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El viejo Epícteto decía que el origen de la filosofía es el percatarse de la propia debilidad e impotencia. Quizás, por esta razón, tanto para la sofística soberbia como para la neopolítica hueca – se semejan bastante-, la filosofía, en su esencia y en sus frutos, resulta refractaria. Sobrevuela en estos días la noticia acerca de la anuencia del gobierno español para erradicar la filosofía de los ámbitos académicos. Como argentino, me preocupa doblemente. En primer término, por España, a quien no puedo dejar de amar en virtud de la sangre que corre por los cauces de mi historia. En segundo lugar, porque aquello que se prueba y fracasa en Europa, se reedita al tiempo en la Argentina como novedad salvífica. El ataque no es nuevo, es más, es connatural al espíritu de los tiempos. La depresión de la cultura griega coincidió con el abandono de la filosofía y su motor metafísico, es decir, su vocación de interrogación esencial. Otro tanto sucedió en la segunda mitad del siglo XIX, cuando después de Hegel, el pensamiento ingresó –al decir de Ortega, irónicamente -, en un repentino ataque de modestia cuya consecuencia fue el imperio del Positivismo.
Cada vez que escucho esa sentencia tan trillada que reza: “la filosofía no sirve para nada”, una mueca de recóndita alegría se dibuja en mi interioridad y entonces, me alegro con la misma alegría que lo hacía Aristóteles. Es verdad, la filosofía no sirve porque no es sirvienta, es señora. Aquello que simplemente sirve, se agota en su servicio, pero la filosofía trasciende la mera servidumbre.
Josef Pieper en su obra Defensa de la filosofía, apunta: “Filosofar significa reflexionar sobre la totalidad de lo que nos aparece, con vistas a su última razón y significado”[1]. Eso que nos aparece, que se nos presenta, que sale a nuestro encuentro, significa aquello que se ofrece a nuestra mirada y por esa razón, la filosofía es un aprender a mirar antes que consumirse en la fiebre de la praxis. Si el mundo está escrito bajo razón de palabra, si el universo yace como escritura cifrada, es necesario entonces aprender a leer.
Ahora bien, la filosofía no solo indaga aquello que Karl Jaspers denominaba “lo circunvalante”, sino que nos pone frente a la verdad radical de nosotros mismos. Cito al lúcido psiquiatra alemán:
“Cerciorémonos de nuestra humana situación. Estamos siempre en situaciones. Las situaciones cambian, las ocasiones se suceden. Pero hay situaciones que por su esencia son permanentes, aun cuando se altere su apariencia momentánea y se cubra con un velo su poder sobrecogedor, no puedo menos que morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al acaso, me hundo inevitablemente en la culpa […] Estas situaciones fundamentales de nuestra existencia, la llamamos “situaciones límites”. Quiere decirse que son situaciones de las que no podemos salir y que no podemos alterar. La conciencia de estas situaciones límites es después del asombro y de la duda el origen más profundo aún de la filosofía”. [2]
Aquí radica el pretendido carácter soteriológico de la filosofía, su médula redentora para quien la asume, que no es otra cosa, desde el plano meramente natural, que el anhelo de un suelo seguro, ese eco que resuena en la historia, desde Platón al mismo Jaspers: la filosofía es un aprender a morir.
Ahora bien, ¿por qué razón quienes hoy ostentan el poder, proponen la erradicación de la filosofía del ámbito educativo? Me resisto a pensar en la mera ignorancia de esta fauna. La filosofía es el desvelo por la última realidad posible, la exigencia de auscultar el pulso del mundo y el propio latido. Sucede, que nos quieren chatos, con vuelo de gallina, porque en esta larga peregrinación del hombre moderno, el vacío espiritual se llena con consumo o con ideología, que en el fondo, no es más que la prótesis ficticia del verdadero pensar. Hoy lo propone para España un gobierno bajo un sesgo ideológico que aun hace gala de su crítica al capitalismo, en el fondo, no son tan distintos a los mismos que critican.
[1] Pieper, J. Defensa de la Filosofía. Ed. Herder, Barcelona, 1989: p. 12.
[2] Jaspers, K. La Filosofía. Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1992: p. 17.