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Se ha conformado o, deformado, un gobierno inimaginable desde el raciocinio, el sentido común o los intereses generales. Sólo desde la extravagancia estéril, el poder a cualquier precio y la mediocre y pueril política que nos inunda, puede encontrarse alguna justificación. También desde el partidismo o pertenencia a una tribu puede darse tal paradoja. Con ello prepárense los oponentes a la barbarie, los defensores de la libertad, de la justicia o del estado de derecho y de todo valor consustancial al ser humano. La arbitrariedad basada en una ideología pseudo-religiosa, dogmática, inapelable e incontestable, se querrá imponer, con mayor o menor brusquedad. No habrá margen para la oposición. O claudicación, o, rebelión, sin muchos matices y en todos los ámbitos de la esfera personal y colectiva. Sí queremos mantener la herencia de una cultura humanista, occidental y cristiana, resulta imprescindible no eludir el combate ideológico, cultural y existencial. Interesante y desigual batalla, en estos momentos, que no podemos permitirnos el lujo de perder, por el futuro de nuestros hijos, de nuestros conciudadanos y de nuestra nación, todavía configurada como unidad de historia, de convivencia y de futuro.
Este gobierno es la negación absoluta de todo raciocinio. La negación religiosa, filosófica, social y política. Aquí, la inteligencia niega y la voluntad reniega. Reniega de Dios, de la sociedad armonizada en el derecho, de la ley natural y de la humana (Constitución), de la civilización y del hombre como ser moral. El vacío e inconsistencia de sus planteamientos lo llena sólo el capricho y el afán de poder, de dominio, de control de todo y de todos. Lo peor es que el capricho se erige en Norma y el pueblo no parece descubrirlo o no está dispuesto a enfrentarlo. Y cuando llegue a su término esta época crítica que atravesamos, parecerá inverosímil que nos haya podido gobernar semejante tara: espíritu de disolución de la Nación, quiebra del Estado unitario como garante de derechos y obligaciones, empobrecimiento del pueblo y carencia de todo pensamiento superior.
Cuando conformas una mayoría para formar gobierno donde su unión no obedece al servicio del bien común, ni del Estado; menos aún a la Nación, concepto discutido y discutible, a la que quieren disolver. Cuando no existe ni la posibilidad de un proyecto político en la acción de gobierno, ni tan siquiera la razón conformadora del mismo, más allá de la aritmética necesaria para la detentación temporal del poder; el resultado no puede ser otro que el sufrimiento ciudadano, el menoscabo de la convivencia y la vuelta al cainismo que ya creíamos superado.
La verdad que nos hace libres cederá a la libertad que nos esclavice. Época de libertad para decidir todo, dirá el nuevo desgobierno. No, época de disolución, que es lo contrario. ¿Se atreve el “falso doctor” y su multidisciplinar gobierno a sostener que la descomposición de un organismo produce la libertad de los elementos que lo integran? .El cáncer también se produce en política cuando las células se rebelan contra la fuerza vital del organismo y, rompiendo su conexión con las demás, se proclaman autónomas. ¿Qué es el sistema autonómico español, sino el cáncer, ya con metástasis, que amenaza la supervivencia de nuestra Nación, compromete al Estado e impide el progreso de nuestro pueblo?
Naturalmente que no se eligen las épocas históricas, aunque cada generación tendrá que hacer frente, con sus aciertos y errores, al resultado de sus actos, sean estos individuales o colectivos, respetando, o no, el legado recibido de nuestros antepasados y la voluntad de permanecer en los valores consustanciales a nuestra civilización, en el futuro. Cada época histórica debe caracterizarse por la aptitud colectiva mayoritaria para seguir una dirección y realizar un fin. Sólo la actividad creadora le confiere rango a una época; una energía creadora que atrae, plasma, se concentra e irradia, sobre el cuerpo social del Estado/Nación, la voluntad común de seguir haciendo historia.
El presente solo podemos encararlo sobre la base sólida que nos vino de Roma y del cristianismo, del derecho y el dogma, de la libertad justa y la vida trascendente que la fe impregna. En España nunca ha sido posible divinizar a la nación, ese “patriotismo instintivo” de Cánovas, muy grato de escuchar, pero carente de la fuerza histórica y cultural para asentarse, “con la patria se está con razón y sin ella, como se está con el padre o con la madre”. Aquí y ahora no podemos concebir otro patriotismo integral que el nacido de un pecho racional, sentido en lo cultural e histórico y refrendado en el catolicismo, aunque la Iglesia aparente abominarlo.
El enfrentarnos a un gobierno hostil a toda verdad trascendente y su interpretación materialista de la historia que pretende consumar la estupidez de salirse de la grey, para proclamarse egregios; nos obliga a cultivar un patriotismo sano, el que quiere a la patria, en el espacio y en el tiempo, en su unidad histórica, con su defensa conformadora frente al islam y frente a las sectas. La mejor manera de frustrar los designios de este desgobierno será el de exaltar perennemente el nombre de la patria, defender sus glorias e inculcar en la enseñanza de las nuevas generaciones y en el ámbito privado, el afán de emularlas. Para reforzar este patriotismo nos sobran ejemplos, en el largo peregrinar de nuestra historia, sin recurrir a falsas mitologizaciones.
El Estado, contra el que estos inconscientes e insensatos dirigen su autodestrucción, lo conciben como una organización funcionarial y meramente administrativa, procedente del siglo XIX, sin mayor orientación que el dado por quien detente, en cada momento, el poder; al que visten el ropaje de una, para ellos, entelequia llamada Nación, fácilmente adaptable al capricho popular del sufragio universal directo y al plebiscito que la constituya o disuelva. En estas condiciones y con semejante voluntarismo suicida debemos encarar el porvenir del gobierno de coalición comunista/separatista de Sánchez. De nada servirá lamentarse de las causas por las que hemos llegado a esta situación, ni meter la cabeza debajo del ala, pensando en que la providencia o alguien los arreglará. Solo el antivirus del pensamiento fuerte que proporciona el patriotismo integral, la revolución social, la tradición viva de valores compartidos al servicio de un interés general y el bien común, puede evitarlo.
El totalitarismo que nos quieren imponer resulta polimórfico en sus formas, de contornos difusos y sexistas, que apela a las emociones para evitar el rechazo de la razón reflexiva; que desprecia la realidad, fabricando ensoñaciones que la sustituyan; que utiliza y falsea la historia como instrumento de la política y la impone por ley; qué promete lo imposible de cumplir, convirtiéndolo en deseo colectivo; que castiga con la “muerte civil” al que se oponga a sus designios, mientras compra voluntades, proporciona prebendas a una red clientelar de subvencionados cómplices, encargados de subvertir todo el orden natural y constitucional que sirva a la libertad, la justicia y el progreso.
Ya estamos viendo el resultado de esas ideas falsarias, en el proceso revolucionario que nos acongoja, con hechos que contravienen los intereses de la nación, del pueblo y del propio estado. Pues el Estado no es simplemente una unión de hombres, ciudadanos que viven en un mismo territorio y participan de unas normas comunes, aceptadas por convicción, persuasión o coacción, que llamamos derecho. El estado es una realidad social, lo que es, que debe presentarse como fuerza operante, como poder que realiza el derecho, como aparato de coacción material que realiza un orden jurídico ideal. Por ello no conviene olvidar que cada pueblo “obedece a una ley propia de formación nacional”, según Tardieu; y que el instinto y el impulso, tanto cómo la razón y la voluntad, deben ser tenidos muy en cuenta por la filosofía política; de ahí la importancia de recuperar la tradición y la costumbre en los pueblos para evitar la precipitación al abismo deconstructivo e iconoclasta.
Y dado que la política tiene sus raíces en la psicología, tanto individual como colectiva, y en el estudio de los hábitos mentales y propensiones volitivas de cada Estado/Nación, este gobierno no podrá ser estable y realmente popular, pues no refleja, ni expresa, las ideas mentales y los sentimientos morales de los que estamos sujetos a su autoridad, al carácter del pueblo, con lo que Le Bon llama “constitución mental de la raza”. Así se explica que unas leyes sean viables y otras no, dependiendo de que sean producto de la fantasía o el voluntarismo de los gobernantes, o no. De ahí también la esperanza de que este gobierno, que no corresponde a la exigencia de la realidad nacional, sus actos y leyes no echen raíces profundas, pues va contra la corriente afectiva e ideológica de nuestro pueblo, y el artificio jurídico que construyan se derrumbará, falto de base sociológica y de la aceptación natural del espíritu de nuestra nación y pueblo.
Esa triple conjunción, no paradójica, de un gobierno contra la Nación, el Estado y el pueblo, fracasará con estrépito, aunque las consecuencias y repercusión todavía no podemos vislumbrarlas. Y ello es así por el desconocimiento que tienen nuestros “falsos hombre de estado” de la necesidad de concordancia entre el Estado jurídico y el Estado sociológico, que no puede lograrse sin el conocimiento de la realidad nacional, que abarque tanto su mundo interno, como el exterior. Ese conocimiento no sólo se recoge con la observación histórica y actual, en la observación de su vida social, sino también en su ideario y cultura artística, literaria, política, filosófica, científica; en su idioma, costumbres y sentimientos morales, y en su formación histórica; y también en la consideración de su territorio, población, vida económica y financiera, instituciones civiles y militares, religiosas, pedagógicas; en su régimen de experiencia política; en su administración; en su política exterior y colonial.
Por ello y una vez establecido que el espíritu nacional puede llegar a ser proteico en sus vastas proyecciones, y que la naturaleza de las cosas debe fundamentar las leyes, desde Montesquieu, “Las leyes, en su significación más extendida, son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas”, la naturaleza de las leyes españolas debe fundamentar la geografía, la historia, la demografía y la psicología de los españoles. Y, una vez determinadas esas relaciones necesarias, valen para todos los tiempos y todos los regímenes, aunque por vanidad o por ignorancia algunos hombres se crean autorizados a emanciparse de ellas. Pero, tarde o temprano, esas leyes inviolables se vengan de tales intentos de emancipación. Eso ocurre dramáticamente con la pandemia del coronavirus.
Contraria a esa “naturaleza de las cosas”, son las leyes Sanchistas de Memoria Histórica, Violencia de Género, Ley Electoral, Ley del Aborto y próxima de Eutanasia, Ley de Inmigración, Titulo VIII de la Constitución, Control político del Poder Judicial etc. Los falsos hombres de Estado pasan, pero las naciones quedan y son las que pagan, ¿culpables?, por lo menos sus conciudadanos, de haberlos elegido o haberlos soportado.
Los responsables de que vivamos aterrorizados en nuestras casas son los mismos que por su naturaleza ideológica, desconocieron primero, menospreciaron después, agravan ahora, y mienten siempre sobre la pandemia que nos sitúa en el primer lugar de muertos por habitante. Antes de que el pueblo se pregunte el ¿porqué? de esta tragedia, Unamuno reflexionaba hace un siglo sobre “…las izquierdas, o eso que llaman izquierdas, se han vuelto locas, y las derechas, o eso que llaman derechas, están ciegas…o sea que estamos entre locos y ciegos”. De ahí que, otro coetáneo suyo, Ángel Ganivet fijara un recurso demasiado brutal “…hay que ponerse una piedra en el sitio donde está el corazón y hay que arrojar, aunque sea, un millón de españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos”. De ahí, también, que acertara Mac Arthur cuando le dijo a Roosevelt “…no te olvides que las guerras se ganan o se pierden por dos palabras: todavía no o, demasiado tarde”. Porque, “como en el cuerpo, así en el gobierno, el mal más grave es el que se difunde desde la cabeza”, sostenía en una de sus epístolas Plinio, con seis siglos de adelanto a nuestra era, y sigue siendo válido. ¡Que Dios nos pille confesados, nos dé fuerza para soportarlo y valor para enfrentarlo!, porque el pueblo español y su nación supo sobreponerse a otros retos históricos de similar naturaleza y venció.
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