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HABLA DON BENITO PÉREZ GALDÓS
“He sido un escritor explotado, ¡muy explotado!…¡como todos!
-¿Cuánto le han producido sus obras?…
– A mí, muy poco; a otros, los han hecho ricos”
Publicamos la entrevista que el “Caballero Audaz” le hizo a Galdós poco antes de su muerte.
La entrevista:
Hemos llegado a su casa, que es un hotelito estilo árabe, enclavado en este hermoso barrio de Argüelles…
Victoriano, el antiguo criado, me ha hecho pasar a una habitación de la izquierda, donde esperamos a que don Benito termine de comer.
¿Qué hay en esta habitación.?…
Muchos libros, algo de desorden y un poco de la triste vejez…
En el centro, la poltrona donde se hunde don Benito…
Sobre una mecedora de rejilla, su clásico sombrero negro y la bufanda, una bufanda verde…
En un rincón, una cayadita delgada de caña americana…
Sobre las librerías, tres bustos escultóricos del «maestro», uno modelado por el admirable cincel de Carretero.
Las zapatillas rusas, abandonadas debajo de la mesa. Y encima de unos de los estantes, cuatro fundas de gafas…
Pasos lentos y arrastrados se acercan…
Es el patriarca, el maestro, el padre espiritual de todos los escritores jóvenes que tuvimos la suerte de conocer este viejo alcázar de las letras… ¡Don Benito!…
De su fortaleza de roble no conserva más que el recio esqueleto, agobiado por el peso de sus setenta años de trabajo.
El gabán, hecho cuando su cuerpo estaba más pujado, le cuelga de los hombros como de una percha.
Casi cieguecito, con sus gafas negras, andando con lentitud y adelantando instintivamente la mano derecha antes de dar el paso, con su gabancete deshilachado por los bolsillos y por las mangas, con su gorrilla gris y su cabello largo y acaracolado por el cuello, don Benito, el maestro, el pensador, el abuelo, nos ha dado la visión horrible del menesteroso…
¡Y nuestra tristeza ha sido profundísima.!
— ¡Mala hora!… ¡Muy mala hora!… ¡No vamos a poder hablar!… Tengo citado el coche a las tres y media para ir al teatro. Y ¿qué hora es?
— Ya son, don Benito— contesto, después de consultar el reloj.
— Bueno —exclama, tras breve silencio—; usted viene a que yo le diga algo para publicarlo. ¿Y que le voy a decir yo.?
— Nada, don Benito… Yo vengo a visitarle, pudiera ser que publicara una impresión de esta visita; pero…
—¡No! Hombre no… ¡No!… Porque dígame usted: ¡Qué le interesa a nadie eso? Tonterías… Tonterías.
—No faltaba más, don Benito, a todos nos interesa como vive usted; a todos nos agrada hablar un rato con quien tanto hemos convivido en sus libros… ¿De donde es usted?
— ¿ Que de donde soy?… ¡Pero hombre… si eso lo sabe todo el mundo! ¡De las Palmas.!
—Yo también lo sabía; pero deseaba que me lo dijera usted. ¡A qué clase de familia pertenecía usted?
—A una familia como todas…
— He querido decir, don Benito, que si ricos o pobres…
—De lo principal de allí…
—¿Estudió usted en Las Palmas?…
—Primeras letras y segunda enseñanza.
—¿Era usted aplicado.?…
—No, señor; no me gustaba estudiar… En cambio me entusiasmaba leer libros amenos.
— ¿A qué edad llegó usted a Madrid.?…
—A los diez y nueve años vine a terminar la carrera de abogado. Y en vez de preparar el curso, me encantaba andar vagando por las calles y pararme delante de los escaparates a contemplar los objetos expuestos. Otras veces me iba a pasear por las afueras de Madrid…
—¿Y amores de la juventud?… ¿Tendría usted alguna novia, eh?
—Muchas; pero esas tonterías no hay para que decirlas.
—¿Cuándo escribió usted su primera novela?
—Verá usted, amigo: el año 68, cuando la revolución, escribí la Fontana de Oro; tanto es así, que el asunto de esta novela está inspirado en aquella revolución; el 69 la imprimí en casa de Noguera, calle de Bordadores; hice de ella una tirada de dos mil ejemplares…
Al año siguiente publiqué en La Revista España «El Audaz». Tenía yo entonces veinticinco años… Después, el 73, fue cuando me lancé con los Episodios y escribí Trafalgar…
Desde entonces cada año publicaba cuatro tomos de Episodios.
— ¿Y la primera novela?
— La primera novela contemporánea fue Doña Perfecta, y la escribí el 76; al año siguiente, Manuela.
En el teatro no aparecí hasta el 92, con Realidad.
—¿Cuántos tomos en total lleva usted publicados?
— Unos cien volúmenes.
—¿Usted administra sus obras?…
Don Benito se ha entristecido; después, como el que no puede reprimir una honda pena, murmura:
—¡No señor!… Es decir, la propiedad de mis libros la conservo… Pero he sido explotado, ¡muy explotado!… ¡Como todos!…
—¿Cuánto le han producido sus obras?…
—A mí, muy poco; a otros, los han hecho ricos.
—¿Cuál de sus libros prefiere usted.?
—No tengo preferencia determinada por ninguno.
—¿Cuál fue el que más se vendió?…
— Casi todos iguales… De las novelas contemporáneas, creo que Marianela.
—¿Y entre sus obras de teatro, ¿ qué predilección tiene usted.?
— Predilección, por ninguna… El Abuelo, por lo menos, es el que más subsiste, a pesar de que Electra es la que ha tenido éxito más ruidoso.
— ¿Está usted satisfecho con Celia?
— Si, señor… En mi beneficio, estaba lleno el teatro…
— Asistieron los reyes… ¿verdad.?
— Si señor… Me llamó el Rey, subí, me felicitó; después me ofreció un cigarro, y allí sentado, conversando con ellos, lo fumé.
— Y dígame, Don Benito, ¿ qué le dijo el Rey?
—Amigo, eso no se puede contar… Hablamos primero de la obra y después de muchas cosas…
— ¿Qué impresión sacó usted del Rey?
—Ya había tenido el gusto de hablar con él cuando se estrenó El Abuelo; claro que entonces era muy joven…
A mí me parece sumamente inteligente y muy simpático…
La reina Victoria, agradabilísima y muy linda… ¡Yo no creí que fuera tan amable!…
Habla perfectamente el español… ¡Ya lo creo.!
Después, cambiando de súbito la conversación, exclama:
—Vamos amigo, que es tarde… Me acompaña usted en el coche al teatro, y durante el camino continuamos hablando… ¿No le parece.?
Da una voz al criado.
Victoriano acude enseguida; cuélgale del cuello la bufanda; después le encasqueta el sombrero, entrégale un habano y la cayadita de caña.
Don Benito se deja hacer; nos ponemos en marcha.
Al atravesar el jardín del hotel, el perrazo le hace fiestas…
En la calle aguarda un coche; es una berlinita con su jaca alazana, muy maja…
—Paquito— le dice Galdós fraternalmente al cochero—, te van a retratar para ese gran periódico llamado La Esfera. ¿Qué te parece.?
Después, dirigiéndose a mí, continúa señalándome al cochero:
— Este es un amigo, ¿eh?… Yo quiero un retrato para él, donde esté el caballito… Al caballito también lo quiero mucho… ¡Es muy valiente.!
Nosotros reíamos, admirando la transparencia de la gran alma ingenua que tiene nuestro pensador.
— Al teatro, Paquito— ordena.
Y el coche parte.
Acomodado en la berlina, don Benito comienza a tararear una canción popular… Yo le interrumpo.
— Dígame, don Benito, ¿ qué proyectos literarios o políticos tiene usted para el porvenir.?
— Políticos, ninguno. Lo que quieran.
Literarios, por el momento tengo idea de hacer dos obras de teatro para el año próximo; pero eso está todavía en el secreto de la gestación interior…
Novelas, no… Me faltan tres episodios, que serán Sagasta, Cuba y Alfonso XIII…
Tengo el propósito, para hacer el segundo, de irme a la isla de Cuba a pasar allí dos meses para documentarme bien.
No sé…, no sé… También me han invitado a ir a Buenos Aires.
¿Y sabe usted lo que me retiene.?… ¡La etiqueta.! Yo odio la etiqueta. Eso de ponerme de levita y chistera, lo detesto; vamos, ¡con decirle a usted que no tengo chistera en uso, porque una que anda por ahí rodando está muy anticuada y ya no pienso colocármela más en lo que me resta de vida.!…
Reíamos; al llegar a la calle del Príncipe, don Benito cambia las gafas ahumadas por las claras.
— Y de la vista, ¡cómo sigue usted?
—Lo mismo — me contesta entristecido. Perdí por completo la luz del ojo derecho, y con el izquierdo veo algo, pero muy confuso.
— Y claro, ¿no podrá usted escribir.?…
—Desgraciadamente, no; tengo que dictar.
—Le costará a usted mucho trabajo.
—Al principio, si; acostumbrado como estaba a fijar el pensamiento por mi misma mano, de prisa y directamente, en la cuartilla, a leerlo y releerlo después, a que entre la creación y yo no mediara nadie, hasta el hábito mismo de sentarme y coger la pluma, me pareció que no podía continuar escribiendo; después, poco a poco, poniendo a contribución de la necesidad una gran fuerza de voluntad, he conseguido habituarme, y hoy lo hago sin el menor esfuerzo.
—¿Pero, usted, don Benito, después de sus cien libros y de sus numerosas obras de teatro; después, en fin, de medio siglo escribiendo, supongo yo que no laborará por necesidad, sino por placer, por crear, por la satisfacción de legarnos la mayor cantidad posible del tesoro inmenso que acumula su cerebro sobrehumano.?…
—¡No, amigo!… A pesar de toda mi labor pasada, si en el presente quiero vivir, no tengo más remedio que dictar todas las mañanas durante cuatro o cinco horas y estrujarme el cerebro hasta que de el último paso de esta vida.
Las últimas palabras de Don Benito, dichas con una velada amargura, con una sacerdotal resignación, caen en mi alma como gotas de hiel que ahuyentan todas mis ilusiones de literato joven.
Podéis creerlo.
Hay un momento en que deseo besar la descarnada mano del viejo maestro para imprimir con mis labios el consuelo y el agradecimiento de todos los que luchamos con la pluma.
Pero el coche se ha de tenido frente al Teatro Español.
Nos despedimos.
Él, lentamente y casi arrastrando los pies, ha entrado en el teatro.
¡Pobre Don Benito.!… ¡Iba a luchar.! ¡Con sus setenta y dos años.!
Y yo pienso que, entre todos los españoles, deberíamos proporcionarle un bienestar decoroso, conservándole como se conserva en el museo la vieja bandera que resultó hecha jirones en las victorias.
Viejo, achacoso, casi ciego, porque sus 120 obras le robaron la vista, tiene necesidad, para vivir, de dictar y torturarse mortalmente durante cuatro horas todos los días…
Y ¿no podíamos hacer nada grande, nada digno de él, con el fin de evitar esto tan triste?… Moya, Cávila, Dicenta, Melquiades Álvarez y todos los de voz autorizada, tenéis la palabra.
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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