
El género humano parece haber abandonado la realidad. Definitivamente. Ningún sortilegio parece apartarlo de ese encantamiento. El anhelo no es recuperar lo abandonado sino extraviarse, definitivamente, por los paisajes de los mitos y de las ideologías que sustentan la creencia en lo político como redención y fuerza salvadora. La sustenta la poderosa fuerza de creer en algo.
Todo el mundo lo sabe. Nadie lo esconde. Que esa creencia existe como voluntad de cambiar el mundo, actitud personal y colectiva y, sin duda, poderosa: la voluntad de realizar la promesa siempre falaz de lo político. Y, sinceramente, ¿ hay detrás de lo político? Nada. Ni siquiera el cambio de los valores, menos aún el reparto de los recursos, de la capacidad de decidir y menos todavía la práctica de una moralidad que le es totalmente ajena.
El poder, el poder político y quienes lo invisten, no son moralistas y se mueven entre una inmoralidad primaria y una perpetua ambigüedad del pensamiento. El ejercicio del poder no está regido por la axiología sino por la cleptomanía.
El Estado del siglo XV-XVI formó su burocracia comprando a sus servidores para la ejecución de los intereses del soberano. Fue una burocracia venal, expuesta a la venta y propensa a dejarse sobornar por dádivas. El error de los analistas actuales consiste en pensar que esa venalidad sigue reducida en una parte de los pobladores del Estado: los funcionarios y los políticos. Su error es grave y mayúsculo. Porque se trata de un modelo póstumo del Estado que ya no se corresponde con el Estado posmoderno y democrático.
Estamos en una fase ulterior del Estado en la que la venalidad se ha proyectado sobre todo el ámbito de la sociedad que constituye su jurisdicción. En efecto, el Estado ha extendido el modelo venal (de la dispensa de sobornos, la compra de voluntades) a la sociedad total. Y de ahí el desencanto, terrible, mortal, de una población que aún tenía la esperanza de alcanzar las orillas de la utopía política y moral, en la que todos los dispositivos que la organiza se rigen por los intereses generales y por una ética elevada. Ya no hay revolución ni moral ni política, primer desencanto; pero tampoco la ilusión de una utopía que se realizará de forma inminente, segundo desencanto. Se ha cerrado hace tiempo ese ciclo histórico de las utopías.
Tenemos algo absolutamente nuevo que cuesta ser percibido por los analistas: que consiste en captar que es toda la sociedad la que ha sido abarcada en el modelo venal, que la norma de la burocracia venal (y los políticos venales), se ha extendido a la sociedad entera. Si, en efecto, los políticos o los funcionarios se venden es porque: 1) hay alguien que los compra y 2) algo con qué comprarlos. Analicemos esto un momento.
Determinar quién compra los servicios de los servidores del Estado no será tan fácil de responder. La virtud de las revoluciones teóricas del discurso político fue la de fulminar la cabeza visible del Estado (el Soberano) y diluirlo en el pathos de una representación plural, diversa, que venía a administrar y gestionar el Estado (la nación, la soberanía, la representación, etcétera que surgen de esos alineamientos políticos). Quien compra los servicios ya no es, como antes, la Corte o el Soberano sino una abstracción que en nuestros tiempos ya es un puro fantasma de la política ficción. Por lo que al no haber límites, el modelo venal ya puede expandirse ab libitum.
Y con qué pagar puede tener varias entradas: satisfacciones materiales (la inmensa mayoría) o satisfacciones de prestigio (las menos).
Lo sorprendente del esquema lo constituye el mecanismo vital de todo este funcionamiento final de la posmodernidad en la que todo está a la venta y en la que todo se compra. Y la grandiosidad del fenómeno es que ya no habita únicamente en las esferas del Estado, donde los funcionarios y los políticos coexisten en un magma de indecencia. No es un mercado donde los comerciantes compiten con sus productos (el alma, que se oferta, y el oro, que compra). Se nos conmina a participar en una inmensa oferta amoral para cuestionar los valores de la sociedad y para cambiar hacia mayores dependencias (antes económicas, ahora tecnológicas y mentales). Lo que se pone en tela de juicio es la integridad que se desprecia siempre como limitante, como una contención moral que nos impide ser ‘nosotros mismos’. La liberación es romper esos límites.
Y así tenemos la convergencia apoteósica de lo público con lo privado, de lo político y de la burocracia venal con las poblaciones venales en un festín que devora todos los recursos de una nación y no solo los materiales (el dinero, la salud, la educación, las pensiones, la vivienda, etcétera) sino también los inmateriales (la profunda inmoralidad, la propensión a la indiferencia, los vicios impertinentes, el desorden íntimo… donde desfallecen los principios de un orden estable de los extremos).
No es la moralidad ni los sistemas positivos de valores de una sociedad lo que hace cambiar y progresar, sino, por el contrario, su inmoralidad y sus vicios, su íntimo desorden respecto a sus propios valores. Esto sería, en el fondo, el gran secreto de lo político: la duplicidad estructural en el funcionamiento de la sociedad, que es algo muy diferente a aquella de los hombres en el poder.
La duplicidad de un mundo se ha constituido en un juego venial frente a un modelo venal del funcionamiento del Estado y del resto, porque el resto ya es Estado, porque ya nada permanece extramuros del Estado, y todo, hasta la misma aspiración a su impugnación, forma parte del orden inmoral de un universo que lucha contra su propia imagen sarcástica. Fatalidad que permite una pérdida de energía que impide sublevarse contra el Estado posmoderno y que se perpetúa extendiendo su principio de venalidad a la totalidad del resto.
No hay alternativa. La derecha es la izquierda pero no es menos cierto que lo contrario. Más aún, la derecha política incluso es más avanzada, podríamos decir que casi revolucionaria, al asumir la función de recoger a los desencantados que segrega el propio sistema al devorar las resistencias al Estado total. La derecha integra aquello que la izquierda excluye (lo que no impide que sea al contrario, cuando se alternan los gobiernos derivados del sistema de partidos). Lo esencial es que nada, absolutamente nada, queda fuera del sentido de lo político posmoderno.
Ya no estamos en presencia de una lucha a muerte entre el aparato del Estado decidido a desmantelar la voluntad política de las masas y unas masas forzando a los aparatos del Estado a jugar el juego político. El Estado no ha sido derrotado, quien fue derrotada han sido las aspiraciones de unas ‘masas’ que se han integrado a las redes de neutralización que operan en una sociedad tecnificada. No hubo jamás traición. Y esa labor de integración de toda resistencia al Estado la ha realizado una izquierda estatal y neutralizadora de las pasiones colectivas por la vía de incorporarlas en su seno.
El gigantismo del Estado no fue históricamente tanto por su capacidad de captación de recursos (Hacienda) como por su capacidad infinita de incorporar lo patológico, lo que se le oponía, lo inasimilable, lo inmoral, los vicios… Labor extraordinaria del sistema de los partidos políticos de estas democracias autoritarias que han trabajado con éxito en el despliegue de la indiferencia de sus proyectos políticos (inexistentes) para trasladar su modelo venal de funcionamiento interno al conjunto de la sociedad. Ahora, Estado y Sociedad, son indistinguibles.
Es el destino de todos los grandes sistemas bipolares que no es otro que el de su degradación, lenta o acelerada y su apagón, su funcionamiento fallido y la fatalidad de su muerte. Ya no quedan niños que educar en el instante en que se levanta el edificio de la educación como derecho ‘fundamental’ y fracaso. Ya no quedan enfermos que asistir en el instante en que el protocolo médico hace acto de presencia y enferman más que sanan. Ya no quedan mujeres destinadas a la seducción incitadas a su liberación mediante el ofrecimiento de una ‘pasión fatal’ que desvela su secreto. Ya no quedan poblaciones destinadas a ser representadas.
La razón electoral consiste en sustituir la soberanía del individuo en la toma de decisiones por la representación del sistema partitocrático. Nuestros sistemas electorales tienen como función primordial la de expresar esa indómita pasión política del individuo por la representación de los partidos políticos. Y es esa forma, la delegación que implica la representación la que, seguramente, acabe con la democracia representativa. Y la clase política se ha adueñado de ella. Ya nadie puede sostener que la soberanía circula de la base a la cumbre, desde un punto inferior a otro superior, desde el representado al representante.
Se ha abolido el espacio de la representación (aquella en la que el político era todavía expresión de cierto colectivo -aristocracia, burguesía, proletariado, etcétera-, sobre todo con la generalización del cuerpo electoral al conjunto de la sociedad: del voto censatario al voto de la mujer). Es indiferente qué se vote y a quién se vote, cuyo cálculo ya no sirve sino para justificar una legitimidad precaria de la que adolece todo el sistema electoral. Se han quemado los circuitos de ese flujo que iba desde la masa de ciudadanos hasta sus ‘representantes’, creando un espacio vacío que carece de credibilidad. Ahora estamos ante otro paradigma: se acude al sistema electoral, nos dicen, para dejar constancia de la ‘voluntad de las poblaciones’ cuando, en la realidad, no es más que la excusa para cumplir con la ilusión electoral la ausencia de cualquier contenido político, de la inexistencia de cualquier proyecto político, de la indeterminación, de la indiferencia de los términos opuestos, del cortocircuito de la representación (falta de correspondencia entre representados y representante, del mandato imperativo a la indiferencia imperativa).
Las cosas se han invertido y de modo irreversible. Cualquiera de los partidos políticos del sistema cumple y sirve para culminar con eficacia las mismas e idénticas funciones de mantener la ilusión de un proyecto que ya no forma parte del orden político y, por tanto, ni económico ni moral, tampoco religioso o ideológico. ¿Se imaginan qué puede suceder cuando un sistema carece de referencias, de finalidades? Entra en fase de los crecimientos desbordados, infinitesimales… es la metástasis de un sistema que huye de su sinsentido y de su desorden vital con mayor crecimiento y expansión. La imagen perfecta y pura de la metástasis de la excrecencia.
Y todo esto que se expone ¿ qué tiene que ver con la política? Desde el punto en que ya no existen alternativas al sistema de partidos políticos en una democracia posmoderna lo mejor, lo más oportuno, es terminar lo más pronto posible con el presente estado de cosas. Y el reto es fatal: o la perpetuidad de un Estado que ha integrado en sus principios vitales, venales, a las poblaciones hasta reventar o pensar, bendita esperanza, que ya no existe esperanza dentro del diseño de estas sociedades sin proyecto.
En resumen: sigan votando, a este o a aquel otro partido. Todo eso es indiferente. Estamos en el final de los sistemas bipolares, que tan concienzudamente se han investigado y explorado, pero completamente ciegos respecto de lo que advendrá, inevitable, después, del día siguiente a su desmoronamiento. Esa sería, en cualquier caso, una ilusión más intensa, y radical que la ilusión actual que sirve siempre, para sostener un sistema exangüe en el curso de su propia inercia (el movimiento perpetuo hasta el agotamiento de todas sus energías internas).
Al primer orden lo llamo analógico y se fundamenta en la energía, en el sentido y en los valores (y, jugando con su propia dialéctica, con lo contrario de su propia definición en esa permuta permanente de principios y valores, de recurso y opciones que agota sus combinaciones). Y al segundo momento, que sigue al anterior, lo llamo digital y que se fundamenta en la información, en la realidad artificial y en el imperio de lo virtual donde la conexión es su principio sine qua non.
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