20/05/2024 03:34
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Esta semana, como en casi todas las semanas de los últimos años, la belleza está de luto. Se debe esta vez a que Alain Delon ha solicitado el suicidio asistido a su hijo, considerando que su compatibilidad con la vida ha llegado a término. Los telediarios y los medios generalistas han divulgado que la razón de esta última voluntad tiene que ver con las secuelas incapacitantes de un ictus que sufrió Delon hace unos años, es decir, con un motivo puramente fisiológico. Complementariamente, se ha difundido que su hijo ha argüido un contexto de estragos anímicos ocasionados por la muerte de su exmujer, y por la soledad de una soltería que, en el marchar hacia la muerte que es la senectud, le ha terminado resultando insoportable.

Sólo una búsqueda más concienzuda por la red de redes me ha permitido llegar a estas palabras del propio actor en una entrevista para Paris-Match que ha salido esta misma semana, en la que él mismo explica su decisión, y que no he visto en ninguna reproducción de la noticia: “Me iré de este mundo sin lamentarlo. La vida ya no tiene nada que ofrecerme, lo he visto todo, lo he experimentado todo. Pero, sobre todo, odio la época actual. Me da ganas de vomitar. La palabra dada ha desaparecido y todo se mide por el dinero. Todo es falso y todo ha sido reemplazado”. La verdad, una vez más, queda desfigurada por los medios de intoxicación comunicativa. La verdad dramática e impactante. Hay en el deseo de morir de Alain Delon una motivación espiritual en la que se oculta, además de la verdadera clave de fondo del acontecimiento, una poderosa metáfora. Delon es un destello de otra vida, de viejos valores encarnados en un soporte corpóreo que sobrevive a duras penas, que, sabiéndose definitivamente ajeno y extraño al mundo, decide desaparecer de él, desdeñoso de la subversión de todo lo que conoció, y fue. Nuestra realidad expulsa de sí lo elegante de un modo cada vez más siniestro y perfecto, como si las cosas más finas o auténticas no tuvieran cabida en esta escoria postrera, en donde conocemos cada día una nueva degradación para la de por sí ardua tarea de ser humano. El suicidio programado de Delon metaforiza a la elegancia cobrando consciencia del contexto hediondo y aniquilándose a sí misma, como un gesto de apartamiento deliberado y lúcido.

Si en el siglo anterior el hombre padeció los efectos de la muerte de la verdad, como efecto secundario de la muerte de Dios transcurrida en el diecinueve, en el siglo veintiuno estamos viendo con especial crudeza otro de esos efectos, la destrucción de los últimos depósitos de belleza que la civilización había acumulado con esfuerzo, que el veinte nos transmitió ya muy disminuidas, y que el hombre actual ha derramado en el curso del nuevo milenio. El siglo veinte, enfermo de tragedias brutales y ennuis anticipatorios, degustó aún belleza, en una forma convulsa y decadente, frágil, pero lujosa en su fragilidad. Y se agarró a ella desesperadamente, pues como supiera ver Walter Pater, la belleza ofrece al hombre el último refugio del ser cuando a este ya no le queda nada más. En cambio, a los hombres de hoy se nos escapa como agua entre los dedos, irremisiblemente y sin poder hacer nada para retenerla un poco más. Se nos va, después de la verdad, la belleza, y ya sólo nos queda la caridad.  

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Alain Delon, uno de los apóstoles y de los bendecidos por esa belleza que ya ha ascendido al empíreo de la mitología histórica, lo ha sabido ver. Y esa certeza ha dado el espaldarazo a su decisión de desaparecer de la faz de la tierra y encaramarse al cielo: cuando pensábamos que ya no era posible matarse sino por deudas económicas o trastornos mentales, viene un testigo privilegiado del mundo de ayer y se suicida por asco del presente. ¿Cabe algo más inesperadamente romántico, un ejercicio de dandismo mayor y más coherente? Por otro lado, la renovación del suicidio simbólicamente antimoderno de Mishima ha tenido que venir de un hombre cuya biografía es, a los ojos de la época, puramente reaccionaria. Porque todo lo que compone el paradigma Delon es hoy fascista: el buen gusto indumentario, la galantería con las mujeres y con los hombres, el triunfo de la belleza, la hermosura sin aditivos, sobria y discreta, el artista comprometido con su patria y su cultura (gaullista declarado), como siempre lo estuvo Alain, que fue soldado antes que actor, e incluso el tipo de cine que encarnó. Ha tenido que venir, en fin, el nombre de resonancias más estilísticas, un arquetipo que reúne en sí lo más granado del siglo pasado, para dar un tortazo a nuestro repugnante mundo de criptomonedas, memes y redes sociales, de robótica y disforias de género, de plutocracias apátridas, de vidas digitalizadas, eróticamente ágrafas y psicológicamente estandarizadas, huérfanas de todo encanto. La lógica poética subrepticia es aplastante.

Descubrí la existencia de Alain Delon cuando era adolescente. Desde entonces ha representado para mí el modelo perfecto de masculinidad, acaso el modelo mimético (por supuesto inalcanzable, utópico) al que todo joven, y todo hombre, en general, aspira y busca instintivamente. Sus meras fotografías, estáticas o en el movimiento del celuloide, me deleitaban como si fuesen estampas de esculturas griegas, o un ángel entrevisto que bajara del cielo a mostrarnos, por un instante, un modelo acabado y universal de varonía. Su garbo, su empaque, su arrogancia, su donaire eran para mí una cosa perfectamente artística, como salida de la inteligencia de un genio de lo estético: ese cabello perfecta e inocentemente peinado siempre, como el de un niño, y no obstante en armónica concordancia con la indiferencia superior del hombre seguro de sí; esa mirada desdeñosa y a la vez cálida, con un no sé qué perpetuamente efébico, a la par luminoso y oscuro; el resultado de todo aquello, la mesura apolínea emanada de un aspecto físico cuidado y clásico, y un fondo oculto, por otro lado, pero intuido, de faces anárquicas y violentas, de una personalidad conflictiva como no adivinaríamos por su apariencia. Una síntesis perfecta, en fin, de ternura y de virilidad: facciones suaves y delicadas en contraposición con un gesto siempre duro, áspero, de chico de la calle que no probó hasta muy tarde el discreto encanto de la burguesía, de la alta sociedad, de la civilización en su destilado más selecto.

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Delon representa el modelo ideal de una tipología masculina que ya no tiene hueco en una sociedad como la nuestra, vulgar y feminista, polarizada en torno a una masculinidad débil, que se ha diluido hasta la náusea, y que por tanto se niega a sí misma, y una masculinidad mostrenca, que hipertrofia con extravagancia cuasi histérica los elementos más rudos del imaginario masculino, para reafirmarse sin descanso y huir de la inseguridad en la que el hombre contemporáneo vive. A Delon no le hizo falta nunca ser un aliado, ni tampoco exacerbar ninguna potencia, para tener una vida sentimental y sexual plena: ni a él ni a ningún hombre normal de hace medio siglo. Las mujeres de antaño admiraban otras cualidades. En la metamorfosis de sus prioridades y gustos reside también, probablemente, la responsabilidad de la catástrofe sexual de hogaño, y el delirio esquizoide de la conciencia masculina, rota y oxidada en su mecánica como un juguete antiguo e inservible.

“Sin las mujeres, sin su amor, yo habría muerto mucho antes”. La guerra de Indochina, el ascenso al estrellato, Borsalino, su amigo Belmondo, también desaparecido, la dolce vita en París, los veranos lánguidos en la Costa Azul, como el de La piscina, el modelaje, tristezas maritales disueltas en vino y terrazas de Roma, mediterraneísmo, Plein soleil, playas, boxeo, artes, sastres, perfumes, caballos, placeres, hombres interesantes, mujeres apasionantes, mundos con melodía. En los minutos previos a tu final podrá andar todo eso por los galopes de tu memoria. Pero sobre todo Romy, Rosalie, Nathalie. Fuiste un esteta que no necesitó redactar un párrafo de filosofía, ni una línea de literatura. Tu novela fue tu vida. “Me iré de este mundo sin lamentarlo. La vida ya no tiene nada que ofrecerme, lo he visto todo, lo he experimentado todo”.

Dejarás de ser sólo para nacer en el mundo eterno del símbolo. El día de tu cita con la muerte será también el de tu nacimiento. Ese día escucharé, como tantas otras veces, Paroles, paroles, ese fragmento musical que tan bien remite a la deliciosa vitalidad que conociste, y que inmortalizaste en canción junto a Delida. Brindaré entonces por tu época y por tu señorío. Y por la melancolía de su desaparecer.