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El final de Azaña no pudo ser más triste, pues siendo como era un hombre católico fue arrastrado por la riada comunista-anarquista que desembocó en la Guerra Civil y con la derrota del año 1939 tuvo que salir de España casi campo a través por los Pirineos y refugiado en Francia todavía siguió obligado a vivir escondido para no caer en manos de la Gestapo nazi y ser devuelto a la España de Franco, donde con toda seguridad hubiese sido fusilado como otros dirigentes republicanos. Al final de su vida pidió «Paz, Piedad y Perdón». Fue el hombre de la República, fue un gran orador parlamentario, fue un gran escritor y fue Presidente del Gobierno (1931-1933) y Presidente de la Segunda República (1936-1939). Se llamaba Manuel Azaña y murió tal día como del año 1940 en la localidad francesa de Montaubant, tras sufrir una embolia cerebral y un infarto.

En su homenaje quiero resaltar hoy algunos de los pasajes más importantes de su obra y de su vida.

Y el primero de ellos fue la «Ley de Defensa de la República» sin duda la Ley que más repercutió en los primeros años de la Segunda República y la que más quebraderos de cabeza le daría.

Fue esta Ley que reproduzco del Boletín Oficial del Estado:

 

«EL PRESIDENTE DEL GOBIERNO DE LA REPUBLICA ESPAÑOLA,

A todos los que la presente vieren y entendieren, sabed:

QUE LAS CORTES CONSTITUYENTES, en funciones de Soberanía Nacional, han decretado y sancionado la siguiente:

 

LEY

Artículo 1.° Son actos de agresión a la República y quedan sometidos a la presente Ley:

I.                   La incitación a resistir o a desobedecer las leyes o las disposiciones legítimas de la Autoridad.

II.                La incitación a la indisciplina o al antagonismo entre Institutos armados, o entre éstos y los organismos civiles.

III.             La difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar: la paz o el orden público.

IV.              La comisión de actos de violencia contra personas, cosas o propiedades, por motivos religiosos, políticos o sociales, o la .incitación a cometerlos.

V.                 Toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las Instituciones u organismos del Estado.

VI.              La apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su ~ representación, y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras.

VII.           La tenencia ilícita de armas de fuego o de substancias explosivas prohibidas.

VIII.        La suspensión o cesación de industrias o labores de cualquier clase, sin justificación bastante.

IX.              Las huelgas no anunciadas con ocho días de anticipación, si no tienen otro plazo marcado en la ley especitl, las declaradas por motivos que no se relacionen con las condiciones de trabajo y las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación.

X.                 La alteración injustificada del precio de las cosas.

XI.              La falta de celo y la negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios.

 

Artículo 2.° Podrán ser confinados o entrañados, por un período no superior al de vigencia de esta Ley, o multados hasta la cuantía máxima de 10.000 pesetas, ocupándose o suspendiéndose, según los casos, los medios que hayan utilizado para su realización, los autores materiales o los inductores de hechos comprendidos en los números I al X del artículo anterior. Los autores de hechos comprendidos en el número XI serán suspendidos o separados de si cargo o postergados en sus respectivos escalafones.

Cuando se imponga alguna de las sanciones previstas en esta Ley a una persona individual, podrá el interesado reclamar contra ella ante el Sr. Ministro de la Gobernación en el plazo de veinticuatro horas.

Cuando se trate de la sanción impuesta a una persona colectiva, podrá reclamar contra la misma ante el Consejo de Ministros en el plazo de cinco días.

 

Articulo 3.° El Ministro de la Gobernación queda facultado:

I.                   Para suspender las reuniones o manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social, cuando por las circunstancias de su convocatoria sea presumible que su celebración pueda perturbar la paz pública.

II.                Para clausurar los Centros o Asociaciones que se considere incitan a la realización de actos comprendidos en el artículo 1.° de esta Ley.

III.             Para intervenir la contabilidad e investigar el origen y distribución de los fondos de cualquier entidad de las definidas en la ley de Asociaciones; y

IV.              Para decretar la incautación de toda clase de armas o substancias explosivas, aun de las tenidas lícitamente.

 

Artículo 4.° Queda encomendada al Ministro de la Gobernación la aplicación de la presente Ley.

Para aplicarla, el Gobierno podrá nombrar Delegados especiales, cuya jurisdicción alcance a dos o más provincias.

Si al disolverse las Cortes Constituyentes no hubieren acordado ratificar esta Ley, se entenderá que queda derogada.

 

Artículo 5.° Las medidas gubernativas reguladas en los precedentes artículos no serán obstáculo para la aplicación. de las sanciones establecidas en las Leyes penales.

Por tanto:

Mando a todos los ciudadanos que coadyuven al cumplimiento de esta Ley, así como a todos los Tribunales y Autoridades que la hagan cumplir.

Madrid, veintiuno de Octubre de mil novecientos treinta y uno.

Manuel Azaña

El Ministro de la Gobernación,

Santiago Casares Quiroga»

 

La Ley quedaría derogada al disolverse las Cortes Constituyentes en agosto de 1933, tal como se fijaba en su artículo 4.

«Esta Ley no la necesita el Gobierno -diría Azaña en la presentación en el Parlamento- quien la necesita es la República. Nosotros no queremos facultades extraordinarias… el Gobierno dice a las Cortes: la República no está en peligro, pero para evitar que el peligro nazca es necesaria». Lo cierto fue que en los meses siguientes: «Fueron suspendidos periódicos, cerrados locales de organizaciones políticas y sindicales, y realizadas incontables detenciones gubernativas. En caso de imposición de multas, se establecía «en defecto de pago, el arresto supletorio». Asimismo, al amparo de la Ley, cientos de personas fueron deportadas a Guinea Ecuatorial y al Sáhara (éste fue el caso de 104 trabajadores, con ocasión de las alteraciones ocurridas en el Alto Llobretat [en enero de 1932]). Se aplicó incluso a miembros de la Administración de Justicia. Un caso conocido fue la sanción impuesta por el ministro de la Gobernación Santiago Casares Quiroga al juez Luis Amado, consistente en la suspensión por dos meses de empleo y sueldo, el 26 de abril de 1932, por haber decretado la libertad condicional de un procesado. Algunas de las sanciones impuestas rozaban el ridículo. Así, el 23 de diciembre de 1931… una resolución ministerial decía: «…por el hecho de haberse cantado la «marcha real» por las Hijas de María, he impuesto al cura párroco de referencia [de Mures, Navarra] la multa de 100 pesetas. (…) Muestra del interés del Gobierno en la aplicación de la Ley es el telegrama oficial de 14 de enero de 1932 a diversos gobiernos civiles, solicitando informes de las personas más extremistas, «expresándome sus nombres y el concepto por el cual puedan producir perturbaciones de orden público, a fin de aplicar si fura posible la Ley de Defensa de la República».

 

España ha dejado de ser católica

Y nos detenemos ahora en uno de los pasajes más importantes de la vida de Azaña. Fue el discurso que pronunció en el Congreso el 13 de octubre de 1931, cuando se debatía el artículo 26 de la Constitución referente a la libertad religiosa.

En aquel discurso pronunció la famosa frase que le marcaria para siempre y que tanta repercusión tuvo tanto en la España de Izquierdas como en la España de Derechas. Reproduzco las palabras exactas de «don Manuel»:

«Cada una de estas cuestiones, señores diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.

Yo no puedo admitir, señores diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.

PARA AFIRMAR QUE ESPAÑA HA DEJADO DE SER CATÓLICA tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas: yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político se derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)»

 

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La velada en Benicarló

Y dando un salto en su vida y en su «biografía política» nos vamos hasta «La velada en Benicarló» la obra donde dejó reflejado su pensamiento de lo que había sido y estaba siendo la Guerra Civil porque la obra la escribe el año 37.

«Escribí este diálogo en Barcelona, dos semanas antes de la Insurrección de mayo de 1937 -escribe en un pequeño prologo que hace él mismo ya en mayo de 1939- los cuatro días de asedios deparados por el suceso, me entretuve en dictar el texto definitivo, sacándolo del borrador. Lo publico (no ha podido ser antes) sin añadirle una silaba. Si el curso ulterior de la historia corrobora o desmiente los puntos declarados en el dialogo importa poco. No es el fruto de un arrebato feticidio. No era un vaticinio. Es una demostración. Exhibe agrupadas, en formación polémica, algunas opiniones muy pregonadas durante la guerra española, y otras, difícilmente audibles en el estruendo de la batalla, pero existentes, y con profunda raíz. Seria trabajo inútil querer desenmascarar a los interlocutores, pensando encontrar, de bajo de su máscara, rostros populares. Que quede claro los personajes son inventados».

Efectivamente la «Velada» es, en realidad, como una pequeña obra de teatro donde unos personajes dialogan, conversan y debaten sobre los acontecimientos más importantes de la Segunda República y de la Guerra Civil, por su interés reproduzco unas páginas de la misma:

 

La inutilidad de la Guerra

«Morales.– ¿A usted no le duele como español lo que irreparablemente perdemos?

Pastrana.- Me duele. Pero es peligroso extremar el argumento. No vaya usted a producir una escisión por otro estilo. Se aflige usted por el quebranto o la pérdida del patrimonio nacional. ¿Patrimonio de quién?

Morales.– De todos. De sus valores complejos sacamos razones para amar noblemente a España.

Pastrana.– Sin duda. ¿Pero quién lo utiliza o lo disfruta?

Morales.– El pueblo entero.

Pastrana.– Según. Aquella expresión: «Lo que hay en España es de los españoles», no pasa de ser una hipótesis igualitaria desacreditada. Del patrimonio nacional productivo vivimos todos, mejor o peor. Patrimonio formado por la suma de innumerables patrimonios particulares, téngalo presente, y el del Estado. Discurre usted como si el patrimonio nacional se formase de riquezas acumuladas y de los medios de obtenerlas o crearlas, solamente. Parte considerable del patrimonio es el trabajo, como quiera que aparezca y se aplique. El patrimonio será muy nacional, pero no es común. Vea usted si la diferencia es grave. Y en cuanto a nacional, lo menos posible. Se llama así solamente porque unos cientos de Juanes y Pedros, sus poseedores, son de nuestra nacionalidad y usan el interés nacional como escudo protector. De los frutos del patrimonio nacional vivimos, pero muchos apenas viven, o malamente. Comprenderá usted por qué, al invocar el patrimonio nacional, bien para afligirse de su destrucción, o para excitarnos a su defensa, nadie puede ignorar que se destruye o se defiende la posesión de Juan o Pedro, y sabiéndolo, se afligen de su destrucción menos que si fuese común, o se esfuerzan (vista la necesidad del concurso de todos) en que el valor defendido responda de veras a su nombre de nacional. Esta segunda posición es más lógica y más útil, porque en efecto no conviene destruir los bienes de nadie. A mayor apremio y urgencia en el toque de salvamento del patrimonio nacional, anteponiéndolo a los fines primordiales de esta guerra, mayor violencia en el frenazo conservador dado en nombre de la nación, e incurre usted en el riesgo de desnacionalizar a su manera una inmensa parte del pueblo. Es conmovedor el duelo de usted por la destrucción de grandes monumentos españoles, parte improductiva del patrimonio nacional, y por lo mismo más llanamente de todos, no estando sujeta a las disputas por la riqueza. Comparto su duelo. Pero usted añade que, de resueltas, su moral de guerra se ha quebrantado. Es grave. Vea usted, dicho crudamente, lo que advierto en la confesión de su quebranto: usted se encontraría mejor bajo la dictadura militar, con las catedrales destruidos. La cultura y la sensibilidad de usted le llevan a descubrir, quizá con desagrado, que entre el pensamiento político de usted y el de los rebeldes la diferencia no es tanta como para inmolar por ella muchas cosas amables. Eso prueba usted, no otra cosa. Si el sentimiento peculiar de usted lo compartieran todos los de su educación y su clase, la consecuencia sería que esta guerra ya solamente pueden y deben hacerla los proletarios, y en general los desheredados de la civilización, pues en nombre de sus obras admirables, que no han podido siquiera conocer, se pretende desvirtuar su esfuerzo para adelantarla y extender a mayor número de hombres su protección. Consecuencias de las premisas que usted pone: rebote de las fuerza conservadora con que usted carga el concepto de nación. Socialista y todo como soy, ambiciono más justicia en mi nación, pero no destruirla. Condolernos de una gran desgracia es natural; pero de ahí a una reversión total de las causas, media un abismo. El puro dolor no produce por sí solo tan profundo cambio. Algunas personas trabajadas  por penas de amor se han metido a frailes. Sería caso nuevo que la tristeza de perder a la mujer amada o de quemarse unos monumentos nos volviese fascistas. Ninguna congruencia. A no ser que la impresión descubra simpatías enterradas. Debería usted entonces estrechar la mano a los causantes de su dolor.

Morales.– Cada día le abre fuentes nuevas. He terciado en la polémica esperando ahuyentar la melancolía, cobrar fuerzas en la contradicción de ustedes. Fracaso. No me lastima el sarcasmo de usted. Creía merecer otra cosa. Usted gana. Me voy a ladrar a la luna. En esta sala hay tanto humo como en las cabezas. Vea usted: otros más sensatos andan por ahí afuera. Buenas noches.

Barcala.- ¡Pobre Morales! Le ha maltratado usted.

Pastrana.- Me cargan los ecuánimes, es decir, los cucos.

Barcala.– Nunca se ha aprovechado de nada.

Pastrana.- No importa. Es de los que afectan distinción y finura, y, por exquisitos, rehúsan ponerse a prueba, a reserva de encontrar malo, plebeyo, cuanto hacen los demás. Soñaban probablemente con una República de gentes finas, sin muchedumbres, una República para la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Hay muchos ejemplares de estos republicanos de la cátedra… Hablar bajito, sorber tazas de té… la cosa inglesa… una tabla finísima del quince… En cuanto hubo que exponerse, con la República, a recibir golpes, a que le llamen a uno tonto o pillo, no les gustó. Han contribuido a rehabilitar en política el señoritismo, aunque Morales, personalmente, no es señorito.

Rivera.– Agua pasada… Su horror por la destrucción de España es noble. Usted lo comparte.

Pastrana.– Ciertamente, pero mis motivos son otros. No se me ocurre tasar los sacrificios que la monarquía, el socialismo o la República pueden valer. La cuestión, ociosa de por sí, denota bastante candor. Todos creen jugarse las condiciones primordiales de su existencia y muchos se juegan la existencia misma. Partiendo de esa convicción, que se pudo muy bien excusar, cada cual ha hecho lo necesario para que la prenda disputada sea tan cuantiosa como dicen.»

 

El final de la «Velada»

La «Velada en Benicarló» termina con unas palabras bellísimas, que muestran al mejor Azaña escritor. Son estas:

(Silencio. El mar apenas resuella. La noche se deslíe en gris desvaído, atacada por vagos fulgores. Una raya en el horizonte dibuja el lomo de las aguas, un límite redondo. Pájaros madrugadores. Un gallo alerta. Planos lívidos de las casas, un olivo que la noche ha dejado intacto, el perfil geométrico de la araucacia. La gran función de la amanecida comienza, con timbres y colores siempre nuevos. El hombre, preso del capullo del ensueño, agoniza con fantasmas desapacibles, se queja como un bicho desvalido. Del cielo se desploman los aviones, flechados al pueblo. Ya están encima. Estrépito. En manojos, las detonaciones rebotan. Chasquidos, desplomes, polvo, llamas. ¿De dónde sale tanta criatura? Otra pasada. Estruendo de bombas. Ráfagas de metralla. El pueblo corre, aúlla, se desangra. El pueblo arde. Del albergue quedan montones de ladrillos, que expiran humo negro, como si los cociesen otra vez. Los aviones, rumbo al este, brillan a los rayos del sol, invisible desde tierra).

Barcelona, abril, 1937

 

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«Paz, Piedad y Perdón»

Y nos vamos al discurso más famoso de todos los que pronunció en su vida, el que terminaba diciendo «Paz, Piedad y Perdón» que pronunció en el ayuntamiento de Barcelona, en el segundo aniversario de la guerra, el 18 de julio de 1938.

La zona republicana se encontraba en una situación de crisis política y militar y en un clima de desmoralización. La opinión pública consideraba que la derrota final era ya irreversible y muy cercana ya en el tiempo. Sin embargo Sin embargo el gobierno del socialista Juan Negrín, apoyado por el partido comunista, optaba por la resistencia, Había un distanciamiento entre el presidente del gobierno y figuras políticas destacadas como Indalecio Prieto, que había sido destituido como ministro de Defensa, así como con el presidente de la República, Manuel Azaña. El bando republicano quedaba dividido en dos sectores, el partido de la resistencia y el partido de la paz. Ambas tendencias contaban con apoyos significativos dentro del Ejército, aunque todavía la cúspide militar republicana confiaba en la política de resistencia del presidente Negrín. Pese a todo el presidente de la República no llegó a retirar el apoyo al gobierno. Conforme avanzaba la guerra, «el camino de la mediación estaba cada vez más impregnado de la rendición incondicional» dada la intransigencia manifestada por el gobierno de Burgos, y la cada vez mayor participación de los comunistas en el gobierno republicano.

En esa situación interviene Azaña, a media tarde en el Saló de Cent de las Casas Consistoriales del Ayuntamiento de Barcelona, con la asistencia entre otros de Negrín y Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes republicanas. EL Presidente fue recibido por el Ayuntamiento en pleno en las escalinatas y el gobierno en pleno, el gobierno de la Generalitat. Azaña mantuvo un tono pausado y muy alejado del mitin político, tan al uso en aquellos tiempos. A lo largo de más de una hora reflexionó sobre la difícil situación en la que se encontraba España y aseguraba que ni los que le habían llevado a ese extremo eran conscientes de las consecuencias. El discurso seria recogido, aunque adaptado a la ideología de cada uno, en periódicos como «La Vanguardia», «El Sol» o «El Socialista». Intenta dejar a un lado la idea de bandos y centrar la reflexión sobre España:

La guerra civil está agotada en sus móviles porque ha dado exactamente todo lo contrario de lo que se proponían sacar de ella, y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no es una guerra contra el Gobierno, ni una guerra contra los gobiernos republicanos, ni siquiera una guerra contra un sistema político: es una guerra contra la nación española entera, incluso contra los propios fascistas, en cuanto españoles, porque será la nación entera quien la sufra en su cuerpo y en su alma.

Y dirigiéndose a todos los españoles dice:

Destaco entre ellas que todos los españoles tenemos el mismo destino. Un destino común, en la próspera y en la adversa fortuna. Cualesquiera que sea la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento. Y que nadie pueda echarse a un lado y retirar la puesta. No es que sea ilícito hacerlo: es que además, no se puede.

 

Y sobre la reconstrucción futura dice:

La reconstrucción de España será una tarea aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio personal de nadie, ni siquiera de un corto número de personas o de técnicos; tendrá que ser obra de la colmena española en su conjunto, cuando reine la paz, una paz que no podrá ser más que una paz española y una paz nacional, una paz de hombres libres, una paz para hombres libres.

 

Y termina haciendo un llamamiento a la necesaria reconciliación que tendrá que llegar cuando callen las armas.

«Pero es obligación moral -termina diciendo-, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por una ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón.»

 

El exilio

En realidad con este discurso Azaña dio por terminada la guerra, porque a partir de ese momento su vida fue un verdadero viacrucis, amargo, doloroso e incluso humillante. El 15 de enero, ya de 1939, cuando las tropas franquistas entran en Tarragona, Azaña se instala con su familia en el castillo de Perelada y a finales de mes, tras una entrevista con Vicente Rojos y Juan Negrín, concluye la imposibilidad de continuar la resistencia. Negrín se opone a los planes de pacificación y entonces se acuerda su salida de España y su instalación en la embajada de París.

El 5 de febrero cruza la frontera de Francia a pie, por la carretera de La Bajol y tras un corto viaje a París se instala en Collonges-sous-Sáleve, en la Alta Saboya.

Después del reconocimiento de Burgos por Francia y el Reino Unido dimite el 27 de febrero de la Presidencia de la República. En ese momento es cuando publica «La velada en Benicarló» en Buenos Aires y en París. Durante el otoño publica también los artículos sobre la «Guerra de España» y en noviembre, y ante la eminencia de la declaración de guerra, la familia Azaña se traslada a Pyla-sur-mer, un pueblo de la costa atlántica.

Y ya en febrero de 1940 aparecen los primeros síntomas de la enfermedad que padece: un dilatamiento del musculo cardiaco. Tras la ocupación de París por las tropas alemanas, se traslada, junto con su esposa a Montauban, cerca de Toulouse, en la zona libre. El 10 de julio Cipriano de Be Rivas Cherif, su cuñado y su amigo de siempre, es detenido por los agentes de la Gestapo y de la policía franquista, trasladado a España, juzgado y condenado a muerte. La sentencia no será ejecutada, pero su cuñado no llegará a conocer el desenlace del episodio de angustia durante esos últimos meses. El matrimonio Azaña intenta salir de Montauban para instalarse en la embajada mejicana en Vichy, pero el Gobierno francés no autoriza su salida de la ciudad y allí, en el Hotel Midi de Montauban, donde se encontraba recluido muere el 3 de noviembre y allí quedan enterrados sus restos en el cementerio de Montauban.

Y termino con la visión que de él daría Miguel Maura, que le llegó a conocer incluso mejor que los suyos:

«He conocido -diría Maura- tres Azañas diferentes en tres etapas sucesivas: el del periodo revolucionario y el Gobierno provisional; el de la Presidencia del Consejo y la máxima responsabilidad de Gobierno y el Azaña físicamente acabado, moribundo, pero con su cerebro privilegiado no solo intacto sino afinado por loa enfermedad y la desgracia, un mes justamente antes de su muerte… En realidad fue un hombre insoportable.«