperios y lugares comunes ante un hemiciclo semivacío: «Esto va a acabar mal». Guillermo se había sobresaltado, pero lo tranquilicé con una sonrisa y una reflexión banal: «No te angusties. Es ley de vida. Todo acaba mal». En realidad, era la frase de una idealista intentando adaptarse al principio de la realidad. Detesto a los agoreros y cada vez otorgo más valor, también político, al optimismo. Nada necesita España con más urgencia que un proyecto político optimista, capaz de iluminar lo que este país tiene de bueno y sacarlo del socavón.

Y por eso escuché con especial tristeza el discurso de Pablo Casado en la Junta Directiva en la que hizo oficial mi relevo. No me molestaron tanto sus insinuaciones, eufemismos y críticas veladas a mi forma de hacer política. «Palabras como puños», llegó a decir, él, que había llamado a Sánchez «felón», «traidor», «mentiroso compulsivo» y «okupa», todo con razón. Me parecieron pellizcos de un hombre irritado y a la defensiva. Lo que me inquietó de verdad fue esta reflexión: «Un partido no puede pretender que una sociedad se parezca a él por mucha razón que tenga. Lo que debe hacer es parecerse lo más posible a la sociedad y caminar junto a ella para mejorar su vida y para ir conquistando espacio para nuestras ideas desde los gobiernos».

Es un párrafo decisivo: consagra la empatia variable como estrategia política y repudia la batalla cultural como superflua y hasta perjudicial. A esto me refería cuando escribí que nadie había articulado mejor que el propio Pablo la causa real de nuestras divergencias. De hecho, todo lo que he podido hacer en política —mucho menos de lo que hubiera querido— es una impugnación de esta teoría, que rezuma cálculo y, sobre todo, resignación. Para comprobarlo basta proyectarla sobre Cata¬luña o el País Vasco. Allí, «parecerse lo más posible a la socie¬dad» significa confundirte en un paisaje dominado por el se-paratismo identitario. Significa aceptar, legitimar y hasta imitar lo peor con la esperanza de colarte en la parte alta del tablero, hasta que tu mutación sea total o te vuelvan a expulsar. Y qué decir del conjunto de España. La renuncia a la batalla cultural es la renuncia a una España moderna, mejor, menos sometida al dogma identitario, con más igualdad y libertad.

«Moderna». Otra palabra clave. El perfil bajo y la contemporización en los debates culturales son fórmulas gastadas, fracasadas y anacrónicas. Para ensanchar la base electoral del PP y articular un consenso nacional, capaz a la vez de proteger el legado del 78 y avanzar hacia un nuevo horizonte, hay que explorar con audacia un camino nuevo. Ese camino es la impugnación de las políticas identitarias, que anulan al ciudadano, dividen el demos y dinamitan la democracia. Ahí está el futuro. Ahí es donde la derecha española tiene una oportunidad para saldar su deuda con la modernidad. Una oportunidad inmensa. Porque la urgente necesidad de un antídoto y una alternativa liberales ha coincidido con la capitulación de la izquierda. Lo he comentado muchas veces a lo largo de estos años: hay un despertar de los progresistas ilustrados contra la deriva reaccionaria de la izquierda. Este sector de la sociedad, lúcido y razonable, no ha encontrado todavía un asidero electoral. En Estados Unidos, votaron a Biden como mal menor y el primer día, en su toma de posesión, escucharon con horror el discurso de la joven poeta Amanda Gorman: una refutación afectada, dogmática y disolvente del concepto de los free and equal. En España, su última esperanza fue Ciudadanos, la ilusión perdida.

A los que renuncian a la batalla cultural por cálculo o falta de convicciones hay que sacarles de la inopia y la resignación. Deben saber que sí existe un terreno fértil para la construcción de una nueva mayoría, pero que no puede regarse con las aguas muertas de otros tiempos. Ni con la teodocracia del ordeno y mando, ni con la empatía como sustituía del coraje y la verdad. Es una falacia muy extendida entre determinadas élites que los ciudadanos aceptan masivamente la superioridad moral de la izquierda y el nacionalismo. Que el pueblo, por llamarlo de algún modo, también prima el bolsillo sobre los principios y rechaza la batalla cultural. No es verdad. Puedo imaginar perfectamente los comentarios con los que muchos empresarios y representantes del establishment español fueron apuntalando la voluntad de Casado de prescindir de mí como portavoz. Hubo un murmullo de fondo que asomaba en las crónicas de los periódicos y a la vez se nutría de ellas: «Cayetana dice verdades… inconvenientes». «Cayetana es políticamente… incómoda». No llegarían a decir «indeseable» porque para eso hay que tener audacia e imaginación. Este coro sin rostro facilitó la toma de una decisión cuyos beneficios no eran evidentes, al menos en el corto plazo. Salvo para mi vieja amiga Lucía Méndez, que tituló su crónica en El Mundo: «Casado destituyó a Álvarez de Toledo para ganar elecciones. Ahora, el PP de los 10 millones de votos». Diez millones, ¡ni uno menos!

Un mes después de mi destitución, con motivo de la moción de censura presentada por Vox contra Pedro Sánchez, Casado rompió visceralmente con Abascal. Santiago consideraba a Pablo su amigo. Amigo, de verdad. Se conocían desde su primera juventud en Nuevas Generaciones y ese mismo verano habían intercambiado mensajes cálidos, incluso cómplices. Al escucharle se quedó en shock. Yo, casi. Todo lo que el discurso de Pablo tuvo de brillante, y de vibrante, y de ideológicamente impecable —una fantástica vindicación moral y política de los valores ilustrados y del PP frente a cualquier forma de nacionalismo o populismo— quedó eclipsado por uña feroz impugnación ad hominem de Abascal. Llegó a acusarle de «pisotear» «el tributo de sangre» que los militantes del PP habían pagado por España. A un perseguido por ETA. «Palabras como puños»… Y el clásico puñetazo del que necesita reafirmar su liderazgo. Así lo interpreté. Y también como un gesto no diré cínico, pero sí contradictorio y hueco. Si Vox era «el Podemos de derechas», es decir lo peor, como repetía Teodoro y elaboraba el discurso de Pablo, ¿qué hacíamos gobernando con sus votos en Andalucía, Murcia, Castilla y León, y Madrid, comunidad y capital? Lo digo por enésima vez. Yo había sido siempre muy crítica con Vox. Lo sigo siendo. Santiago Abascal me parece una muy buena persona con un proyecto profundamente equivocado. Por resumir: en la defensa de la democracia no hay atajos. El nacionalismo centrífugo no se combate con un nacionalismo centrípeto; el populismo de izquierdas no se combate con un populismo de derechas. La solución a los problemas españoles no es más identidad, sino más libertad.

Pero ni estas reflexiones ni el resto de mis diferencias con Vox me impedían reconocer algo esencial: demonizar a quien te permite gobernar es una incongruencia moral y un disparate estratégico. Allí donde la aritmética electoral se lo había permitido, el PP había preferido mandar con los votos de Vox a que lo hiciera la izquierda. Es decir, había elegido el mal menor. Exactamente lo mismo que haría Pablo Casado hoy, supongo, si se celebrasen elecciones generales y el PP no sacase mayoría absoluta. ¿O es que al final también va a defender la fórmula de un Gobierno de concentración constitucionalista? Y una consideración más. Aspiraciones de mayoría absoluta al margen, entre las tareas urgentes del PP está la de anticipar lo que harán la izquierda y los nacionalistas en caso de un Gobierno de Casado en coalición o con el apoyo de Vox. Aunque sea para no seguir facilitándoles la más que previsible campaña de deslegitimación y derribo, sublevación callejera y autonómica incluida.

Vi el áspero debate de la moción de censura desde casa, qué remedio —seguían las restricciones y los vetos— y, contra el criterio que había difundido en un vídeo en YouTube, avalé a Sánchez, el mal mayor, el presidente del Gobierno que desde 1978 ha acumulado más razones para ser censurado. Lo hice con los dientes apretados y en el último minuto. Literalmente. Alfredo es testigo de la llamada que recibí de un funcionario de la Cámara alertándome de que ya no me quedaba tiempo, y de lo mal que lo pasé. El ataque ad hominem a Abascal no sólo me había parecido una injusticia y un error. Además, me preocupaba gravemente que la dinámica iniciada por Pablo desembocara no en la voladura de Vox sino en la voladura de los puentes del PP con los votantes de Vox. Mi obsesión era la reconstrucción del centroderecha. O, más bien, la construcción de un espacio político nuevo, alternativo al nacionalpopulismo y la decadencia. Lo que he llamado mil veces, ahora sí con mayúsculas, el Espacio de la Razón.

En ese espacio había millones de exsimpatizantes del PP y también muchos jóvenes, nuevos votantes, que se sentían atraídos por Vox como antes por Ciudadanos. Para conseguir su apoyo, no hacía ninguna falta asumir el ideario de Vox. Bastaba con ofrecerles un proyecto mejor y no insultarles. Por decirlo claramente: mejor una suma de pedagogía racionalista, batalla cultural y liderazgo que una ensalada de bofetadas. Esta tesis, por otra parte elemental, quedó doblemente corroborada en las elecciones de Cataluña y Madrid.

Primero fue mi destitución. Luego la ruptura con Vox. Por último, la campaña de las elecciones autonómicas catalanas. Estos son los tres hitos que marcaron el giro de Pablo hacia el centro de la nada. He comentado ya su entrevista en RAC1. También lo que le hicieron a Alejandro Fernández. Tratamiento teodocrático: a la vez mareaje y sabotaje. A mí, directamente me vetaron de la campaña catalana. Visto con distancia, algún episodio me resulta ahora hasta divertido.

La víspera del inicio de la campaña recibí una llamada de la jefa de prensa de Cuca Gamarra. Se presentó con gran amabilidad y, seguidamente, me dio instrucciones de no acudir a la entrevista que tenía concertada para el día siguiente en Los Desayunos de TVE. Le pregunté por qué y balbuceando me contestó: «Pues porque, en fin, ya sabes, justo empieza la campaña catalana, y hemos decidido que… pues… para no perjudicar al partido». Y yo que me había preparado un arsenal de argumentos contra Salvador Illa. Le repliqué: «¿De verdad le estás pidiendo a una diputada por Barcelona que cancele una entrevista en la tele porque hay elecciones en Cataluña? Entiendo que te ha mandado Génova. Pero, en fin, creo que han perdido el norte». Por supuesto acudí a Televisión Española, donde en el café posterior a la entrevista me confirmaron las presiones del partido. Pablo Montesinos —también siguiendo órdenes, deduzco— había pedido a la productora que me llamara con alguna excusa y si acaso invitara en mi lugar a Dolors Montserrat. ¡Subcontratando la censura! Fantástico.

También acudí al único acto al que me convocó Alejandro, donde coincidí con Alejo Vidal-Quadras: los caídos, unidos. Y sobre todo celebré la emocionante victoria de Isabel Díaz Ayuso en Madrid. Hay muchas formas de sintetizar la batalla cultural de nuestro tiempo: comunismo o libertad, identidad o ilustración, nacionalismo o democracia, reforma o ruptura, razón o reacción. Pero en todas laten dos elementos que hoy, cuando aparto la mirada de los hechos recientes y contemplo la hercúlea tarea que tenemos por delante —nada menos que la afirmación de España y del orden liberal—, valoro por encima de todo: la valentía y el optimismo.

Quizá esto explique por qué, de todas las llamadas y muestras de afecto que recibí tras mi destitución, haya una que no olvidaré nunca: la de Mario Vargas Llosa. Alegre, adorable, arrastrando las vocales, me dijo: «¡Queridísima Cayetana, tus amigos estamos taaaaaan contentos! ¡Jamás imaginamos que durarías tanto tiempo como portavoz!». Era la voz de la experiencia, la del candidato presidencial frustrado y autor de una admirable autobiografía política, El pez en el agua. Pero también mucho más. La voz del hombre libre, eco de aquel man in the arena, que lucha con todas sus fuerzas movido por un profundo idealismo. Que conoce el éxtasis, la angustia y la derrota. Y que de su último y más estrepitoso fracaso se levanta magullado, pero de un humor excelente.

Por la transcripción

Julio MERINO

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.