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Seguro de mi propia indiscreción, propongo a las señoras y a los señores representantes o mandantes del nuevo orden mundial que sanciones o decreten una legislación por la cual se establezca que quien usare bien la lengua de su terruño, patria, matria o como se la quisiere llamar, sea condenado a galeras, es decir, a que se le obligue a leer su indecencia de hablar correctamente, de acuerdo con el orden tradicional, en esbozos constantes. De esta manera, sus eminencias podrán consagrar o, mejor dicho, civilizar (me olvido que nada es sagrado y todo es inmanente) a esos réprobos que se atreven a querer buscar belleza en el lenguaje. De paso, ya que se hallarán reunidos en un agradable recinto para tratar mi humilde propuesta, espero que aprueben la prohibición de leer a Cervantes, a Quevedo, y a cuanto enemigo del progreso existiere, para que las nuevas generaciones estén absolutamente convencidas de que gracias a ellas existe el lenguaje, en este caso el castellano o español, despojándolo de su carácter imperial (perdón, imperialista. Es que se me escapa todavía el reaccionario).
Quisiera que en esa prohibición sine die (¡uy!, disculpas, sigo demostrando mi carácter reaccionario al hacer uso de latinismos) digo, se incluyeran al marqués de Tamarón (que, para mayor suma, es un noble) y a José Antonio Martínez Climent, este último autor de un diccionario de insultos quevedesco que merece el índex del progresismo en su más fervorosa inquisición. Es que si alguien, en un acto de mero despiste, lograra atravesar la cáscara de nuestra lengua cotidiana, y se zambullera en las riquezas que ambos escritores exponen, podría afirmarse que el poder que la progresía detenta dejaría de ser tal, pues bien se sabe que quien despierta del embote periodístico de cada día alcanza un autoconocimiento que pone en jaque cualquier orden.
Sumo a esa lista de réprobos, las recientes reediciones de los Escolios de Gómez Dávila, alguna parte de los escritos de Donoso Cortés, la obra de Joseph de Maistre, y este periódico (El correo de España) que se ha propuesto, en buena medida, divulgar opiniones incorrectas y defender la hispanidad, un motivo por demás recalcitrante que merece la ira de cuanto caballerete o damisela progre pulule por los despachos ministeriales del nuevo orden mundial.
En síntesis, dignas y dignos censuradores de la postmodernidad gobernante, que si no toman medidas prontas que acallen la libertad natural de los escritores de marras, pues quizás no todo sea tan tranquilo como en este pantano en el que quieren hacernos nadar a todos. Valga decir que la reacción está a las puertas de sus oficinas mundiales, embozada de elegancia natural o a cara descubierta, como sea, pero tan viva que si sus leyes y decretos no se apresuran, hasta la dictadura de internet que por ahora tan bien controlan les resultará incompleta para la realización de su mundo feliz. Porque, como en la foto que hemos puesto arriba, siempre habrá personas dispuestas a buscar entre los escombros un mensaje diferente del oficial.
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