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Los manuales de antropología de principios del siglo pasado describen la estructura de las sociedades primitivas formadas a partir de la división de la tribu en distintas castas concebidas para reprimir pulsiones del instinto. Freud expone en “tótem y tabú” un método que consiste en prohibir a los miembros de una misma casta relacionarse sexualmente entre si para lograr que los consanguíneos se vean, en todo caso, obligados a procrear con miembros de la tribu distintos a sus parientes.

Cada unidad dentro de la tribu –casta– adopta un tótem, un animal sagrado al que quedan ligados sus miembros; lo veneran, imitan sus conductas en representaciones ceremoniales y se imponen la restricción de no consumir su carne. Al que incumple la norma le espera la peor de las suertes. O bien es perseguido y apaleado hasta morir o se le condena al ostracismo.

El estudio de estructuras sociales primitivas revela un hombre inconsciente de la causalidad que atiende a una concepción del mundo muy distinta a la del racionalismo: el animismo, que consiste en dar personalidad a objetos del mundo distintos de las persona con la fantástica creencia de que al igual que nosotros “ellos”, también poseen conciencia de si mismos. En esta cosmovisión encuentra su punto de partida el pensamiento religioso, la mente asocia sentimientos con objetos como una forma de aliviar la angustia que provocan ciertos pensamientos en la psique.

El hombre primitivo descubrió el fuego, el antiguo la luz de la razón y el moderno el método científico. El contemporáneo asienta las bases del progreso natural en la relación causa efecto y el ético en la hipótesis. En la historia moral se observa el progresivo abandono del animismo –que ya solo puede afirmarse como un estado de la persona durante alguna etapa de su desarrollo mental o como uno de los efectos del consumo de ácidos– hasta llegar al racionalismo empirista.

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A pesar de que la historia se ve lineal en el tiempo y la humanidad parece caminar siempre hacia la grandeza del progreso, no es menos cierto que se dan etapas de regresión –como las hay durante la vida de algunas personas a etapas anteriores de su propio desarrollo mental– donde ciertos individuos empiezan a sostener teorías morales fundamentadas en sistemas de pensamiento ya superados.

Bajo mi punto de vista bien podría ser este el caso de lo que en el presente los medios de masas denominan “animalismo”, movimiento social-marxista basado en la veneración de las bestias a través de la imposición propia y hacia los demás de excesos religiosos, severos rituales y prohibiciones supraracionales como: no consumir productos animales, no vestir prendas del mismo origen y perseguir al profanador de sus sacramentales.

Aunque el resultado de comparar estás ceremonias con las del hombre primitivo ya arroja algo de luz a la hipótesis que se plantea, la coincidencia podría ser contingente, sin embargo, es en el fundamento ético donde reside la prueba irrefutable: la atribución supersticiosa de personalidad humana o de alma a cualquier género de bestia.

El “animalismo” podría tener su origen psicológico en una creencia generada por asociación de una persona con el animal, que lleva al sujeto a considerarlo de su misma condición, queriendo darle por ello derechos análogos a los suyos –conducta totémica– como consecuencia de un animismo latente.

El creyente pasa por alto que el animal ni tiene personalidad, ni es capaz de reprimir sus instintos, y en consecuéncia no puede participar de un sistema normativo –salvo como objeto pasivo– porque es naturalmente incapaz de adaptar su conducta a la norma, no puede ser considerado sujeto de derecho ni tener capacidad jurídica. En el caso de que así fuera, el dueño tendría que ser condenado por un delito de “trata de animales” por ejercer sobre su mascota alguna o todas las facultades de la propiedad.

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Bajo esta hipótesis el amor hacia a las bestias se puede considerar como un hecho que no depende de la voluntad del sujeto cuyo inconsciente ha tenido a bien producir dicha asociación. El “animalista” y sus ceremoniales merecen el máximo respeto y comprensión, como también lo meren las convicciones de aquellos que se niegan a participar de creencias que están más allá de la razón.