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Decía Alan Poe: cuando la música se combina con una idea placentera, es poesía; sin la idea, es simplemente música.

No sé si les sucede también a ustedes, amigos lectores, pero a mucha gente, entre los que me encuentro, cuando nos asaltan las dudas, acostumbramos a recurrir a la opinión de los sabios en la materia en cuestión. Porque a muchos, aunque les guste la música, no tienen por qué apetecerles escuchar ópera, por ejemplo.

Recurrimos primero a la opinión del escritor francés Jules Noriac, autor del libro París tal como es (Paris tel qu’il est). Y esto es lo que escribe: en la ópera, la francesa abre los ojos, la alemana abre los oídos, la italiana abre su corazón y la inglesa abre la boca; puesto que la francesa va a oír música para lucir sus hombros, la alemana para divertirse, la italiana lo hace por puro amor y la inglesa para no perder nada de lo que pagó por la entrada.

Ya que la música, según Alan Poe, cuando va combinada con una idea placentera, es poesía; la música sin la idea es simplemente música; la idea, sin la música, es prosa, por su misma precisión.

Para Beethoven, la música era una revelación más elevada que toda sabiduría y filosofía.

El escritor inglés, Haweis, aseguraba: en la Naturaleza no existe la música, como tampoco la melodía, ni la armonía, ya que la música es una creación del hombre. Ignoramos si el británico ha escuchado con atención alguna vez el sonido armonioso de un riachuelo o el ulular del viento, o el canto de los pájaros en el bosque.

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Shakespeare era más sutil que su paisano al asegurar que: la música es el vapor del arte; respecto a la poesía es lo que el sueño al pensamiento, lo que el fluido al líquido, lo que el océano de nubes al océano de las olas; es lo indefinido en el infinito.

Compartimos plenamente el concepto que tenía de la música el también británico Rogers, cuando afirmaba que la música es la única lengua universal. O lo que opinaba Eddison: nada que no sea una estupidez puede ponerse en clave de música.

Personalmente aprendí a querer la música por un castigo. Un buen profesor me obligó a acudir al Círculo Musical del colegio, que tenía lugar los sábados después de la cena y que nos permitió aprender a escucharla y a seguir asistiendo a aquel grupo de amantes voluntarios a la música que no eran, como inicialmente creía, un conjunto de cusis y chiflados que se emocionaban con los clásicos del romanticismo musical del siglo XIX.

La primera composición que abrió nuestra curiosidad y la de aquel estúpido adolescente, fue la obra del nórdico Grieg, con Peer Gynt, en especial con la Danza de Anitra y la Mañana. Confieso, como otros, que se nos hace todavía un poco cuesta arriba la ópera: mientras haya sinfonías, como al del Nuevo Mundo, nos resistiremos a profundizar en las obras operísticas, sólo por nuestra incapacidad para asimilar tanta perfección.

De los jesuitas, recuerdo aquellas historias que nos contaban para explicar lo que podría ser el cielo. El abad Virila salió un día a pasear por el bosque cercano a la abadía y, reconfontado por una brisa fresca y por el canto de un ruiseñor, se sentó en un tronco caído para disfrutar del concierto que le ofrecía la naturaleza. Pasado un tiempo, al regresar a la abadía, quedo extrañado porque el camino no parecía el mismo. Cuando cruzó el pórtico del templo, varios religiosos acudieron a su encuentro para interesarse por el que creían un caminante. Habían pasado tres largos siglos.

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Aquel profesor que me castigó, curiosamente, ha fallecido hace unos días; nunca se lo agradecimos lo suficiente y menos los que aprendimos a querer la música, aunque fuera por atricción. Gracias, don Juan Bautista, sabio profesor.

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