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Hoy se cumplen 212 años del levantamiento del pueblo de Madrid contra el invasor francés, el glorioso Dos de Mayo de 1808. El rey Carlos IV había abandonado a su suerte al pueblo español, a merced de las ambiciones desmedidas de Napoleón Bonaparte, a quien también se había vendido el nefasto Godoy. Por media España se habían posicionado las huestes gabachas; en Madrid, a las órdenes del mariscal Murat, se había establecido un ejército de 35 mil hombres. Las autoridades civiles, militares y eclesiásticas españolas observaban al invasor desde la complacencia (hoy también hay traidores), tratando de contener al pueblo incomodado, a la vez que aturdido. Desde su atalaya soberbia, elevados por la auto arrogada autoridad moral, los afrancesados contemporizaban genuflexos con los altos mandos del ejército Imperial. Admiradores de los aires ilustrados inspiradores de una revolución que oficialmente decapitó (con guillotina a partir de abril de 1792) a 17 mil personas, pero cuyo estado de terror acabó con las vidas de otras 30 mil por otros procedimientos, y no siempre en el cadalso, matanzas ejecutadas por el populacho enardecido y un sinfín de ejecuciones sumarias. Afrancesados admiradores no sólo de los Rousseau, Voltaire, Montesquieu y Diderot, adalides del famoso lema Liberté, égalité, fraternité, ou la mort! —así originariamente—, sino también de Napoleón Bonaparte, ese «genio de ambición» que se autoproclamó emperador, «cual más absolutista de los monarcas de la historia», que diría un buen amigo mío, ya por aquel año el causante de mucha miseria y centenares de miles de muertos en Europa. Displicentes observaban el panorama aquellos afrancesados, dispuestos a ceder ante las pretensiones de un tirano extranjero a quien nada importaba traer a nuestro pueblo la llamada Ilustración, pues lo que realmente ambicionaba eran las posesiones españolas en el Nuevo Mundo, y las riquezas que daban aquellas tierras que otros llamaban colonias y nosotros las Españas. Y como diría mi buen amigo: «¡Hipócritas gabachos e hipócritas ingleses, que en esto son tal para cual!». Y dijo también mi buen amigo, apenas días antes del alzamiento del 2 mayo: «Me revuelve las tripas pensar que haya españoles dispuestos a vender España, a vender nuestra independencia al opresor extranjero, aún a costa de las vidas de muchos compatriotas, en esa supuesta defensa de nuevas ideas que nos harán más libres. ¡Cuando no han tenido el valor de hacerlo antes! Años atrás, jugándose la vida si era menester, como se la jugarán muchos españoles defendiendo su independencia y su dignidad, su religión, su patria y a su rey. Porque solo un necio podría negar que habrá derramamiento de sangre, mucha sangre, que no es el español pueblo al que se humille sin pagar por ello un alto precio». No erró mi amigo en su predicción.
El pueblo madrileño tomó consciencia de la invasión encubierta. Los enfrentamientos con los intrusos de gangoso habla iban a más, no había tarde sin gabacho apuñalado y madrileño detenido por la horda de Murat, no sólo por riñas de tabernas, argumento que aún defienden algunos modernos afrancesados. Las ofensas y desprecios del francés hacia el español crecían. La Semana Santa de aquel año se celebró del 11 al 17 de abril, fechas en las que los feligreses padecieron las injerencias intolerables del hacino Murat —que no escondía su desprecio por el pueblo español, como también hacía su amo Bonaparte—, como la orden cursada a las autoridades de mantener las iglesias cerradas por la noche, por evitar altercados que se incrementaban, circunstancia que afectó a las solemnidades litúrgicas y causó gran contrariedad en religiosos y fieles. Llegó a tal extremo la intromisión francesa, que hasta se llegó a interrumpir a media tarde, en la iglesia de la Encarnación, la conmemoración del Jueves Santo, entrando en el templo los soldados franceses alzando las voces, en busca de alborotadores. No cejaron en la Semana Santa los petulantes desplazamientos de tropa gabacha al acorde de tambores y pífanos, incomodando las celebraciones religiosas. Así como se sucedieron las irrupciones en las iglesias de militares franceses sin descubrirse, mostrando actitudes irreverentes (¿a qué me recuerda esto?), hablando entre ellos en voz alta, en mitad de la celebración de la Santa Misa. La tensión se afilaba a cada jornada que pasaba.
Y llegó el día, la ocasión deseada por Murat, la excusa necesaria para tomar Madrid y mostrar al pueblo español el grave error de un levantamiento contra el ejército del gran emperador y sus terribles consecuencias. Fue la mañana temprana del 2 de mayo, cuando un nutrido grupo de madrileños se introdujo en la plaza de la Armería, dirigiéndose a la principal entrada del Palacio Real, a cuyas puertas aguardaban dos carruajes. En el primero se introdujo la infanta María Luisa, y al instante dejó el lugar, escoltado por lanceros a caballo. Los madrileños allí reunidos, temieron, en buena lógica, que en el segundo carruaje abandonara Madrid el infante de España don Francisco de Paula, secuestrado por el invasor. El chispazo estaba a punto de saltar. Aquellos españoles, huérfanos de sus reyes, abandonados por las autoridades, cansados de padecer las penurias causadas por el desgobierno, y sobre todo de aguantar la permanente impertinencia del gabacho, se determinaron a impedir aquel atropello. Sabemos lo que vino después, de aquel grito de «¡TRAICIÓN!». Fue reprimida a cañonazos y fuego de mosquete la rebelión que Murat había previsto. Decenas de muertos y heridos quedaron sobre el suelo empedrado de la plaza de la Armería.
Al poco, los madrileños, indignados, se echaron a la calle, hombres y mujeres, ancianos y adolescentes, a la caza del francés. El recuerdo de cada humillación, de cada abuso, de cada agravio, era leña para el fuego del levantamiento. Bonaparte se arrepintió tarde: «y no llegó a percibir, /ebrio de orgullo y poder /que no puede esclavo ser, /pueblo que sabe morir», que tan preciosamente escribió el joven poeta Bernardo López García en su Oda al Dos de Mayo, del que he tomado prestado su primer verso para titular este artículo.
A lo largo de ese día España recuperó su Gloria, en las calles de Madrid, en la plaza Mayor, en la Puerta del Sol. Observo el dramatismo del cuadro de Goya, La carga de los mamelucos, e imagino el dramático y heroico instante: Al galope los mercenarios mamelucos, blandiendo sus alfanjes y gritando improperios sarracenos, cargan contra la muchedumbre. Para su sorpresa, y para la de los coraceros que llegan detrás empuñando el sable, no retroceden los españoles. Se revuelven contra ellos, estalla el corazón de los madrileños que no sienten miedo, sino indignación y odio, mucho odio al invasor. Se oye el disparo de algunas viejas escopetas de caza y caen los primeros enemigos. Y sobre todo brillan los aceros de las largas facas. Están acostumbrados los gabachos a pasearse por Europa, pero han dado con un hueso duro de roer. En el cuadro veo al madrileño de largas patillas apuñalando al mameluco que se desliza muerto por el lomo del caballo. El suelo de la Puerta del Sol ya está cubierto de cadáveres. También recuerdo el cuadro de Eugenio Álvarez Dumont, «Malasaña y su hija batiéndose contra los franceses», en el que se representa a la joven heroína, una niña aún, que yace muerta en el suelo, y a su padre dando cuenta de un coracero, al que le mete por el sobaco, tras el peto de metal bruñido, la hoja de su navaja.
Ante la pasividad de las autoridades españolas, más tarde, saltándose las ordenes de sus superiores, acuartelado el poco ejército español que se hallaba en la capital, los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde, seguidos de algunos militares y un puñado de civiles, se hicieron fuerte en el parque de Artillería de Monteleón. Lo pintó Joaquín Sorolla, Defensa del parque de artillería de Monteleón. Sabían aquellos valientes que allí iba a morir, pero aquel detalle era lo de menos.
La misma tarde, los alcaldes ordinarios de Móstoles, Andrés Torrejón y Simón Hernández, alertados de lo que en Madrid acaecía, redactaron y firmaron el Bando de Independencia (más conocido como Bando de los alcaldes de Móstoles), en el que se alentaba a todos los «Señores justicias de los pueblos a quienes se presentare este oficio», dada la traición y la mucha sangre que corría en Madrid a que «Procedan vuestras mercedes, pues, a tomar las más activas providencias para escarmentar tal perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos, y alistándonos, pues no hay fuerza que prevalezca contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son». Estallaba la Guerra de la Independencia, cuyas pérdidas ocasionadas tanto daño hizo a España durante todo el siglo XIX.
Era aquel pueblo otro muy diferente al que hoy habita España. Es evidente que corren otros tiempos. Sobra todo comentario al respecto. Sin embargo en España se da una circunstancia que no tiene igual en ninguna nación del planeta, la falta de patriotismo entre una parte preocupante de la población, sintetizando mucho. En 2013, el CIS realizó un sondeo (que se hizo público en octubre de 2014) encargado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos, sobre la identidad nacional, sobre el sentimiento patrio, para entendernos, entre la ciudadanía. Los datos que del sondeo se obtuvieron son desoladores. Uno muy significativo, que nos diferencia tanto de aquellos nuestros compatriotas del 2 de mayo, sólo un 16% de españoles está dispuesto a participar en la defensa de la nación.
Me ha venido a la cabeza las declaraciones del cineasta Fernando Trueba al recoger el Premio Nacional de Cinematografía (dotado con 30.000 euros), que le entregó el ministro Iñigo Méndez de Vigo. Espetó, entre otras: «Nunca me he sentido español, ni cinco minutos de mi vida», exabrupto que me es indiferente, aunque no me es indiferente se haya beneficiado de las cuantiosas subvenciones para sus películas, que le hemos pagado los españoles. También dijo «qué pena que España ganase la Guerra de Independencia», y esta afirmación sí que no tiene perdón, entre otras cosas por repugnante desconsideración hacia aquellos nuestros ancestros que perdieron la vida en defensa de la Patria, de su religión católica y sus principios. No hubiera tenido Trueba el valor de afirmar lo mismo en Francia o EE.UU., pongamos por caso, en circunstancias similares, porque bien sabe este energúmeno que allí le hubiera costado la carrera y el desprecio generalizado da la prensa, autoridades y la inmensa mayoría de sus paisanos.
Entre pitos y flautas, sobre todo en los últimos veinticinco años, la sibilina labor de adoctrinamiento de, especialmente, las televisiones de mayoritaria audiencia, en manos de la extrema izquierda, ha calado en una parte doliente de la población, diluyendo el sentimiento patrio que conlleva también el debilitamiento de la autoestima nacional, el amor propio. Así tenemos una masa moldeable. Una ciudadanía conducible, cual borreguitos al corral.
Hoy, España está en manos de un gobierno que dirige un psicópata (según le he escuchado a más de un psicólogo), cuya dejación de responsabilidades e incapacidad nos ha llevado al peor trance sanitaria en siglos, con 30 mil muertos, que se sepa, y una inminente crisis económica que empobrecerá a millones de españoles. Entre tanto, el pueblo se mantiene sumiso encerrado en sus casas, padeciendo un estado de alarma, de facto de excepción. Nació la España de los balcones, haciendo el juego al tirano, tocando el violín y desahogando frustradas artísticas ambiciones ante un cuantioso auditorio que multiplica las redes sociales. Me pregunto cuando se llenarán los balcones de pancartas que “clamen”: ¡Gobierno dimisión!, cuanto menos.
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