16/05/2024 02:17

Hay gente trabajadora y modesta que se complace en su pequeño rincón y que, por el hecho de complacerse en él, eleva, a veces, un poco inmodestamente la voz con propósitos legítimamente justicieros, reclamando una satisfacción general, un progreso común, una libertad respetada y respetable para todos los seres humanos de buena voluntad. Es decir, exponiendo directamente o dando a entender que alguien ha de acabar con esta locura en que se ha convertido España. Y requiriendo todo ello tiene por fuerza que enfrentarse a los instalados, que son quienes en provecho propio impiden un mundo mejor. Pero, por desgracia, no sólo ese hombre prudente molesta a los instalados, también la plebe pancista le mira con recelo, porque quienes se desentienden de hablar con ella en la plaza pública son sospechosos a sus ojos.

El espíritu libre gusta permanecer apartado -pero no pasivo- por propia decisión, por convencimiento. Porque esa autoclausura le permite ser libre. El hombre de criterio, que disfruta con la pedagogía de la soledad, sabe que no se hizo el lenguaje para que los malvados y los tontos y el hombre independiente y crítico se entendieran. El hombre que se aparta de la chusma se apropia de las palabras de Celestina: «quien no me quiere no le busco. De mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón. Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay para todos».

Conocedor de que en la mayoría de los casos la compañía estorba, sigue su camino y sus cavilaciones, huyendo de las elites y de la multitud con tanto gusto como ellas de él. Y así continúa caminando con su morral y su bastón, alejado de la plaza pública, contemplando sus cambalaches y trajines desde la distancia. «¿Para qué me son útiles -se dice- los altos palacios, los ricos lechos, los muchos servidores y los cofres rebosantes de oro, si el ánimo está ocupado por la ansiedad, errando sin descanso por comarcas para él desconocidas que lo desasosiegan? Todos se alegran y festejan envueltos en el hedonismo del siglo, y sólo yo lloro por la ruina espiritual que sólo unos pocos quieren ver».

Cuanto más prudente es el hombre, más sabe que él, como apuntó Nietzsche, no es sino aquello que siempre debe superarse a sí mismo. Al hombre prudente no le importan los salones de las oligarquías ni los éxitos, porque todo ser inteligente sabe cerrar los ojos en medio del clamor de los aplausos; ni le importan la plaza pública ni el populacho, ni el ruido del populacho, porque en la plaza pública nadie cree en el hombre enamorado de la belleza y de la justicia, es decir, distinto, ya que no superior.

Frente a los buscadores de prebendas que no tienen escrúpulos en mercadear con los cadáveres que la época arroja diariamente a las cunetas, los observadores de un mundo en ruina tratan de exponer éste con el escepticismo, la amargura y el desengaño consecuentes. Porque el prudente, como si reviviera el espíritu del barroco, trata de hacer ver unos tiempos -los actuales- que han traído el desengaño más atroz, pues la heroicidad ya sólo puede ser posible individualmente y no como misión de todo un pueblo; unos tiempos regidos por una falsa democracia, con monarcas y políticos traidores y logreros, situados en las antípodas de la lealtad y de la excelencia.

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El prudente, desde su privilegiada atalaya, expone este universo que observa como espectador, pero del cual también participa, e intenta que la exposición sea producto del genio y de la agudeza del ingenio, dando como resultado el contraste a veces violento que va del moralismo a la sátira, de la esperanza al desengaño, de la poesía lírica al memorial político, de lo más trascendental humano a la curiosidad cotidiana y pintoresca. Este es el prudente, dual, pero único y verídico, preguntándose por la vida y por la muerte, escribiendo y leyendo poesía, cantando al amor, poniéndose en docto o en cronista común, en disciplinario que participa o en juez que acusa, condena o perdona desde el púlpito de sus actos, de sus conversaciones o de sus escritos.

El prudente, dentro de su navío, enfrentado al miedo, a la vergüenza, a la traición y al crimen, abatido por la irracionalidad y la mala fe o abrazado siempre al oscuro y salobre mástil de la esperanza, puede decir, con Lope de Vega, que es rey en su pequeño rincón, un rey libre y fiel al albedrío que le prestó Naturaleza, porque «reyes los que viven son / del trabajo de su mano; / rey es quien con pecho sano / descansa sin ver al Rey». Y sin lisonjear ni halagar nunca a reyes ni a cortesanos, ni a los políticos, financieros, jueces o intelectuales áulicos que medran a la sombra de los alcázares de cualquier linaje terrenal.

Pero hay momentos, cuando los males de la época se hacen extremadamente amargos, en los que el hombre solitario se siente tan lejos de la vida que se pasa el día en el mirador de su casa, contemplando la calle a través de unas rejas imaginarias, ya casi sin vivir, sólo observando la vida de los demás, los crímenes impunes, las catástrofes acaecidas por los abusos y odios de la gentuza depredadora y bestial.

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Es entonces cuando rememora y cae en la cuenta del engaño que es la vida. Cuando siente que todos los caminos que ha seguido han carecido de salida y que todos los guías han resultado falsos. Que el mundo, con sus tiburones y sus hipócritas, es una inmensa trampa. Y si contempla el presente se encuentra más despojado aún, porque ve cómo se vienen a tierra los muros de la patria y que no sólo se ha perdido la ilusión de volver a levantarlos, sino que se ignora el derrumbe mismo. Y que a ese vasto embeleco que es hoy la sociedad humana nadie parece capaz de ponerle remedio.

Y así, arrancadas las raíces espirituales que nos permitieron distinguirnos de las bestias, perdida la fe en el prójimo y en sus sucesos y logros, observa, desde su rincón, las especulaciones insensatas de un mundo que, por desnaturalizado, insano y corrompido, ha dejado de interesarle.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Aliena

Terriblemente lúcido. Al leer a don Jesús me doy cuenta, inevitablemente, de mis carencias y de lo mucho que debería esforzarme para llegar a ser aquello que debo. Pero, aunque sea en solitario, me regocijan las alusiones al racionalismo de nuestro barroco y a la literatura de este periodo y anterior, fuente inagotable.

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